Manifiesto
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Manifiesto

Peligros y oportunidades de la megacrisis

Gastón Soublette

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Peligros y oportunidades de la megacrisis

Gastón Soublette

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Un libro que nace con el estallido de octubre y se termina en pandemia."Todavía es tiempo de reflexionar, creen algunos, para enfrentar lo que viene con una buena conciencia que nos proteja y nos libre de los peligros de una crisis que ya todo lo abarca. Como dice el refrán popular, todavía es tiempo de que abras tu ojo si no quieres que te lo abran". Gastón Soublette.

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Information

Publisher
Ediciones UC
Year
2020
ISBN
9789561426382
La crisis social y política por la que los chilenos estamos pasando, la cual ha culminado con la entrada de una pandemia mortífera en nuestro territorio, conlleva un gran desafío para nuestra capacidad de comprensión, pues antes de plantear la interrogante de cómo vamos a salir de ella y cómo evolucionarán los hechos por el avance de la peste viral que nos ha invadido, se trata de entender el sentido de lo ocurrido y discernir sus causas más profundas.
Persuadido de que esta crisis es solo la versión chilena de una megacrisis que cubre al mundo entero y que se viene gestando hace ya varias décadas, no podría referirme a ella en este ensayo ateniéndome solo a los hechos que ocurren en mi país, porque sucesos semejantes están ocurriendo en otros países y en un mismo contexto, el cual no es sino el de las formas de vida y de organización de la sociedad que han sido generadas por esta civilización industrial en todos los territorios habitados por el hombre. En ese sentido, una pandemia que contagia hoy a toda la población del mundo, desde cierto punto de vista es un acontecimiento simbólico que expresa bien una dolencia psicológica que padecemos todos por igual.
Lo que caracteriza a la megacrisis es su globalidad, de manera que los intentos por resolver cualquiera de sus aspectos por separado (crisis energética, por ejemplo) han demostrado ser temporalmente eficaces, pero operando en desmedro de soluciones que podrían haberse dado a otros aspectos.
Basándome en esas premisas, el escrito que aquí ofrezco contiene, según mi parecer, los elementos de juicio que sería necesario tener en cuenta para bien situar la crisis en el amplio y acontecido historial de esta civilización, la que, a juzgar por lo que se ve, parece estar entrando en su fase terminal, pues una mirada al acontecer mundial en el contexto de la actual globalización nos muestra, en forma cada vez más patente, que la tendencia en la dinámica del constructo económico y tecnológico en que ha venido a parar este mundo nuestro por las exigencias del mito del progreso muestra ya claros síntomas de haber entrado en un proceso de disociación perceptible en todos los ámbitos de la vida social, ya que los problemas que genera este estado de cosas, con el correr del tiempo, se han ido agravando y no nos permiten esperar un desenlace feliz, incluido el peligro letal de una desarticulación irreversible del ecosistema planetario, capaz de volver nuestra “casa común”, la Tierra, en un lugar del universo no apto para la vida humana, y la indefensión de la humanidad toda ante los peligros de pandemias que podrían devenir en extinciones masivas.
Sin embargo, la tesis fundamental de este ensayo difiere de la mayor parte de los análisis de la situación realizados por pensadores y políticos en el hecho de afirmar que la raíz de los males que nos aquejan no se halla en algún agente causal exterior al hombre que protagoniza este drama, sino que es ese mismo sujeto, como tipo humano, el que constituye la raíz de la crisis. En ese sentido, en lo referente a las causas del fenómeno, el énfasis se pone en la evolución psicológica de los pueblos, sus gobernantes, pensadores y científicos, lo que ha ido generando el tipo humano que ha concebido el entramado de esta civilización conforme a imperativos orientados hacia una meta de plenitud propuesta al mundo como el supremo bien.
Una buena parte de este texto está destinada a determinar qué es en esencia ese tipo humano y cómo ha actuado, y sigue actuando, a través de la historia para llevar al mundo todo a la situación en que hoy nos hallamos, pues, en última instancia, todo el bien y todo el mal que hay en el mundo dependen de la calidad humana de quienes lo habitan. Esa calidad humana consiste fundamentalmente en amar y respetar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, y actuar conforme al recto conocimiento del sentido de la vida. En eso radica la finalidad del fenómeno social de la cultura, pues esta es la estructura interior de los pueblos, la que determina su estado de conciencia, y su fundamento es espiritual.
En referencia a estos conceptos, se puede entender la crisis actual, en primer lugar, porque acontece en un contexto globalizado, por eso la denominamos “megacrisis”. Este contexto, que cubre hoy todo el mundo, ecualiza todo el acontecer social en una misma fenomenología. Las diferencias culturales que antes distinguían a los pueblos entre sí por sus usos y costumbres hoy han desaparecido, porque sus culturas ya no están vivas; un mismo modelo ha instalado su mecánica en todas las latitudes. Así, lo que ocurre en Tokio no tiene diferencias de fondo con lo que ocurre en Santiago de Chile. Las imágenes reproducidas de cualquier ciudad contemporánea muestran el mismo panorama de grandes bloques habitacionales de similar apariencia, amontonados sin orden ni concierto, para gente que hace las mismas cosas mecánicamente en cualquier lugar del planeta y a las mismas horas.
De este modo, hago un llamado a la sensibilidad del lector para inducirlo a que perciba que esa humanidad masificada, hacinada en grandes centros urbanos de apariencia desoladora, presenta un nivel muy bajo de conciencia, como si un despiadado planificador le hubiese hecho creer a la humanidad toda que en esas formas de vida reside el bienestar que durante siglos hemos procurado alcanzar con tanto esfuerzo.
Aunque muchos pasajes de este texto parecen alejarse del tema central de la crisis social y política que afecta al país y al mundo en su totalidad, estimo que no es posible entender este fenómeno en su real significación si no es desplazando el campo de observación de los hechos al sujeto que los protagoniza, atendiendo especialmente a la racionalidad con que se genera hoy el conocimiento del mundo, caracterizada por la finalidad de adquirir poder sobre el objeto conocido y sacar provecho de todas las cosas. Solo penetrando en la intimidad psicológica de ese tipo humano hallaremos las claves de los móviles que lo impulsan a actuar de ese modo.
En este sentido, la pandemia que nos ha obligado a vivir en cuarentena y atemorizados por el simbolismo que ofrece a nuestra intuición parece ser una advertencia que la naturaleza nos hace en medio de tantos proyectos depredadores para que no nos olvidemos de nuestra fragilidad e impotencia, pues el mito del progreso ilimitado nos ha inflado de orgullo, al punto de nublarnos la vista y hacernos creer que para nosotros, hijos de esta civilización, todo es posible.
FUNDAMENTOS IDEOLÓGICOS Y TEOLÓGICOS DE LA CIVILIZACIÓN INDUSTRIAL
La civilización industrial se instaló en el mundo hace ya más de dos siglos. La racionalidad que la rige se inició con el advenimiento de la democracia representativa en el siglo XIX, previa declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano, y de los ideales de libertad, igualdad, y fraternidad proclamados al mundo por la Revolución francesa. Sin embargo, el fundamento ideológico que determinó su racionalidad operativa comenzó a elaborarse mucho antes en la filosofía utilitaria inglesa desde el siglo XVII, previendo la futura expansión del poder de la Gran Bretaña en un imperio de dimensiones mundiales. Esa filosofía cambió el referente supremo que daba un sentido de trascendencia al destino humano, el cual, a partir de ese momento, fue la generación de riqueza y los emprendimientos industriales, lo que daría nacimiento al mito del “progreso” que, en adelante, debía orientar los patrones de conducta del homo sapiens.
El fundamento teológico con que se pretendió legitimar este planteamiento ante la conciencia religiosa de la época comprendía toda una concepción del hombre, su destino y su quehacer en este mundo, y partía de la base de que, a causa del pecado original, la razón humana estaba enteramente corrompida, que toda la verdad está en la Biblia, y que los esfuerzos que el hombre haga por alcanzar la verdad mediante sus propias aptitudes mentales son inútiles y deben ser empleados en el progreso de las artes útiles y el comercio (Bacon), lo que fue reforzado con la idea de que la riqueza material es un signo que revela el favor divino, en tanto que la pobreza simboliza reprobación (Calvino). Así, la generación de riqueza devino un imperativo divino con la consecuente acumulación de capital para la constitución de grandes fortunas y centros de poder. A todo ello se agregó una concepción individualista de la sociedad, en el sentido de que esta no está formada por comunidades ni familias, sino por individuos, y que, en consecuencia, la actitud que facilita la generación de riqueza debe ser autorreferente, pues la solidaridad no es rentable (A. Smith).
Este modelo de civilización terminó imponiéndose en todo el mundo. Su versión actualizada y perfeccionada es hoy la así llamada Escuela de Chicago, cuyo mentor es el economista norteamericano Milton Friedman, y cuyas características más relevantes son el énfasis puesto en la hegemonía del mercado autorregulado, la libre circulación de capitales y el rechazo a todo agente o poder que coarte la libertad individual en la gestión económica. Y a pesar de que en países de tradición católica como Francia no se hiciera cuestión de su fundamento ideológico anglosajón, sí se adoptaron los mismos patrones de conducta, implícitos ya en la cosmovisión de la Ilustración, haciendo tabla rasa con los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, pues el proletariado movilizado por las exigencias de los emprendimientos industriales en el siglo XIX padeció bajo formas de servidumbre más inhumanas que en los peores abusos del antiguo régimen.
Por todo lo antes dicho, es común entre los ideólogos del neoliberalismo hoy imperante concebir la historia teniendo como referente supremo el mito del progreso material y el crecimiento económico, de modo que toda la historia pasada, esto es, la experiencia humana de varios milenios, es evaluada solo conforme a la capacidad de las sociedades de generar riqueza y a la mayor o menor envergadura de sus emprendimientos industriales, como si el sentido de la evolución histórica de los pueblos, a la manera de un imperativo divino, hubiese sido esta civilización tal como la hemos conocido desde su emergencia en el siglo XIX. Con ese criterio pierden su valor todas las realizaciones de las culturas no europeas y anteriores, en su patrimonio tangible e intangible, se empañan los valores que estas representan y se juzga erróneamente sus usos y costumbres, porque esas sociedades no han generado tanta riqueza como hoy pueden hacerlo las así llamadas grandes potencias.
MUTACIÓN PSICOLÓGICA DE LA SOCIEDAD
Esta cosmovisión, en extremo reduccionista, provoca el empobrecimiento psicológico de las masas, tra...

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