Viajar ligero
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Viajar ligero

La vida con equipaje de mano

Gabriele Romagnoli, Elena Rodríguez

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  1. 96 pages
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La vida con equipaje de mano

Gabriele Romagnoli, Elena Rodríguez

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Un manifiesto para que pierdas el miedo a perderEn la vida pasarás 23 años durmiendo, 20 años trabajando, 6 años comiendo, 5 años esperando, 4 años pensando, 228 días lavándote la cara y los dientes y tendrás 46 horas de felicidad. Esto es lo que Gabriele Romagnoli aprendió encerrado en un ataúd en Corea del Sur al simular su propio funeral.En cualquier momento, en cualquier lugar, los amores acaban, el dinero se pierde, las condiciones de vida cambian; pero si viajas ligero y pierdes el miedo a perder, nacerán otras pasiones, nuevas fortunas y maneras espléndidas de seguir viviendo.Este es un libro para todos aquellos que recorren ese viaje que es la vida y desean añadir algunos minutos más a esas 46 horas de felicidad."Una lección de vida y de la magia que trae el futuro."Vanity Fair"Páginas que rebosan historias, anécdotas, cadáveres y maletas, amigos de infancia, psicólogos libaneses, encuentros e ironía."La Stampa"Manual para el perfecto viajero, pero no para el que quiere viajar bien por la Tierra, o al menos no solo para eso: es para el que quiere viajar bien por la vida."La Repubblica"Con sabiduría y habilidad, Romagnoli aborda uno de los temas decisivos de la sociedad y escribe una obra deliciosa."Ulisse

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Information

Year
2016
ISBN
9788416222292
Edition
1
Subtopic
Travel

1. Solo con equipaje de mano

En distintos momentos de nuestra existencia —algunas personas cada fin de año— hacemos listas de propósitos que cumplir. Como desde hace tiempo soy incapaz de concebir proyectos a medio o a largo plazo, no fue hasta que cumplí los cincuenta cuando me propuse uno: visitar cien países a lo largo de mi vida. Mientras escribo este libro llevo setenta y tres, pero añadiré al menos otros dos antes de que termine el año, por lo que alcanzaré los setenta y cinco y espero llegar a los cien. No sé qué sacaré de esta vuelta al mundo, pero ya puedo decir qué he obtenido después de haber visto setenta y tres países, vivido en cuatro continentes (Europa, América, Asia y África), en ocho ciudades (Bolonia, Turín, Roma, Milán, París, El Cairo, Beirut y Nueva York) y en veintisiete apartamentos. Hasta ahora. Ignoro si las reflexiones finales responderán a la pregunta clave que me formuló mi padre. El hombre, un fontanero boloñés que presume de pelo negro a sus ochenta y muchos años y al que mis amigos, por eso, llaman Highlander, cuando le comuniqué que me mudaba de El Cairo a Beirut levantó la vista del plato y me preguntó: «¿Para qué?». Un destornillador eléctrico sirve para algo. Un millón de euros sirve para algo. Mudarse de Egipto al Líbano para tener una perspectiva distinta de Oriente Medio, visitar Luxemburgo para añadir un número a las páginas de una agenda azul, vender tu casa en Manhattan y comprar otra en Brooklyn para salir de las vistas y, finalmente, tenerlas, no son cosas que «sirvan». Te comprometen (mucho), divierten (a veces) y enseñan (siempre, si estás dispuesto a aprender). ¿El qué? Trataré de resumir mis principales deducciones. La sensación será un poco como en ese texto titulado Sunscreen. Aunque se convirtió en la letra de una canción de éxito, inicialmente era un escrito dirigido a los licenciados de una universidad de Chicago. Contiene una serie de consejos («Recordad los cumplidos que recibís, olvidad los insultos y si lo lográis, explicadme cómo se hace»), expresados de forma dubitativa (ya que «los consejos son una especie de nostalgia, darlos es como coger el pasado de una estantería, sacarle el polvo, barnizar las partes resquebrajadas y reciclarlo por más de lo que vale»). Excepto uno, del cual invitan a fiarse ciegamente: «Poneos protección solar».
Del mismo modo, extraeré aquí algunas conclusiones de mis viajes y mudanzas. De todas, solo hay una cierta: «Tratad de vivir con equipaje de mano».
Para llegar a esta conclusión es necesario abandonar progresivamente una serie de convicciones como si fueran prendas de ropa superfluas.
Pero antes hay que ponerse en marcha, ya que la objeción principal sería esta: ni maleta grande ni mochila, me quedo en casa. ¿Dónde encontrar la motivación? En mi caso sucedió en Kigali, la capital de Ruanda, una noche lejana e inevitablemente calurosa. Acababa de llegar para entrevistar a un obispo encarcelado y sometido a un juicio bajo la acusación de perpetrar una matanza. Era sábado, el hotel Mil Colinas estaba infestado de mosquitos y prostitutas. Salí a dar un paseo después de dejar en la caja fuerte el reloj, la cartera y el pasaporte. Lo primero que noté fue que la gente andaba muy deprisa, solos o en grupo, como si llegaran tarde a una cita, a coger el tren, al cielo. No me quedaba muy claro adónde iban: no había carteles de bares o locales, ni paradas de autobús. Después de observar durante un buen rato el fenómeno, logré interceptar a un chico que hablaba inglés y le pedí una explicación. Abrió los ojos de par en par, inyectados de malaria, y me dijo: «Señor, los blancos móviles son más difíciles de alcanzar». Mientras pronunciaba la última sílaba ya se estaba marchando. La guerra civil y los francotiradores les habían enseñado algo que también se puede aplicar a circunstancias menos dramáticas: si te mueves serás más difícil de abatir. Si te quedas en la misma casilla, mismo barrio, trabajo, grupo familiar, ese gran tirador que es el destino dispondrá de más facilidades para afinar la puntería. Lo sé, es cierto que la muerte puede esperarte en Samarcanda, donde acudes a toda prisa para evitarla después de haberla visto asomar en los parajes de algún otro lugar en el que te encontrabas. Pero tiendo a creer al chico de Kigali y, por tanto, recomiendo desplazamientos rápidos y frecuentes.
Hacerlo con muchas maletas llenas a reventar es una hazaña imposible.
¿De qué podemos deshacernos? Para empezar, de las certezas. Las más definitivas y sólidas, y por tanto las más pesadas, aquellas absolutas: descargarlas pensando que, en cambio, todo es relativo. No me refiero a un relativismo filosófico ni científico —aunque tiendo a creer en ambos—, sino que estoy hablando de un relativismo de las cosas humanas. Si todo es distinto en otra latitud, es inútil llevar consigo brújulas, vocabularios o mentalidades. Todo cambia: lo hace el tiempo, el significado de las palabras, incluso el de las emociones. Y como se necesitan tres pruebas para demostrar algo, ofreceré tres ejemplos.
El primero tiene que ver con el tiempo o, mejor dicho, con marcar el paso del tiempo. Estoy escribiendo desde Europa, un lunes por la mañana, tal vez el momento más difícil de la semana, aquel en que el motor vuelve a ponerse en marcha y, a menudo, no arranca a la primera. Llega tras la melancolía del domingo por la noche (atascos en el regreso del fin de semana, partidos de fútbol que se centran en las polémicas del vestidor, deberes que se hacen a toda prisa antes de volver al colegio).
En 1919, el psiquiatra húngaro Sándor Ferenczi publicó un artículo titulado «La neurosis del domingo», donde hablaba de pacientes con síntomas recurrentes: de la exaltación de la vigilia a la depresión subsiguiente. Es una métrica incesante que ha copado la existencia de quien vive en Occidente, incluida la mía, hasta que me fui a vivir a El Cairo. Allí, de repente, el domingo era viernes, el día sagrado del islam. Si hubiese cruzado la frontera para ir a Tel Aviv, el viernes se habría convertido en sábado, el día sagrado del judaísmo. Las religiones, las civilizaciones, los gobiernos usan el calendario como instrumento de poder, ya que el poder sumo es el control del tiempo. Sumerios, egipcios, griegos y romanos dividieron de formas distintas lo que llamamos años, meses y semanas, pero son subdivisiones que no existen en la naturaleza porque el tiempo, simplemente, fluye. Las grandes revoluciones han intentado, con resultados extraños, reformar incluso los calendarios. En la Inglaterra del siglo xviii, se instauró la celebración de san Lunes, a la que en Italia todavía hoy siguen fieles peluqueros y pescaderos. Un batiburrillo que el arquitecto y filósofo Witold Rybczynski resume de este modo en su agudo ensayo Esperando el fin de semana: «Cada sociedad opta por dar una forma distinta a su trabajo y a los modos de abstención de este, y al hacerlo revela muchos detalles sobre ella misma. Inventa, adapta, recombina viejos modelos añadiendo nuevas variantes a la larga lista de días de descanso: festividades públicas, celebraciones familiares, días de mercado, días tabú, días malditos y días sagrados, fiestas, san Lunes y san Martes, conmemoraciones, vacaciones estivales y fines de semana». Este último, aunque parezca in rerum natura, entró en vigor en Italia el 20 de junio de 1935, cuando una ley nacional decretó el «sábado fascista», imponiendo la interrupción de las actividades productivas a la una del sábado.
Ahora bien: si el viernes estamos en El Cairo, el sábado en Jerusalén y el domingo en Roma, podríamos entrelazar tres festivos consecutivos, el relativismo de la métrica del tiempo es innegable. Si además viajáramos en el tiempo, y en el espacio, podríamos festejar eternamente. Por tanto, dejemos en casa esta certeza, junto a la que dice que las palabras tienen un significado unívoco y que no pueden plegarse a la voluntad de quien las pronuncia. Esta es la segunda prueba a favor del relativismo.
Cuando llegué a Nueva York busqué un apartamento de alquiler. Eran los años noventa, Internet estaba en los albores y por aquel entonces se llevaban los anuncios en la prensa. Uno que me impactó proponía: «A terrific apartment with a dramatic view». Bien, será macarrónico traducir «un apartamento terrible con unas vistas dramáticas», pero esas son las raíces de los dos adjetivos: terror y drama. Pero en Estados Unidos, país del optimismo, terrific significa «fantástico»: «You look terrific» no quiere decir que tengas ojeras, el pelo hecho un desastre y la cara demacrada, sino lo contrario: estás divino. Y las vistas dramatic no tienen que ver con estar en la Zona Cero, sino que se refieren al skyline, a las vistas a Central Park, al East River, en suma, unas vistas espectaculares. En este apartamento en concreto, a la estatua de la Libertad. Al visitar el lugar, la busqué en vano y entonces me condujeron a la cocina para señalarme un espejito en el que aparecía reflejada; podía verla desde ahí o bien sacando la cabeza por la ventana. De nuevo, todo exagerado, embellecido, moldeado según la exigencia no solo de ofrecer un producto, sino de convertirlo en algo agradable desde que lo imaginas o pronuncias su nombre. Si moldeas las palabras para darles un sentido distinto, ¿puedes moldear también los conceptos que representan? Si reduces los vocablos que producen miedo o desánimo, ¿la vida será mejor simplemente por eso? Las palabras son lentes rosas, ¿pero pueden graduarse para corregir la visión de las cosas? Parece que esta es la convicción de los americanos. La sobreexitación de su léxico es evidente: «Great!», «Wow!», «Excellent!» son expresiones tan recurrentes como, la mayoría de las veces, desproporcionadas. No obstante, generación tras generación, Estados Unidos ha creado un pueblo de optimistas, combativos, seguros de sí mismos y con confianza en el futuro. Entre los ingredientes de la receta que ha llevado a este resultado está la alteración en sentido positivo del significado de algunas palabras que nacieron con connotaciones negativas. Y, por tanto, relativas.
Lo que resulta impensable cambiar en otra latitud son las emociones, los sentimientos derivan de un mismo hecho. Y sin embargo…
Entre los muchos sucesos que pueden acontecer en el transcurso de una vida, hay uno que se considera casi con unanimidad el más doloroso: perder a un hijo. No está previsto, no está aceptado. De hecho, no existe ninguna palabra para describir esta condición. Tenemos «huérfano» para quien pierde a un padre, «viudo» para quien se queda sin cónyuge, pero el vacío de la desaparición de un hijo es tal que ninguna palabra lo define, como si nada pudiese contenerlo, delimitarlo. Novelas y películas (las más logradas, en mi opinión, son El periodista deportivo del escritor americano Richard Ford y Lantana del director australiano Ray Lawrence) hablan a menudo de esta condición, que se vuelve insostenible para la pareja, que, inevitablemente, acaba separándose. Seguir juntos significaría compartir en cada momento ese luto, incluso (por irracional que parezca) reprochárselo o (por infantil que suene) crear una competición para ver quién de los dos sufre más. Todo es inaceptable, indecible e invivible.
Un día, en el sur del Líbano, frente a la puerta de una casa en un barrio asolado por bombardeos israelíes (hablo del verano de 2006) encuentro a una anciana llorando. Podría pensarse que está devastada por el luto, por una pérdida irreparable: tal vez es la madre de un combatiente de Hezbollah caído en combate, un «mártir», como lo llaman orgullosamente. Pero no, revela que su dolor tiene una causa distinta: no ha podido entregar nada a la causa, ningún hijo, todos están vivos, no ha ofrecido sacrificios. No tiene un mártir en casa. Tener uno es motivo de orgullo: su foto se expone en la calle, es objeto de reverencia por parte de vecinos y pasantes. Eleva el estatus de la familia (y sus rentas, ya que Hezbollah subvenciona a los parientes supervivientes). Lo que para cualquier madre occidental es una fuente de desesperación, para esta mujer u otras en su situación es un motivo de satisfacción, si bien agridulce.
La vida misma es un hecho relativo, depende de las expectativas que puede ofrecerte. Si naces en un campo de refugiados palestinos, tus padres no esperan que te conviertas en un profesional de éxito, ni en el ganador de un concurso de talentos televisivo. No pueden estar orgullosos de tu vida, pero sí de tu muerte. «Amamos la muerte más de lo que vosotros amáis la vida», decía paradójicamente Osama bin Laden. O bien: amaremos tu muerte más de lo que tú amas tu propia vida.
Los kamikazes del 11 de septiembre viajaban con equipaje de mano, o incluso sin nada. Excepto uno, tal vez el jefe: Mohamed Atta. A su nombre encontraron una maleta que, misteriosamente, contenía mucha información útil para la investigación y que no se cargó en el avión destinado a impactar contra la torre norte. La noche anterior al vuelo los terroristas hicieron testamento y se prepararon observando el ritual funerario: se lavaron concienzudamente y se envolvieron en un sudario blanco, sin bolsillos. Es difícil imaginar que en su comportamiento se puedan hallar puntos comunes con personas distintas por cultura, religión o inclinación moral, con otros que son amantes desenfrenados de la vida y de sus posibilidades. ¿Acaso alguien pensaría que existe relación entre un kamikaze árabe y un militar abruzo? Y sin embargo…

2. Sin vida de repuesto

Sin embargo existe un vínculo que relaciona a uno de los secuestradores del 11 de septiembre con otro (presunto) culpable de asesinato residente en Italia y con una cultura op...

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