Entrénalo para la vida
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Entrénalo para la vida

Cristina Gutiérrez Lestón

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Entrénalo para la vida

Cristina Gutiérrez Lestón

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En los últimos treinta años los niños han cambiado tanto como la sociedad, y las herramientas que siempre nos habían servido para educarlos ya no dan el mismo resultado. Nuestros niños son ahora más inseguros, están sobreprotegidos y tienen muchos más miedos. Pero cuando un niño entiende alguna de las cosas que siente, o lo que le sucede por dentro, percibes cómo le cambia la mirada de golpe, y cómo por fin modifica dócilmente su comportamiento. Este libro habla de multitud de situaciones reales que la autora ha vivido en un centro de colonias por donde pasan miles de niños y niñas y donde no faltan recursos para transformar sus carencias emocionales. No es un libro de teoría, sino surgido desde la privilegiada "trinchera" de la autora, y ofrece formas muy concretas de poner en práctica la educación emocional, que muchas veces se queda en la teoría y resulta imprescindible si queremos entrenar a nuestros hijos para que sepan qué hacer con su vida. "Este es un libro que cualquier padre debería leer. Cristina lo ha escrito desde la voz de la experiencia y con el propósito de ayudar a crecer a padres e hijos. Es riguroso y ameno a la vez, amablemente pedagógico, profundo y escrito con buen criterio y desde la verdad. Nos hace pensar y sentir como padres y como los niños que fuimos. Plantea respuestas a la doble pregunta esencial en relación con el futuro que tejerán las próximas generaciones: ¿Qué mundo dejaremos a nuestros hijos? ¿Y qué hijos dejaremos en este mundo? Un libro grande y necesario." Álex Rovira

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Information

Publisher
Plataforma
Year
2015
ISBN
9788416256280

1. Ser o tener

Es positivo ver, con la perspectiva del tiempo, cómo la crisis que aún estamos viviendo en nuestro país también está ayudando a poner muchas cosas en su lugar, educativamente hablando, claro. La opulencia económica de los años 2000-2008 provocó que muchos niños y niñas no fueran conscientes del valor que tenían las cosas, y aspectos como el esfuerzo o el agradecimiento empezaron a desaparecer de la sociedad infantil. Recuerdo una conversación que tuve hace tiempo con un padre, debía de ser el año 2009, en la cual hablábamos sobre si era bueno comprar a los hijos todo lo que querían. Él opinaba que quería darle a su hijo todo lo que el pequeño le pidiera, siempre que pudiera dárselo, ya que deseaba que su niño fuera feliz y tuviera todas las cosas que él no había podido tener. En aquel momento no fui capaz de convencerlo de lo contrario. Su creencia era demasiado firme y, agotados todos mis argumentos, vi que no cambiaría de opinión, motivo por el cual dejé de insistir.
Como educadora, siempre me ha sorprendido que ideas que para mí son de una obviedad absoluta, evidentes y fáciles de ver, para otra persona puedan ser totalmente opuestas. Pero los años y la paciencia me han enseñado que quien no quiere, no quiere, y eso debe respetarse de manera positiva (es decir, ¡sin que la rabia se te coma por dentro!).
Dos años después, y en plena crisis, volví a encontrármelo en la puerta de las oficinas. Me paró y me dijo: «Sabes, Cristina, hace poco, a causa de mi situación económica, tuve que decirle a mi hijo, por primera vez, que no podía comprarle lo que me pedía. Y ¿sabes qué? ¡No pasó nada! ¡Lo entendió y no se enfadó! En ese momento me di cuenta de que no pasa nada por decir “no”, que el miedo que sentía era mío, solo mío, y no tenía nada que ver con él». Yo prácticamente no pude contestar, de tan sorprendida como estaba, perpleja al ver cómo pueden cambiar las creencias más firmes de las personas, especialmente cuando los hijos están de por medio. Él se marchó, y yo me quedé pensando. La crisis, que hasta aquel momento para mí era totalmente oscura y negativa, de repente empezó a cambiar de aspecto, con pequeños puntos blancos de luz y esperanza. Tal vez la nueva situación, pensé, podría ayudar a que la sociedad se diera cuenta de que hacía falta un cambio de cultura y que era necesario volver a los valores del ser y dejar un poco de lado los del tener.
Aunque la mayoría de los padres somos aún de la generación en la que la cultura del esfuerzo y la voluntad estaban bastante arraigadas, hoy en día «tenerlo todo ya» o «yo quiero, yo quiero» forman parte del vocabulario cotidiano de los más pequeños hasta el punto, preocupante, de no darnos cuenta de que se ha transformado la cultura del ser por la del tener. De hecho, constato que en los niños ha desaparecido completamente la cultura del esfuerzo y la hemos sustituido por la del bienestar más absoluto.
Hoy en día parece que tengamos que traumatizarnos (o «traumarnos», como dicen los chicos) si no podemos tener lo que queremos al instante. O, peor aún, los que se esfuerzan para conseguir algo están mal vistos y son unos «pringados».
El consumo desmedido e incontrolable (a causa de la publicidad omnipresente: televisión, internet, calle, etc.) nos ha transformado en seres materialistas, y estamos tan ocupados teniendo que ya no nos queda tiempo para ser (comprar exige mucho tiempo, y utilizar lo que compramos aún más). Me pregunto si es posible que nos hayamos acostumbrado tanto a tener que ahora nos resulte más difícil ser. Porque ser es pensar, es hablar de lo que sentimos con la familia o los amigos (¡no de lo que tenemos!), es pelearse con el hermano y buscar estrategias para hacer las paces. Tenemos que evitar llegar a casa y vivir en esas pequeñas «islas»: el niño encerrado en su habitación navegando por internet, la madre trabajando en el ordenador, el padre leyendo…, porque la falta de conversación familiar, de conocernos los unos a los otros, de saber lo que sentimos, de saber cómo somos, provoca que los críos se sientan absolutamente perdidos, desorientados y tengan un inmenso sentimiento de miedo. Y eso lo veo, lo vemos, cada día en nuestro trabajo.
Al fin y al cabo, lo que queremos los padres es educar a nuestros retoños en los valores que son importantes para nosotros, aquellos que creemos que les serán imprescindibles para ir por el mundo sin darse más trompazos de la cuenta (la empatía, el agradecimiento, el esfuerzo, la voluntad, el optimismo, la autonomía…), y todo esto, estas habilidades y valores, son el ser. Pero si están tan ocupados utilizando todo lo que tienen (habitaciones llenas de cachivaches), ¿cuándo, en qué momento los entrenamos en las habilidades que necesitan para ir por el mundo?
Pau, un niño de siete años que vino tres días con su escuela para hacer unas colonias emocionales, nos dijo: «Soy fuerte y valiente… y no lo sabía». Y era cierto, había estado tan ocupado teniendo que ni siquiera se había dado cuenta de su valentía y de su fortaleza. Y un detalle: sus padres tampoco lo sabían, porque hasta entonces no le habían brindado la oportunidad de poner a prueba sus capacidades.
Afortunadamente, la capacidad humana de ayudarnos los unos a los otros y de fortalecernos ante las dificultades es innata en la mayoría de las personas y aún no ha desaparecido de nuestros genes. Como tampoco hemos perdido la facultad de darnos cuenta de nuestros errores. Puedo constatar que gracias a esta crisis económica que vivimos muchas personas se están moviendo para cambiar las cosas. Cada vez me encuentro con más padres que me dicen que ya no les preocupa decir «no» a sus hijos y que no necesitan llenar la casa con tantas cosas, porque han visto que no los hace sentirse más felices. Muchos han cambiado sus prioridades, y prefieren gastarse el dinero en actividades para sus pequeños (deportivas, culturales, de naturaleza, de convivencia, campamentos, etc.), en las cuales se practica el ser, en vez de comprarles cosas que en realidad no necesitan.
Tengo que decir que últimamente, que parece que esta crisis está remitiendo, vuelven a llegarme comentarios de padres similares a los de antes de 2009 (tipo «es que si no le compro X, el niño se enfada»). Esperemos que lo que nos ha enseñado la crisis no se nos olvide fácilmente, y como decía Albert Einstein: «Si buscas resultados diferentes, no hagas siempre lo mismo». Felicidades a todas aquellas familias que hacen las cosas de manera diferente y que han decidido cambiar el tener por el ser… y ¡lo mantienen!
Y tú, ¿qué escoges para educarlos? ¿Ser o tener?

2. ¿Qué nos enseñan?

Tal vez todo radica en lo que nos enseñan cuando somos pequeños y en todo lo que nadie nos explica. Y un buen día te preguntas: pero ¿qué me han enseñado?
Recuerdo que de pequeña la escuela ocupaba casi todo mi tiempo, y allí nos dedicábamos a aprender a multiplicar y a dividir, a leer y a escribir, a memorizar nombres de ríos y capitales, que, al menos yo, olvidaba con una facilidad sorprendente. A lo largo de mi adolescencia y en la edad adulta, tuve siempre la sensación de que me faltaba parte de información, sentía que no se me había explicado todo aquello que debía saber. Y veía que me faltaban respuestas a preguntas muy simples, como por ejemplo: «¿Quién soy? ¿Por qué algunos nos enfadamos con suma facilidad y otros no? ¿Qué son las emociones? ¿Para qué sirven? ¿Todos las tenemos? ¿Somos nosotros los que dominamos el miedo o es él quien nos domina?».
Ahora me doy cuenta de que era como caminar con la mitad de la información y, claro, esto me provocaba miedos, dudas e inseguridades. Ante un problema, uno de los de verdad, sentía una indefensión absoluta. Era como si navegara en aguas turbulentas en constante peligro de hundimiento, como si estuviera haciendo equilibrios sobre un cable sin saber tan siquiera cómo tenían que ponerse los pies para no caerme.
Con treinta y cinco años, en un curso1 para encontrar herramientas que me permitieran volver a conectar con mis alumnos, me llegaron un montón de respuestas. Y eran tan fáciles y evidentes que no podía entender por qué nadie me lo había explicado antes, ni un profesor, ni un padre, ni un abuelo… Confieso que sentí rabia, porque si lo hubiera sabido, en la adolescencia, por ejemplo, me habría ahorrado un montón de malos momentos. Pero, por otro lado, sentí alivio porque por fin todo encajaba, todo tenía un sentido, todo era pura lógica.
Realmente todo lo que te pasa en la vida tiene un motivo, y si estás atento, te lleva a un descubrimiento, porque el hecho de no desenvolverme bien con los niños y tener que iniciar una búsqueda fue lo que me permitió descubrir las respuestas que hacía décadas que buscaba; inconscientemente, claro. Cuando salí de aquel curso, me hice una promesa: haría todo lo posible para que no hubieran más Cristinitas ciegas como yo dando vueltas por el mundo con la mitad de la información. Tenía la suerte de trabajar en un lugar por donde pasaban muchos críos, por tanto, tenía la oportunidad de hacer algo al respecto. Fue esta la chispa que inició un proceso de transformación en mí, porque esta promesa se convirtió en «mi misión». Y aproveché la oportunidad.
Yo soy un ejemplo más de aquellos adultos a los que, de pequeños, nos llenaron la cabeza con un montón de conocimientos. Y es realmente fantástico saber todo lo que se pueda del mundo en el cual vivimos, pero cuando tenemos un problema de verdad, o una pérdida, ¿de qué nos sirve saber que París es la capital de Francia? Nos enseñan cómo funciona todo excepto lo único que llevaremos siempre encima: quiénes somos, cómo somos y cómo funcionamos por dentro.
Me pregunto cuándo enseñaremos a los niños a descubrir sus talentos escondidos, a buscar su fortaleza interior, a hacerles ver que son capaces de ser lo que quieran en la vida, y que, incluso, pueden cambiar el mundo. Veo cada día las carencias emocionales de los chavales, provocadas por los cambios de valores de la sociedad actual; son niños que se sienten perdidos y vacíos. Parece que lo único que importa es el nivel de matemáticas o de lectura, y se olvida que con una herramienta como la educación emocional integrada en cada escuela ni las matemáticas ni la lengua serían un problema para ellos, porque se sentirían capaces de hacerlo todo, de serlo todo.
La educación emocional funciona y da resultados potentes (si se utiliza desde la práctica). Lo veo cada día en mi trabajo, no solo por la actitud de los niños, sino también por lo que te dicen, frases llenas a rebosar de conciencia emocional, de una inteligencia brutal que los adultos ni tan siquiera podemos creer que salga de sus cabecitas. Como Aroa, que con solo cinco años nos dijo: «He aprendido que lo que es difícil puede ser fácil» después de hacer una cabaña en el bosque con sus compañeros, un reto que a ella le pareció, a priori, que sería imposible de conseguir. O Sergio, de nueve años, cuando comentó: «No quiero que el miedo decida por mí» después de haberse atrevido a pasear de noche por el bosque y saborear su valentía cuando apagó su linterna durante parte del recorrido. O Pol, de seis, que nos dijo: «Me ha gustado saber que soy optimista» (¿no es genial? Es consciente de su optimismo ¡con tan solo seis años!). O la pequeña Claudia, de siete años, quien, después de hacer la Ruta de la Confianza, nos dijo:2 «Confiar sirve para querer más».3
Los niños son absolutamente brillantes.
Y ¿nosotros? ¿Nos atrevemos a cambiar lo que les enseñamos? Porque se merecen ir por el mundo con toda la información.

3. Padres entrenadores

No es fácil ser padre hoy en día, hay tanto que escoger, tantos caminos, tantas opciones: viajes, vacaciones, modelos educativos y de escuela, regalos, actividades, deportes, médicos, libros, canales de televisión… Cada día debemos renunciar a un montón de opciones y enfrentarnos a la duda de si hemos escogido o no lo que era correcto.
Las dudas invaden frecuentemente a los padres y a las madres, y el miedo a equivocarnos también. Observo que muchos padres y madres tienen una lucha interior, como si estuvieran divididos entre el instinto de protección hacia su hijo y una voz que les dice que su retoño tiene que valerse por sí mismo. ¿A qué parte debe hacerse más caso? ¿Cómo acertar?
Cuando los padres me preguntan sobre este tema, les explico que tenemos dos papeles, el de padre o madre y el de entrenador; son papeles diferentes, pero complementarios. Lo explico porque es muy gráfico y consigue que los padres tengan las cosas más claras. Y es que con los niños es básico tener las cosas claras y dudar poco.
¿Cuál es la misión del padre o de la madre? Pues, sobre todo, conseguir que el hogar signifique para su hijo o su hija el amor incondicional y los mimos (¡no el consentimiento!), un lugar de refugio y ternura si algún día las cosas no le van bien, donde sentirá la seguridad de que haga lo que haga será querido, de que sea quien sea y sea como sea, su padre y su madre siempre estarán a su lado. Los padres son también la transmisión de valores, de los valores importantes para la familia.
Un entrenador es algo diferente: es aquel que busca los mejores resultados posibles en función de los talentos y las capacidades de cada uno. Y este papel –lo queramos hacer o no, lo sepamos hacer o no– también nos corresponde, también es nuestro. El entrenador dedica un tiempo a buscar las habilidades naturales que tienen sus hijos para hacerlas cada día un poco más grandes, un poco mejores. Y, sobre todo, se ocupa de que lleguen a ser jóvenes y adultos competentes. Competentes en los estudios y en su futuro trabajo, pero especialmente en sus relaciones personales y sociales, básicas para su felicidad. Curiosamente, los entrenamos poco en las habilidades que más los ayudarán a conseguir esta anhelada felicidad. Estudios científicos4 demuestran que la consciencia y el autocontrol emocional, o la empatía, son aspectos básicos que inciden directamente en el grado de felicidad de las personas.
Los niños dedican un montón de horas a ir a la escuela, y nosotros, a ayudarlos a estudiar o hacer los deberes, pero ¿cuántas horas dedican la familia y la escuela a enseñarles las habilidades imprescindibles que necesitarán para que su futuro sea un poco más feliz? Como, por ejemplo, que sean capaces de autocontrolar las emociones, especialmente las negativas, como la rabia o el miedo, o entender qué es trabajar en equipo o la responsabilidad.
Cuando les pregunto a los padres cuál es su primer objetivo o su sueño, la mayoría me responden: «Que mi hijo sea feliz». Entonces les hago la segunda pregunta: «Y ¿qué crees que necesitará tu hijo o tu hija para ser feliz?». Algunos nunca se lo habían planteado de una manera tan explícita, pero la verdad es que acostumbran a responder con rapidez y seguridad: no te dicen que la clave para ser feliz consista en ser un crac de las mates o hablar inglés como un nativo, o al menos nadie me lo ha dicho hasta ahora. Lo que me dicen es que tendría que ser humilde, trabajador, generoso y amable, tener empatía y capacidad para controlar sus emociones (en especial, comentan, la rabia). Otros me dicen que lo más importante es que sus hijos sean fuertes por dentro y que tengan capacidad de esfuerzo, algunos que sean personas decididas, líderes, optimistas… Cada uno responde lo que para él es más importante, o bien aquello que ...

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