El emperador de Portugalia
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El emperador de Portugalia

Selma Lagerlöf

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El emperador de Portugalia

Selma Lagerlöf

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Jan, un campesino pobre, se casa rozando la vejez y se convierte en padre sin desearlo, pero la criatura que la comadrona pone en sus brazos cambiará lo que le queda de vida, al verse dueño del mayor tesoro del mundo: el amor por su hija. Cuando ella tenga que irse lejos de casa a ganar con su trabajo el dinero necesario para evitar el desahucio de sus padres, Jan se protegerá de la dura realidad refugiándose en la locura: su hija, lejos de tener que prostituirse en la ciudad, es la emperatriz de Portugalia, y él, en consecuencia, es el nuevo emperador.El emperador de Portugalia no parece una novela y es mucho más que una fábula: es la materia con la que se forjan las leyendas. Publicada en 1914, cinco años después de que su autora se convirtiera en la primera escritora en recibir el Premio Nobel de Literatura, esta obra recoge los ecos del Värmland natal de Selma Lagerlöf en las últimas décadas del siglo XIX. Un mundo rural casi desaparecido a esas alturas, sobre el que la escritora vuelve la mirada para rescatar su mezcla de pobreza, crueldad y sabiduría. El resultado, decía Tzvetan Todorov, es "una de las más bellas narraciones del siglo XX", escrita con la frescura y la maestría características de "la única [escritora] que constantemente se eleva hasta la epopeya y el mito", como Marguerite Yourcenar definió a Selma Lagerlöf.

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Information

Publisher
Plataforma
Year
2018
ISBN
9788417376598

III. La balada imperial

Por las boscosas colinas de Lobyn serpenteaba un trozo de la antigua carretera por donde antaño subían los carros que ahora seguían caminos más fáciles de transitar. El paso estaba cerrado ahora y la escarpada cuesta la usaban solo aquellos que iban a pie y que querían ganar tiempo atravesando el bosque.
Era un atajo cómodo. Aún conservaba su viejo trazado de carretera comarcal, con un suelo de grava amarillenta que ahora se ofrecía limpio de baches, carriles y barro. Las plantas que florecen a la vera de los caminos seguían abriendo sus pétalos en apretados setos de cerafolios, algarrobas y ranúnculos. Los fosos laterales, en cambio, se habían derrumbado y cubierto de una capa de vegetación que los abetos enanos del bosque aprovechaban para colonizar. Estos jóvenes árboles crecían a la misma altura y estaban envueltos en un manto de ramas tan espeso que evocaban los setos vivos que rodean las casas señoriales. Ni uno había reseco o que amarilleara, y de la cima se escapaban tiernos brotes que los días de verano, cuando el sol los inundaba con su luz, vibraban con el incesante zumbido de los abejorros.
De regreso a su casa después de lucir por primera vez sus galas imperiales en la iglesia, Jan decidió atajar por la vieja carretera. El día era soleado y caluroso y a medida que ascendía notaba con asombro que aquella música que salía de los abetos se hacía más imperiosa. No recordaba haber oído cantar nunca de ese modo los árboles. Se le ocurrió entonces que alguna oculta razón habría para que tal cosa sucediera precisamente ese día y que debía averiguar en qué consistía. Como iba sin prisa, buscó entre los árboles un puesto donde sentarse, dejó el bastón a un lado y después de quitarse la gorra y enjugar el sudor de su frente, puso toda su atención, las manos juntas, en la música del bosque.
Ni un soplo de aire movía aquella orquesta de diminutos instrumentos, de modo que cabía sospechar que era una suerte de música espontánea que hacían los abetos, deseosos de manifestar el gozo de sentirse jóvenes y fuertes y la perspectiva de una larga vida junto a una carretera apartada, libres por mucho tiempo del miedo al hacha feroz.
Pero quedaba aún por averiguar por qué la música sonaba tan enérgicamente precisamente ese día, cuando lo que sobraba eran días de verano para alegrarse de tan magníficos dones.
Jan seguía sin moverse de donde se había sentado, con los oídos bien abiertos.
Notó que el manto de sonidos que lo envolvía era producido por un rumor monocorde, desprovisto de melodía y ritmo.
Tan dulce era el bienestar que imperaba en aquel rincón del bosque que no lo sorprendía la inusual animación de los abetos. Solo se preguntaba por qué, en vez de aquella monótona salmodia de murmullos, no entonaban cánticos más melodiosos. Fijó toda su atención en aquel entramado de menudas ramas. Las hojas afiladas, verdes y compactas, todas en una formación perfecta y disciplinada, exhalaban el aliento aromático y balsámico de la resina de las coníferas, y Jan lo absorbía con delectación. No había flor de jardín o árbol de la pradera capaz de impregnar el ambiente con tan deleitosa fragancia. Contempló las piñas que entreabrían sus pequeñas escamas, ingeniosamente dispuestas para proteger las semillas ocultas.
Si parecían un modelo de perfección, ¿por qué no eran capaces de deleitarnos con melodías armoniosas? Pero las notas se reproducían siempre con la misma sedante uniformidad y monotonía. Jan se fue amodorrando, hasta que pensó que no sería mala idea tumbarse en aquella grava limpia y echar una siesta.
Pero ¡qué era aquello! Apenas hubo recostado la cabeza y cerrado los ojos, los árboles ensayaron una partitura diferente. Y esta sí exhibía tempo y melodía.
De modo que antes había asistido a un ensayo o, mejor, a uno de esos preludios de iglesia que preceden el canto de un himno, pues ahora le llegaban las palabras, unas palabras que podía comprender.
Música y palabras… Conque esto era lo que le deparaban los árboles, la revelación en una síntesis de lo que hacía tiempo que resonaba en su mente sin que se hubiera atrevido a reconocerlo. Era ya imposible negar que estuvieran al corriente de todo y que solo en su honor habían organizado ese concierto. Se habían puesto a cantar al creerlo dormido, qué duda cabía, como si en su humildad no quisiesen que oyera la balada con la que querían celebrar su presencia.
¡Y qué maravilla de canción! Jan cerraba los ojos y aguzaba el oído para no perder ni una nota.
Terminada la primera estrofa, siguió un delicado interludio.
No solo los abetos junto a la carretera, todo el bosque se sumaba ahora al concierto: órganos, tambores y trompetas resonaban a su alrededor. Y flautas de zorzal y caramillos de pinzón, arroyos encabritados, repiqueteos de campánulas, tamborileos de pájaros carpinteros… Jamás había oído Jan nada tan grandioso ni prestado tanta atención a nada como a esta música que parecía penetrar por todos sus sentidos y evocar cada episodio de su vida.
Cuando, por fin, se hizo el silencio, sintió que salía de un sueño, y de inmediato pensó en repetir la canción que había escuchado, aquella balada imperial que tan magistralmente el bosque había interpretado para él, para no olvidarla.
Del padre de la emperatriz es esta la balada feliz.
Ahora venía el estribillo, que no recordaba completamente, pero de todos modos cantó lo que le pareció acercarse más al original.
En todos los periódicos está, en Austria y Portugal, Metz, la China y el Japón, rataplán, rataplán, pom-porrom.
Con su gorro dorado y su bastón plateado. En todos los periódicos está, en Austria y Portugal, Metz, la China y el Japón, rataplán, rataplán, pom-porrom.
Manzanas y ciruelas y no nabos en la cazuela. En todos los periódicos está, en Austria y Portugal, Metz, la China y el Japón, rataplán, rataplán, pom-porrom.
Cuando a la ventana se asoma es saludado con ceremonia. En todos los periódicos está, en Austria y Portugal, Metz, la China y el Japón, rataplán, rataplán, pom-porrom.
Si por el bosque aparece, los abetos reverdecen. En todos los periódicos está, en Austria y Portugal, Metz, la China y el Japón, rataplán, rataplán, pom-porrom.
Ese «rataplán, rataplán, pom-porrom» era lo que más lo había impresionado. Jan lo cantaba magníficamente, haciendo retumbar el bastón contra el suelo y dando a su voz un acento grave y solemne.
Cantó una y otra vez su balada imperial. El bosque le devolvía el eco y él no parecía cansarse de oír su voz.
Pero no hay que sorprenderse ni, mucho menos, reprochárselo. Después de todo, las circunstancias que dieron origen a la balada eran poco comunes, lo que también parecía confirmar el que Jan fuera capaz por primera vez en su vida de recordar una melodía y cantarla sin desafinar.

El 17 de agosto

La primera vez que Jan de Skrolycka asistió a la celebración del 17 de agosto en el señorío de Lövdala, su visita no resultó tan honorable como él habría deseado. No había vuelto después ni una sola vez, por más que oyera decir que la fiesta se celebraba cada año con más éxito y esplendor.
Ahora, sin embargo, desde el encumbramiento de su hija, las cosas habían cambiado radicalmente, y Jan sabía que el teniente Liljekrona podría sentirse humillado si tan importante personaje como el emperador de Portugalia no le hiciera el honor de desearle personalmente un feliz cumpleaños.
Por consiguiente, al llegar ese día Jan se atildó con sus mejores galas imperiales y emprendió el camino de Lövdala. Procuró, desde luego, no llegar con los primeros invitados. Como emperador, sabía lo conveniente que era hacer acto de presencia solo cuando la animación de la fiesta estuviese a punto de alcanzar su momento culminante.
La vez anterior Jan no se había atrevido a pasar del jardín y del camino de grava que conducía al portal de la mansión ni a saludar a los invitados, ni siquiera a dirigir unas palabras al homenajeado. Ahora, en cambio, semejante conducta le habría parecido indecorosa. Con paso firme y sin vacilación, Jan dejó atrás la casa y se dirigió al amplio cenador situado a la izquierda de la terraza. Allí aguardaba sentado el teniente, rodeado de una nube de caballeros de Svartsjö y de comarcas circunvecinas. Jan se acercó y, tomándole la mano, le deseó feliz cumpleaños, «y que cumpliera muchos más», añadió.
–¡Hombre, Jan! –dijo el teniente Liljekrona, un tanto sorprendido–. Me alegro de verte tan repuesto ya.
Era evidente que el pobre hombre no esperaba ser objeto de tan distinguido honor, de otro modo no se explicaba su olvido momentáneo del debido tratamiento, como tampoco el hecho de que lo hubiese llamado por su antiguo nombre. Pero Jan sabía que un hombre con tan buenos modales como el teniente era incapaz de malicia y que aquello había sido un inocente error, de modo que se avino a corregirlo con delicadeza.
–En un día tan señalado para el señor teniente, sería impropio querer interpretar sus palabras al pie de la letra. Con todo, reconoceréis que tampoco sería de recibo que no fueran aquí recordados los méritos que me dan derecho al título de emperador Johannes de Portugalia.
Dichas en el tono de voz más amable del que era capaz, sus palabras fueron recibidas con una salva de sonoras carcajadas que sin duda delataban la opinión que a los caballeros presentes merecía la atolondrada conducta del teniente. Un malestar era lo último que Jan había querido provocar con ellas, de modo que, dirigiéndose a los invitados del cumpleañero, buscó cambiar elegantemente de tema.
–¡Buenos días, buenos días tengan, mis queridos generales, obispos y consejeros! –dijo, al tiempo que se descubría con gesto digno de un emperador. Era su intención ir estrechando la mano a cada uno, como exige la etiqueta en una sociedad respetable.
Junto al teniente Liljekrona se sentaba un caballero regordete con chaleco blanco, cuello con bordados de oro y espada al cinto, que, al tenderle Jan la mano, le ofreció solo dos dedos.
Quizá no hubiera en ello deseos de ofender, pero ya puede suponerse que el emperador de Portugalia tenía que velar porque en toda circunstancia fuera inobjetable su prestigio.
–Me puedes dar toda la mano sin reparo, querido obispo consejero –aconsejó Jan, siempre en tono amable para no poner con su presencia una nota discordante en aquella animada reunión.
Pero, por increíble que parezca, aquel individuo se atrevió a decir, haciendo una mueca:
–Ya he visto cómo te molestó el trato que te dio Liljekrona, pero ahora te pregunto yo a ti: ¿cómo te atreves a tutearme? ¿Es que acaso no te has fijado en esto?
Y señaló con el dedo tres condecoraciones diminutas prendidas en su frac.
Ante semejante muestra de insolencia, mal cabía responder dando muestras de modestia y humildad. De un tirón, Jan abrió su chaqueta para dejar ver dos o tres hileras de relucientes estrellas de oro y plata. De costumbre llevaba la chaqueta muy bien abotonada, no fuera a ser que las delicadas condecoraciones perdiesen su brillo o se desgastasen con el roce. Por otra parte, la confusión en que sabía que dejaba a las gentes la presencia de tan encumbrado personaje aconsejaba no ostentar las insignias de su condición sin fundado motivo. Y esto era lo que precisamente ahora le sobraba, motivos para sacarlas a relucir todas.
–¡Mirad esto! –dijo con orgullo–. ¡Ja, ja, ja! ¡Esto sí que es digno de consideración, no esas tres miserables estrellitas!
Por fin, veía que su actitud lograba imponer el respeto que nunca debió de haber perdido, remachado por las sonoras carcajadas con que los invitados celebraron el justo castigo a la ignorancia ...

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