El cocinero de Indias
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El cocinero de Indias

Pedro Ángel Plasencia

  1. 296 pages
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El cocinero de Indias

Pedro Ángel Plasencia

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Mato Alegre, joven esclavo mulato, cocinero del notario de Madrid Gonzalo Fernández de Oviedo, es uno de los dos mil embarcados en la Gran Armada de Castilla del Oro, que zarpó del puerto de Sanlúcar de Barrameda el 11 de junio de 1514, rumbo a la tierra de promisión del Darién, en donde se decía que las doradas pepitas podían pescarse sin esfuerzo con simples redes en los ríos. Sesenta años más tarde, en la ciudad de Santo Domingo, siendo un hombre libre e inmensamente rico, el anciano cocinero redacta sus memorias.En su largo periplo vital plagado de experiencias y aventuras a uno y otro lado de la mar Océano, casi siempre en compañía de su señor don Gonzalo, Mateo ha conocido a conquistadores como Vasco Núñez de Balboa, Diego de Almagro, Francisco Pizarro o Francisco de Orellana, ha trabado amistad con Paquiaco, hijo del cacique Comogre, la princesa Anayansi, el líder taíno Enriquillo, el historiador Bernal Díaz del Castillo, fray Gaspar de Carvajal, la hermana Andrea del convento concepcionista de Puebla, el brujo peruano Antay, el alcalde de Lima don Diego de Ribera, y otros muchos protagonistas de las décadas de la colonización española de América que abarcan desde los últimos años de Fernando, el Rey Católico, a las postrimerías del reinado de Felipe II. En todo momento, su ingenio y sus dotes como cocinero le han ayudado a vencer las dificultades, y así ha podido extender por el Nuevo Mundo el noble Arte de Cocina.

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Information

Year
2017
ISBN
9788417005979
VIII. LOS ROTOS DE CHILE
Me estaba yo tan ricamente en mi casa de la calle de las Damas, ocupado en contar los doblones que me proporcionaban mis pingües negocios: platanales, campos de cañafístula, plantaciones de arroz, exportación de piñas, venta de leche y carne, destilación de aguardiente de caña…; cuando a don Francisco Valdés se le metió en la cabeza enrolarse en la expedición que el adelantado Diego de Almagro estaba preparando a Chile, lo que me refirió por carta en la que me animaba a acompañarlo; y en mala hora me enredó en el asunto.
Pésima idea la de mi ahijado, la peor que pudo tener, pues no creo que jamás un grupo de hombres padeciese tan cruda jornada como la que padecimos los que pasamos con Almagro las heladas montañas de los Andes y el abrasador desierto de Atacama. Y como trágico colofón a tanto sufrimiento, en aquella malhadada hora mi querido niño habría de perder la vida. Tiriteras me entran al rememorar el año y medio largo de fatigas al límite de las humanas fuerzas.
Este de Chile fue además, en cierta manera, el penúltimo episodio de una muy triste historia: la crónica del rompimiento de Almagro y Pizarro, amigos del alma que habían sido durante tantos años, hasta el punto que cualquiera de ellos hubiera arriesgado su vida por salvar la del otro, pero que acabaron peleando entre sí hasta destrozarse mutuamente a través de sus familiares, como aquellos dos perros alanos de Pedrarias que se enzarzaron en mortal pelea, ante la atónita mirada de las mesnadas indias, en aquella extravagante escaramuza acaecida cerca del puerto de Santa Marta en mi primer viaje a las Indias.
Hernando Pizarro, hermano menor de Francisco, asesinó a Almagro en Cuzco con la coartada de un juicio tan injusto como el que Pedrarias Dávila había instrumentado a Núñez de Balboa en Acla. Y luego el hijo de Almagro, Diego de Almagro «el Mozo», mató a Francisco Pizarro en su propia casa de una certera estocada en el cuello; cuchillada que bien merecida se la tenía el trujillano, pues tuvo tanta culpa en la muerte de su antiguo amigo como la había tenido en el suplicio y ejecución de Atahualpa, crímenes ambos abiertamente dolosos, inducidos, o al menos consentidos, aunque no ejecutados directamente por su propia mano.
Aquel valeroso varón que yo había conocido años atrás en el Darién, cuando era el mejor de los hombres de Balboa, capaz de las acciones más nobles y arriesgadas, se dejó al fin de sus días malmeter por sus hermanos menores hasta caer embebecido en lo más abyecto de la condición humana: la pasión ciega por el poder y el deseo desordenado de riquezas, delirios que niegan la amistad e incumplen la palabra. Contradictoria es la naturaleza del hombre.
Mi señor don Gonzalo siempre atribuyó el deterioro de las relaciones entre los dos viejos amigos a la influencia nefasta de Hernando, único vástago legítimo del humilde escudero de Trujillo Gonzalo Pizarro, padre de los cuatro hermanos que el conquistador del Perú trajo a las Indias en mala hora, allá por el año 1529. Los otros tres eran bastardos, lo mismo que el propio Francisco.
Tal vez debido a la circunstancia de ser el único hijo legítimo de su padre, Hernando, aunque se igualaba con sus hermanos en que ninguno de ellos sabía leer ni escribir, y que andaban todos ellos medio muertos de hambre cuando salieron de Extremadura, era, según el agudo juicio del que fuese mi amo, el que se consideraba más legitimado en la soberbia. Sujeto vil por naturaleza, en cuanto se vio rico y con poder sobre las personas, se convirtió en un déspota cruel, un ambicioso sin límites que malmetió a su hermano mayor contra el bueno de Almagro, y le contagió la ponzoñosa codicia. Como dicen en mi pueblo: «Dale un carguito a Juanito».
Don Gonzalo catalogó al tal Hernando en la nómina de los mezquinos en cuanto lo conoció, y yo vengo a coincidir plenamente en la apreciación de mi señor. La misma fisonomía del trujillano lo delataba. Me dirá vuestra merced que uno no tiene la culpa del físico que Dios le ha dado, pero eso es cierto solo hasta cierto punto. Hay rasgos que forja la herencia, y otros que esculpen el vicio y las perniciosas inclinaciones:
Hernando Pizarro, alto, grueso y desgarbado de cuerpo, era de una fealdad maligna; la lengua y los labios gordos y la punta de la nariz encendida y demasiado sobrada de carne, como suelen generarla los muy borrachos. Pero no tenía en cambio la dulzura en el mirar de otros ilustres borrachines que he conocido alguna vez, como por ejemplo el piloto Pedro de Ledesma, sino una mirada aviesa que daba miedo. Y no es que los otros hermanos Pizarro fueran unos adonis, pues eran todos ellos tan bastos de formas como cortos de conversación, rasgos que suelen coincidir en los palurdos analfabetos; pero éste, siendo el más pequeño de los cinco (tenía veinticinco años menos que Francisco), era también el más zafio y desagradable de ellos, tanto en el físico como en lo moral.
Permítame vuestra merced en este punto una breve digresión: Lo que puedo contarle de más enjundia acerca de los gloriosos conquistadores de Indias que conocí en aquellas décadas, ya muertos y enterrados, es que casi sin excepción al cabo de sus días resultaron ser unos ambiciosos desmedidos, espíritus anárquicos e individualistas que solo en teoría obedecían al rey, ya que la voluntad auténtica de cada uno de ellos no era otra que la de coronarse emperador o señor absoluto del más vasto dominio que con sus armas pudieran conquistar. Y le digo también que, por añadidura, fueron unos codiciosos enfermizos de las riquezas materiales, hasta el punto de que poseer todo el oro del mundo les resultaba poca cosa. Y a este infame fin de enriquecerse de cualquier modo y manera, la traición fue la forma ordinaria de actuar de casi todos ellos.
Para hacerse con el mando absoluto de la isla de Cuba, Diego Velázquez traicionó a Bartolomé Colón, quien le había convertido en su hombre de confianza y teniente gobernador. Y luego Hernán Cortés, a fin de gobernar Méjico a su libre albedrío, traicionó a Diego Velázquez, que le había enviado a descubrir en su nombre y bajo su autoridad. Y a Cortés le traicionó Cristóbal de Olit, a quien el conquistador de Méjico envió a poblar Honduras, y Olit se levantó con los navíos y la gente. Y así sucesivamente. Todos ellos fueron valientes soldados, hidalgos hambrientos de gloria, corazones de acero despreciadores de la vida; pero muy pocos se confirmaron como verdaderos hombres de honor.
Solo tres excepciones constataré a esta regla general de codicia y deslealtad: Núñez de Balboa, tal vez porque muriera antes de haber tenido tiempo de consumar un insulto grave al Rey; Francisco de Orellana, soldado sin tacha, y Diego de Almagro, el hombre más liberal que he conocido en mi dilatada vida: fiel, generoso con los suyos, confiado, justo y valeroso. Aquel iletrado hijo y nieto de labradores, cristiano viejo de alma noble, llegó a amasar una inmensa fortuna, y por socorrer a sus hombres en la dificultad, por infundirles ánimos y agradecerles los servicios prestados, gastó en ellos todo su caudal y murió arruinado, dejando a su único hijo pobre de solemnidad.
Y debe saber vuestra merced que el de Almagro no valía menos que el de Trujillo; que los dos habían merecido las mismas mercedes, y que Pizarro solo fue nombrado gobernador del Perú porque Diego de Almagro, que quería y confiaba en su amigo, ingenuamente le cedió este honor, al permitir, tras someter la cuestión a fraternal porfía, que fuera el extremeño y no el manchego el que viajara a Castilla a importunar al Emperador con la demanda de la gobernación del Perú. Pero una vez conseguido el propósito común de ambos amigos, Pizarro aprovechó el viaje de vuelta para traerse de Extremadura a sus cuatro hermanos, que fue como meter en las Indias las cuatro peores plagas de Egipto.
Cómo se llevó a cabo la conquista del Perú: la odisea del viaje de Pizarro desde Panamá a Cuzco, la captura de Atahualpa y otros hechos heroicos, es algo que recogen las crónicas y que sin duda vuestra merced no ignora. Pero en realidad todo había empezado veinte años atrás, en 1514, cuando Pizarro y Almagro se conocieron en Santa María del Antigua, recién llegado este último al Darién en la armada de Castilla del Oro, al tiempo que Fernández de Oviedo y que yo mismo.
Cinco años después, tras la muerte de Balboa, los dos amigos marcharon juntos a la ciudad de Panamá recientemente fundada, y asentándose allí de encomenderos hicieron en comandita un muy buen hato de vacas en la ribera del río Chagre, a cuatro leguas de la población, con lo que ganaron mucha hacienda. Cuando Pizarro y Almagro estuvieron ricos, quiero decir cuando alcanzaron los quince o veinte mil pesos de oro, se dio la coyuntura de que Pascual de Andagoya acababa de regresar de su exploración por la mar del Sur, periplo en el que remontando el río San Juan había dado con el Perú. Volvió Andagoya de su penoso viaje enfermo y sin ánimos para continuar con los trabajos de exploración y conquista, lo que los dos amigos aprovecharon para, luego de asociarse con un clérigo, maestro de escuela y estanciero como ellos, aunque mucho más adinerado, solicitar subrogarse en la empresa de Andagoya.
Fernando Luque se llamaba el clérigo (Fernando «Loco» dieron en llamarle los vecinos de la parroquia por haberse juntado con aquellos dos soldados de fortuna).Y creo haber mencionado a vuestra merced que este cura, que tantas veces me confesó y me dio la comunión, primero en Santa María del Antigua y luego en Panamá allá por los años 1521 y 1522, cuando mi oficio era pescar perlas, Luque fue también uno de los que llegaron al tiempo que Almagro y que nosotros a las Indias en la armada de Castilla del Oro.
No les resultó difícil a los tres socios convencer a Pedrarias de los beneficios de la empresa, pues Fernando Luque era persona muy aceptada por el gobernador, como lo prueba la rica estancia que este le dio en encomienda; y Francisco Pizarro, por su parte, le había prestado al general grandes servicios en los últimos tiempos, como por ejemplo apresar a Balboa.
Veinte mil pesos en barras de oro es fama que aportó Fernando Luque a la sociedad tripartita, cuya constitución se selló en la iglesia parroquial según era costumbre sacralizar los pactos: compartiendo en comunión una hostia consagrada partida en tres pedazos.
Los partícipes solicitaron y obtuvieron de Pedrarias un contrato muy ventajoso, por el que se les concedía capitanía para descubrir desde Panamá por la mar del Sur, otorgándoseles la gobernación de las tierras que sometieran. Y allá que se fueron Almagro y Pizarro con sus hombres. Pero el padre Luque no partió con ellos a la azarosa aventura, no sufrió heridas, hambre ni naufragios, no perdió ojo alguno en las refriegas con la indiada, como Almagro, ni fue siete veces herido de gravedad, como Pizarro; sino que se quedó descansadamente en la confortable casa parroquial de Panamá, a la espera de recibir su parte en las ganancias.
Finalmente no hubo tal. Fernando Luque falleció a finales de 1532 sin llegar a tomar posesión del obispado del Perú, lo que había sido su gran sueño, y sin haber recibido de Pizarro ni de Almagro otra cosa que ingratitud, según se quejó por carta a su amigo Gonzalo Fernández de Oviedo. Aunque digo yo que a la hora de la muerte del párroco de Panamá poca fortuna podían haber amasado sus socios en la empresa del Perú, pues hasta entonces estos no habían experimentado otra cosa que contratiempos y penalidades, y los gastos que habían tenido habían superado con mucho los ingresos obtenidos por el rescate de oro; de modo que todo lo que tenían para repartir eran deudas.
Los hechos de la conquista del Perú, ciertamente heroicos, están en las crónicas que escribieron don Gonzalo, y más de primera mano mi amigo de Ciudad de Panamá, Francisco López de Jerez, por lo que omito referir a vuestra merced los pormenores de la inconmensurable gesta de Pizarro y Almagro (tanto monta, monta tanto). Y luego, a la hora de recoger los frutos, estúpidamente surgieron las desavenencias entre ambos.
Pero por aquellos primaverales días del 1535 los viejos camaradas, aun mediando algunos desencuentros, no habían llegado a romper la baraja. En compensación al nombramiento de Pizarro como gobernador del ubérrimo reino de los Incas, el emperador concedería después a Almagro, con título de adelantado, la gobernación de las tierras al sur del Cuzco, provincia a la que en Castilla nombraron Nueva Toledo y aquí en las Indias siempre hemos llamado Chile.
Y allí se determinó a ir Almagro. O bien no le quedó otra, o es que, a pesar de sus sesenta años y de tener el cuerpo labrado a cicatrices, todavía andaba el viejo loco con ansias de aventura. Yo, que estuve tres años en su compañía, creo que hubo un poco de ambas cosas, pero que ciertamente no le faltó al viejo capitán la ilusión de emprender una grandiosa gesta.
Recuerdo que la noche antes de partir para los Andes nuestro comandante nos dijo con mucha solemnidad a los que le acompañábamos a la mesa: «Hermanos, compañeros, no vamos esta jornada de paseo, sino a conquistar nuevas provincias en la tierra austral y partes incógnitas hacia el polo antártico, con las que aumentar la república cristiana. Habremos de sufrir, y algunos de nosotros moriremos; pero os juro que obtendremos la gloria».
Almagro sabía sin embargo que la empresa de Chile era incierta, por lo que logró arrancar de Pizarro la promesa de que, caso de fracasar la conquista de aquellos ignotos territorios a los que nos dirigíamos, por no encontrarse en ellos riquezas por las que mereciera la pena someterlos, compartirían como socios y amigos los beneficios de la explotación del Perú, tal y como lo habían pactado junto con Fernando Luque nueve años atrás en Panamá. Y como confirmación de aquel primer pacto sagrado a tres, sellaron otro nuevo a dos, partiendo entre ambos la hostia al comulgar en misa.
No cayó Almagro, infeliz, en que su partida al reclamo de unas tierras pobladas de oro tan solo en su cabeza y en la de los soldados de fortuna que le acompañábamos (siempre la quimera del oro alimentada por la codicia y por el interés de los engañosos indios), no solo convenía a los intereses espurios de los hermanos Pizarro, que ni por asomo pensaban cumplir la promesa de reservarle una porción del Perú, por mucha partición de hostias que hubiera habido de por medio, sino que le era aún de mayor provecho al astuto Inca Manco Cápac II, quien había planeado adueñarse de Cuzco una vez que la salida de los hombres del adelantado dejara reducidas las defensas de la ciudad. Así lo había tramado el Inca, y así sucedió en efecto.
Es fama que el adelantado gastó en los preparativos del viaje más de un millón y medio de pesos en oro; y yo no lo pongo en duda, pues la expedición llegó a estar compuesta por 570 soldados, sumando la infantería y los de a caballo, todos bien aderezados de armas e indumentaria, entre ellos muchos veteranos que habían combatido a las órdenes de Almagro en el Perú, y otros que habían servido a Pedro de Alvarado en la expedición a Quito. Almagro compró además, o prestó dinero a sus compañeros para que compraran, más de 100 esclavos negros y 1.500 indios yanaconas, los cuales habrían de transportar a sus espaldas los bastimentos, las herramientas y la impedimenta militar, y contrató a buen precio las mejores lenguas y guías que se pudo hallar en el valle de Cuzco.
Avisado pues por Francisco Valdés de su decisión de enrolarse en la expedición de Almagro, de cuyo único hijo mi ahijado era amigo en ciudad de Panamá, me escudé en la promesa que le hice a su padre el día de mi manumisión de cuidar de Francisco como si se tratase de mi propio hijo, para unirme a la empresa; aunque ciertamente me embargaban también las ansias de gloria y el ardor de la aventura; y con unas y otras, promesas e ilusiones, partí del puerto de Santo Domingo en el tiempo de Cuaresma del año 1535 a bordo de una carabela rumbo a Nombre de Dios, para desde este puerto seguir viaje a pie hasta Panamá.
Creo haber referido a vuestra merced que Francisco Valdés, luego de casarse, se quedó a residir en la ciudad de Panamá, donde a la sazón, después de haber actuado unos años como escribano, ejercía ya el oficio de notario que durante muchos años había ejercido su padre. Pues bien, tras unos breves días de descanso, y aunque no fuera la mejor época del año para navegar desde Panamá al Perú, que ésta es siempre por los meses de enero, febrero y marzo, cuando hay buenas brisas y no reinan los vendavales, emprendimos mi ahijado y yo el largo viaje a Cuzco.
Seguimos por la costa en nuestra derrota la ruta de Pascual Andagoya: Islas de las Perlas, Puerto de Piñas, Puerto de la Hambre, Puerto de la Candelaria, Puerto de Pueblo Quemado, Puerto de Chicama y río Cartagena, hasta llegar al río San Juan. Y desde la ensenada del río San Juan continuamos ya propiamente la ruta de Pizarro hasta el Perú: Isla Gorgona, Isla del Gallo, Bahía de San Mateo, Cabo San Francisco, Punta Santa Elena.... Solo que no desembarcamos en Tumbes para continuar camino a pie por Cajamarca, como hizo Pizarro en aquel memorable viaje de conquista, sino que seguimos por mar hasta la nueva ciudad de Trujillo sin alejarnos de la costa, y desde Trujillo hasta Ciudad de los Reyes, donde desembarcamos para hacer por tierra el último tramo del camino hasta llegar a la capital del Imperio Inca.
En Ciudad de los Reyes nos detuvimos un par de días a fin de secarnos y hacer acopio de fuerzas para la larga caminata que aún nos aguardaba. Esta ciudad, que los indígenas de lengua quechua llaman Rímac («el hablador»), por el nombre del río que la circunda, había sido fundada tan solo un año antes por Pizarro en un lugar de la costa de la mar del Sur privilegiado para el comercio de Indias gracias a su ubicación, y abrigado por un valle feraz y de límpidas aguas. Las condiciones ventajosas de la nueva fundación eran tales, que no puse en duda que con el tiempo adquiriría mayor relevancia incluso que la antigua metrópolis del Inca. Y no me equivoqué, ya que el propio Francisco Pizarro la erigió muy pronto como capital del Virreinato en lugar de Cuzco. Hoy todo el mundo la llama Lima, y no Rímac, ni Ciudad de los Reyes.
Por aquel entonces, y a pesar de que, como le venía diciendo, no había transcurrido un año desde su fundación, ya tenía Ciudad de los Reyes una buena hospedería, en la que nos alojamos, además de una bonita iglesia, un monasterio de padres mercedarios, una herrería para los caballos, una docena de tiendas de artesanos, un mercado diario de frutas y verduras y una tabla de carnicería que no me pareció tan mala. Pero lo que más llamó mi atención, seguramente por eso que dicen deformación profesional, fue el puerto de mar, distante poco más de una legua del caserío de la población.
Juro a vuestra merced que nunca en mi vida he visto tanta variedad de pescados como los que entran a diario por el muelle del Callao, que es el nombre de aquel magnífico escaparate y opípara despensa de la mar. Vi alijar allí infinidad de sardinas como las de Castilla, cazones, corvinas, lenguados, acedías, pargos, meros, cabras, atunes, doradas, toninas, salmonetes, bogas, rayas, calamares, xaibas, cangrejos, mejillones, percebes, ostras, camarones, cabal...

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