Campos magnéticos
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Campos magnéticos

Escritos de arte y política

Manuel Borja-Villel

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  1. 320 pages
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Campos magnéticos

Escritos de arte y política

Manuel Borja-Villel

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Arte y política son ámbitos fuertemente interconectados, se atraen y se repelen, dibujan continuidades y provocan rupturas, y los ensayos que se recogen en el presente volumen se hallan sujetos a la tensión entre estas fuerzas.Ya sea como reflexión sobre la condición contemporánea, sobre la práctica artística o sobre los límites y la potencialidad del museo, cada uno de los escritos se halla situado en el tiempo y el espacio, y todos ellos reflejan la trayectoria intelectual de Manuel Borja-Villel al frente de importantes instituciones museísticas, así como algunas de sus inquietudes curatoriales como responsable de numerosas exposiciones o programas públicos a lo largo de los últimos treinta años.Defensor de la hibridación y el trasvase de saberes frente a la compartimentación estanca del conocimiento y su forma de organización, este libro apuesta por la investigación extradisciplinar y la interrelación de múltiples campos. Y es ante todo una invitación a reflexionar sobre el arte, sus organizaciones y sus actores.

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Information

Publisher
ARCADIA
Year
2020
ISBN
9788412121544
Topic
Art

TERCERA PARTE

HACIA UNA NUEVA INSTITUCIONALIDAD

ANTAGONISMOS

La verdad es que parecería risible imaginar a nuestros colegas del extranjero, de Acconci a Dibbets, de Oppenheim a Graham, entretenidos por ejemplo en demostrarnos que a partir de ellos se desmitificará a Picasso o a Miró y se acabará con la admiración que les tengan las gentes, a la manera de lo que se ha hecho aquí. O que con el conceptualismo se destruirán los «tinglados» de marchantes y museos. O que se obligará al replanteamiento de la mercantilización con todas las consecuencias sociopolíticas que ello arrastrará; y que acabará con las contradicciones que se derivan de la práctica artística actual…1
ANTONI TÀPIES
Por último, lo más sorprendente es la carga de adjetivos, el tono emocional y paternalista, la concepción mítica que se desprende del «arte» y del «artista» y la necesidad de justificar su posición y actividad atacando una determinada práctica artística, por el hecho de que evidencia las contradicciones del medio cultural en el que se desenvuelven «el artista y su obra» (sin cuestionar en ningún momento las estructuras que los originan y que por otra parte los sostienen.2
GRUP DE TREBALL
Entresacadas de dos textos que Antoni Tàpies y el Grup de Treball escribieron en 1973, estas citas reflejan la disputa que uno y otros mantuvieron en 1973 y que supuso un punto de inflexión en el arte español. Provocadas por la incompatibilidad de sus respectivos planteamientos artísticos y políticos, estas polémicas eran muy habituales en la época. No solo se enfrentaban Tàpies y el Grup de Treball, sino que, a comienzos de la Transición, estos también manifestaban sus diferencias entre sí y con críticos de arte como Juan Manuel Bonet, Kiko Rivas y Francisco Calvo Serraller. Si salimos fuera de nuestras fronteras, los ejemplos se multiplican. En 1982, el historiador del arte británico Timothy J. Clark mantuvo un duro intercambio con el teórico estadounidense Michael Fried, a quien acusó de formalista; en 1984, Thomas McEvilley, William Rubin y Kirk Varnedoe se enzarzaron en una larga e intensa controversia a propósito de la exposición Primitivism in Modern Art, comisariada por estos últimos en el MoMA. Un repaso por las hemerotecas nos descubre un tiempo que ahora se nos antoja lejano y en el que, en el ámbito de la cultura, las posiciones se argumentaban y defendían. El desacuerdo y la confrontación no han sido excepcionales en el mundo moderno, sino consustanciales al mismo. Basta con remitirnos a los sucesivos combates entre antiguos y modernos, abstractos y figurativos o partidarios del arte comprometido y defensores del arte por el arte para comprobarlo. Han pasado más de cuarenta años desde el artículo de Tàpies. A tenor de la falta actual de debate, es evidente que nos hallamos en otra era. Y eso que la conversación y lo dialógico se han convertido en figuras retóricas importantes del arte contemporáneo. Artistas como Adrian Piper, Michael Asher o Philippe Thomas han hecho obras capitales de la discusión y la conferencia.
Nuestra sociedad es por definición agónica y, por mucho que el disenso intelectual haya pasado a un segundo plano, no podemos pensar que la desavenencia de ideas y actitudes pueda desaparecer de ella sin más. Las distintas mareas y ocupaciones de todo tipo que tuvieron lugar a partir de 2011 en nuestras calles y plazas lo atestiguan. Ahora bien, hoy la información se canaliza en gran parte a través de Internet, que constituye uno de nuestros modos de sociabilidad privilegiados. Sabemos que no hay ninguna forma institucional que sea neutra. Al contrario, todas favorecen ciertos comportamientos y dificultan otros. En las redes sociales la interacción con los demás estaba pensada originalmente para limitarse al seguimiento, al «me gusta». Se diría que nuestra subjetividad depende en exclusiva del número de seguidores que somos capaces de generar. Lo que se fomentaría así no es tanto el debate como la adhesión y el consenso, que a menudo son prefabricados. Por fortuna, a través de los ejemplos citados arriba, observamos cómo esta dinámica impuesta en los formatos se puede romper.
¿Hemos llegado a una especie de estado arcádico en el que los diferentes planteamientos artísticos y políticos se dirimen con tranquilidad, sin antagonismos de ninguna clase? ¿O será que no hay nada que debatir? El primer caso es improbable, ya que vivimos en un mundo en el que las industrias de la comunicación, los eslóganes y su versión más baja, el amarillismo, son abundantes. El segundo denotaría una sociedad en la que el juicio ha dejado de tener una función. Pero tal vez debamos apuntar a un tercer aspecto que no es menos problemático: la falta de confrontación puede indicar también la complicidad o, peor aún, el apego a no cuestionar para no ser cuestionado. En las finanzas el tráfico de influencias, aunque sea habitual, se considera un delito. La información privilegiada que alguien obtiene en un consejo de administración o asesorando a un cliente no puede ser utilizada en ninguna instancia para beneficio de otra compañía o empresa. En el mundo del arte, sin embargo, no es así: coleccionistas, críticos, comisarios y galeristas intercambian datos sin demasiado problema. Si, por un lado, en un contexto del eclecticismo global, las posiciones parecen no distinguirse entre sí, por otro lado, el mercado del arte funciona a través de una estructura de equivalencias en la que todos dan valor a todo y en la que cada uno es consciente de que depende del otro. No conviene enemistarse con nadie, porque podemos necesitarnos en cualquier ocasión. Una mala crítica acaso condicione un comisariado o una venta, el rival de hoy es potencialmente el socio de mañana.
La mercantilización impregna y condiciona cualquier aspecto de nuestras vidas. La mercancía es omnipresente e incluye, por supuesto, al sector artístico. En otras fases de la modernidad, el valor simbólico de una obra venía determinado por las opiniones de los críticos e historiadores y se relacionaba con el trabajo de difusión que hiciese la galería. En la actualidad, las subastas han favorecido que la especulación, que tan general es en otras zonas de la economía tardocapitalista, se extienda al arte. De ahí que se generen con frecuencia reputaciones o se produzcan tasaciones que tienen poco que ver con la calidad de una pintura o escultura. El problema aparece cuando las cifras desorbitadas que consiguen algunas piezas condicionan de un modo decisivo su prestigio. Si hace algunas décadas el que un trabajo alcanzase un alto precio en una sala de subastas era algo de lo que los artistas de vanguardia no solían presumir, ahora ocurre lo contrario. En 1973, Robert Rauschenberg, uno de los artistas estadounidenses más relevantes de la segunda mitad del siglo pasado, salió a la calle para protestar contra Robert Scull, quien había vendido obras suyas en Sotheby’s, especulando sobre su precio. Veinte años después, el mismo Rauschenberg se habría vanagloriado de ser el artista vivo más caro. Por otro lado, tampoco podemos engañarnos: a menudo el que un artista o una producción se aparten del mercado puede acabar siendo una garantía a nivel crematístico. Algunos autores malditos, seguidos con devoción por otros artistas y críticos, se convierten en figuras de culto con el consiguiente aumento de su cotización. La relación entre valor económico y valor simbólico no es unívoca ni lineal, pero es indudable que existen vínculos muy estrechos entre ambos y que hoy es muy difícil que una pieza o un autor mantengan su valor simbólico si este no va acompañado de un respaldo económico.
El museo, como institución, es una invención burguesa y arranca, al igual que tantas otras estructuras del saber moderno, de la Ilustración. Su misión: guardar la historia y promover la educación universal. El museo ha sido hasta hace poco un lugar contradictorio, que ha funcionado simultáneamente como aparato de estado y máquina de guerra. Ha constituido una heterotopía paradójica: como archivo, su principal cometido consistía en preservar; como exposición, su objetivo era mostrar. Ha mantenido una vocación educadora y de reforma social, al mismo tiempo que ha crecido a partir de las sucesivas rapiñas coloniales, ocultándolas. Ha sido un espacio de estudio y recogimiento, pero ha contribuido a la teatralización del mundo. Como afirman Umberto Eco e Isabella Pezzini,3 el museo es un espacio discontinuo en la continuidad de la sociedad. Ese ha sido su valor. Para resguardarlo es necesario mantener una estructura y una gestión autónomas, que garanticen dicha discontinuidad.
Esta autonomía se encuentra hoy en peligro. Se ha querido acercar el museo a la gente, pero se ha acabado alejándolo de ella, aunque aumenten los ingresos por entradas. Se ha identificado al público con el consumidor y no se ha entendido que los fines de un centro de arte no consisten en generar un número ilimitado de eventos espectaculares que los hagan rentables económica y políticamente, por mucho que la experiencia artística tenga ahora bastante de reconocimiento de marcas. Con frecuencia la visita a un museo se reduce a un haber estado ahí. Pero saber no significa reconocer y mucho menos reconocernos, incluso en el orden histórico. Michel Foucault afirmaba, a propósito de Nietzsche, que el conocimiento de la historia solo es efectivo en la medida en que introduce lo discontinuo en nuestro mismo ser.4 En su discontinuidad, el museo adquiere sentido cuando enfatiza el proceso sobre los resultados. No se trata de que el museo hable por los demás, sino de que proporcione los medios para empoderar a quienes se agrupan a su alrededor.
La situación en el terreno de la cultura es similar a la de otras instancias políticas. Absortas como han estado en sus cuitas internas cuando no en escándalos de todo tipo, muchas entidades han perdido su capacidad de representar a la gente, de servirla y no de servirse de ella. La necesidad de proponer nuevas formas de organización y mediación, tanto en el museo como en el resto de la sociedad, es acuciante. Más aún por cuanto que eso que Peter Bürger denominó «institución arte» parece un tanto descolocada ante las transformaciones sociales y políticas que se han producido en el pasado lustro.5 Si durante años la posición de los movimientos sociales en relación con las instituciones había tenido un carácter esencialmente crítico y su empeño consistía en permanecer al margen de estas, la deriva que ha adoptado en nuestro país el 15M indica que esta actitud está cambiando y que estos movimientos están en condiciones de entrar en las instituciones y cambiarlas.
No se trata de que pensemos que el mundo del arte haya permanecido ajeno a las mutaciones políticas acaecidas en las últimas décadas. Todo lo contrario. Al mismo tiempo que se producía la inflación del mercado (evidente en el precio que han obtenido algunas obras singulares), se acentuaba en el arte contemporáneo una vertiente crítica. Un rápido repaso por las bienales y grandes exposiciones internacionales nos muestra que esta tendencia es general. El problema reside en que esta variable crítica se reduce principalmente a los contenidos. Suele carecer de un mínimo elemento de autorreflexión e ignora las condiciones de producción en las que dichos contenidos aparecen. Una exposición, una colección o el museo que las alberga no solo guardan relación con la historia del arte, son también actos políticos porque son intervenciones públicas, incluso si, como nos recuerda Georges Didi-Huberman, sus mismos agentes lo ignoran.6 Por supuesto, esta condición política del arte no tiene que ver en absoluto con el contenido de una obra determinada.
En sus orígenes el museo tuvo una dimensión privada. Aunque se pudiesen organizar visitas, el objetivo de los studiolos y gabinetes de maravillas de los siglos XVI y XVII era el estudio, que se realizaba en una atmósfera de recogimiento y quietud. No obstante, en el siglo XIX, en un proceso de democratización general de la cultura, los museos se abrieron al público. Esta democratización sin precedentes no consistía en reconocer la existencia de una cultura vernácula o idiosincrática, sino en que la cultura se hacía teniendo en cuenta a una audiencia más amplia, iba dirigida a ella al menos en parte. Las novelas por entregas de autores como Alexandre Dumas u Honoré de Balzac son ejemplos palpables. La posterior aparición del cine y la fotografía sirvió para ampliar exponencialmente el acceso general a las manifestaciones artísticas. La exposición tuvo un papel central en este proceso. Respondía a la voluntad de mostrar y difundir los logros de la industrialización por parte de una burguesía que había ascendido al poder y a su deseo de generar nuevos recursos. Las numerosas ferias internacionales y universales que se sucedieron ininterrumpidamente desde 1851 fueron una consecuencia de ello.
La modernidad artística es indisociable del fenómeno de las exposiciones. Si hablamos de Édouard Manet como el primer pintor moderno no es solo por su estilo o temas, lo hacemos también porque este artista concebía sus cuadros para ser expuestos. Manet ya no hace retratos para un palacio, por mucho que luego estos puedan ingresar en un museo. Una parte importante de los artistas modernos quedaron fascinados por las posibilidades que los dispositivos de exposición conferían a sus obras. Estas no se pensaban como elementos aislados, sino integrados. La pintura, la escultura, el diseño o el sonido convivieron a lo largo del siglo XX en la exhibición que incorporaba asimismo el cine, la fotografía, los afiches o las revistas, permitiéndole llegar a un público desconocido hasta entonces. Autores como Herbert Bayer, László Moholy-Nagy, El Lissitzky o Frederick Kiesler concibieron sus muestras como un medio expresivo principal en su trabajo. No es casualidad que, durante los años en que estos diseñaron sus grandes exposiciones, se establecieran las bases del museo de arte moderno. Tampoco lo es que estas investigaciones plásticas fueron utilizadas para conseguir una hegemonía cultural po...

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