La Gendarmería desde adentro
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La Gendarmería desde adentro

De centinelas de la patria al trabajo en barrios, cuáles son sus verdaderas funciones en el siglo XXI

Sabina Frederic

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La Gendarmería desde adentro

De centinelas de la patria al trabajo en barrios, cuáles son sus verdaderas funciones en el siglo XXI

Sabina Frederic

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En las primeras décadas de la democracia, Gendarmería era sinónimo de Centinelas de la Patria. Sus efectivos estaban habituados a los pueblos de frontera y a los operativos en la montaña, la selva, la puna. En el curso del siglo XXI, un porcentaje cada vez mayor fue destinado a las zonas más calientes del Conurbano bonaerense, CABA y Rosario, donde pasaron a convivir con poblaciones en situación de pobreza, hacinamiento, exclusión. Y a prestar servicio en condiciones tan precarias como exigentes. Ni la política ni la sociedad tomaron nota de las consecuencias de semejante mutación. Tal vez por eso, buena parte del arco progresista interpretó los hechos de violencia que protagonizó la fuerza en años recientes desde la memoria traumática del terrorismo de Estado, antes que desde aquello que había ocurrido con los y las gendarmes en los quince años previos. El miedo y la sospecha impidieron preguntarse por las condiciones que habían contribuido a desencadenarlos. Sostenido en una investigación de muchos años, este libro ayuda a entender la dimensión del problema y hasta qué punto excede la cuestión de la seguridad.Este libro reconstruye el accionar cotidiano de la Gendarmería, una fuerza que creció exponencialmente para absorber tareas policiales. Muestra cómo operan los destacamentos móviles antidisturbios o las unidades de policía de proximidad en las villas. Explica cómo afectan a los gendarmes el desarraigo familiar, la insuficiencia de formación, los horarios extenuantes, las imprevisiones y los vínculos de subordinación con sus superiores. Y cómo gestionan conflictos con poblaciones que habitan en los bordes de la inclusión social, ahí donde no llegan otras formas de protección estatal. Revela también que la aceptación social o la legitimidad de la Gendarmería se debieron en gran medida a que la faz represiva estuvo fuertemente contenida, y a que la mediación y la negociación eran los recursos políticos más habituales.

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1. Sobre las ruinas del Estado de bienestar
El último móvil antidisturbios
En este capítulo nos proponemos describir las precariedades e incertidumbres de quienes prestan servicio en un móvil antidisturbios. Emplazado en 2011 al suroeste del Gran Buenos Aires, era el único fundado en los últimos veinte años de democracia y el segundo asentado en la región. Escondido en la localidad de Ezeiza, y montado sobre los despojos materiales del primer peronismo, su existencia expuso algunos de los obstáculos con que se enfrentaba la utopía del Estado proteccionista en los tiempos del posneoliberalismo. Los y las gendarmes esperaban intervenir a través de la contención y/o la represión, que era su modo de gestionar aquellas poblaciones que provocaban “disturbios”. Traducían en abstención o uso de la fuerza los criterios políticos que los poderes Ejecutivo y Judicial –de manera alternativa o simultánea, y en ocasiones contradictoria– ordenaban; y también actuaban según parámetros propios. Mientras tanto, toleraban, resistían o sucumbían a la expropiación de su presente y su futuro, y también de sus cuerpos. Estas condiciones del servicio de los “más militares” de los gendarmes, algunas de ellas autogestionadas, constituyeron un frágil armazón para dar respuesta estatal a la propagación de la conflictividad post-2009 en el Gran Buenos Aires, que obedecía a situaciones de despidos, quiebras, usurpación de tierras, entre otras.
El bombo y la covacha
En un rincón de “la covacha”, una casilla construida por los propios gendarmes, colgaba un bombo de los que se utilizan en las movilizaciones políticas. Con paredes de chapas sostenidas por una estructura de ramas tomadas del bosque circundante, puerta de hierro y techo de lona y plástico, ese espacio de cuatro metros por nueve funcionaba como refugio y lugar de instrucción de la Sección de Empleo Inmediato (SEI), “la más militar” del Móvil Antidisturbios 6. Sobre la pared del fondo había un pizarrón y tres afiches blancos con indicaciones sobre procedimientos operativos. En el lateral izquierdo, una salamandra pequeña y un ventilador colgado de una viga de madera. Varias hileras de bancos donados por la cooperativa del Ministerio de Desarrollo Social, lindante con el móvil, ocupaban dos tercios de la covacha. La instalación eléctrica era obra de un gendarme que “sabe hacer de todo”. En el tercio restante del espacio, a la izquierda de la entrada, había herramientas, barretas y otros elementos para derribar puertas durante los allanamientos, escopetas antidisturbios y 15 escudos acomodados en hilera; sobre el lado derecho, solitario, aquel bombo.
“Es uno de nuestros souvenirs, lo dejaron abandonado cuando huyeron los de Cresta Roja, ellos también se llevaron uno de nuestros escudos de souvenir”, me explicó el teniente Daniel Leblon con una sonrisa irónica. Una suerte de justificación que intentaba apartar la sospecha de la confiscación lisa y llana. Aquel bombo era producto de un “trueque” más que botín de guerra: un objeto dejado atrás en la huida que provocó la represión a un grupo de trabajadores despedidos que había cortado una autopista, tomado a cambio de un escudo raptado en el alboroto. Era un souvenir valioso, que adornaba la covacha como un trofeo. El arquetipo de la liturgia política en su expresión pública, que acompaña los cánticos y reclamos populares. Un objeto voluminoso, perteneciente a esos manifestantes a quienes los gendarmes amenazan, enfrentan, contienen o reprimen, según las circunstancias. La sola posesión de ese instrumento se vivía como una señal de triunfo más allá del resultado del procedimiento, una victoria mínima en una espiral de conflictos inacabables.
El souvenir se utilizaba durante la instrucción diaria de la SEI para representar a los perturbadores del orden que estos gendarmes debían contener o reprimir. Ellos constituían el grupo “más militar” debido precisamente a su disciplina y su entrenamiento especial. “Somos la sección que actúa cuando los escuadrones se ven desbordados, o también en las zonas más débiles del escuadrón, en sus extremos”, me explicaba Daniel, indicando con gestos de sus manos la distribución espacial de los gendarmes durante un operativo. En cada extremo de la línea de choque, siempre hay un trinomio, es decir, un escudero que protege a dos escopeteros. Detrás de los trinomios avanza el resto de la SEI. Ellos son los únicos autorizados por la doctrina a portar armas de fuego, escopetas antitumultos y gases, además de estar facultados para detener: “Siempre aplicando la gradualidad. Nosotros solo podemos responder con armas de fuego si el oponente nos dispara con armas de fuego”.
Les atribuyen una mística especial, que algunos justifican por este mayor poder de fuerza. Los propios gendarmes tienen esa percepción sobre los integrantes de los destacamentos “móviles”: todos coinciden en que son los “más militares”. En los cursos diarios se “forjan el espíritu de cuerpo y la disciplina militar, que son muy importantes”, agrega Daniel. Al lado de la covacha está la “casa de fuego” –un entrevero hecho con palos y lonas que simula el laberinto de una villa– donde los gendarmes hacen instrucción. Los cursos son duros, exigentes; en palabras de Daniel: “Tratamos de probarlos, de llevarlos al límite para que puedan luego soportar los insultos, el cansancio y los golpes sin reaccionar”. Daniel me presentó a Pedro Ramos, el suboficial más antiguo encargado de la SEI, de quien destacó su firmeza y su antigüedad en la fuerza, así como la tarea compartida: “Con él cuidamos del personal, estamos atentos a sus problemas”. La SEI no solo entrena gendarmes. En 2017 preparó la unidad antidisturbios de la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA), cuyo bautismo de fuego llegó pocas semanas después, en diciembre de ese año, durante el operativo que reunió a todas las fuerzas federales en las inmediaciones del Congreso nacional para reprimir a una multitud que se oponía a la aprobación de la reforma previsional que reduciría los ingresos de jubilados y pensionados.
La covacha albergaba a solo 18 integrantes de la SEI, un número bastante menor a los 33 que indica la doctrina. Era también el sitio de apresto donde aguardaban la orden de servicio que los conduciría –junto con los otros integrantes del destacamento– a “despejar” la vía pública y “contener” o “reprimir” a los manifestantes. Ese espacio y ese tiempo que los miembros de la SEI pasaban alejados del resto de los integrantes del móvil se justificaban, a sus ojos, por su misión particular: ser la última ratio en el ejercicio de la fuerza, actuar cuando los escuderos y los bastoneros eran superados por los manifestantes. Debían forjar el “espíritu de cuerpo” para actuar como bloque y reducir posibles fisuras en el momento de disparar las escopetas con munición antitumultos o de arrojar gases lacrimógenos mientras escoltaban los camiones antidisturbios. Como ocurría en todos los móviles, los y las gendarmes de la SEI estaban organizados en cuatro escuadrones operativos de aproximadamente 90 miembros cada uno, más uno de apoyo llamado “Comando y Servicio”. Cada escuadrón se dividía a su vez en tres secciones de unos 30 integrantes, organizadas en tres grupos de unas nueve personas: cuatro escuderos, cuatro bastoneros y un encargado. Durante los operativos se disponían alternadamente: una fila de escuderos y, por detrás, una de bastoneros, que les servían de contención y apoyo. Si los escuderos flaqueaban, los bastoneros los tomaban del hombro; si se caían, los levantaban, y si resultaban heridos, los alejaban de la línea de choque. Los roles no eran flexibles: se entrenaban para una función o para la otra.
A diferencia de los otros cinco destacamentos que rondaban los 600 efectivos, el Móvil 6 contaba aproximadamente con 500, pues –como veremos– le costaba conservar el personal. Aun así, había que sostenerlo. El Móvil 1, ubicado en Campo de Mayo, al noroeste del Gran Buenos Aires, no alcanzaba a cubrir las demandas de la zona. Además del incremento de operativos destinados a negociar, contener o reprimir las protestas en el AMBA, el tráfico vehicular dificultaba el acceso a la zona sur y sureste de la ciudad desde Campo de Mayo y reducía la eficiencia del Móvil 1.
Volviendo al Móvil 6, se inauguró pocos meses después de la creación del Ministerio de Seguridad de la Nación, que tuvo lugar luego del fracaso de la Policía Metropolitana en el control de la toma del Parque Indoamericano en diciembre de 2010, operativo represivo que dejó un saldo de tres muertos. Un repaso somero de la historia de los destacamentos móviles permite captar mejor el sentido de su creación, ya que los otros cuatro móviles se crearon en los años setenta. En cuanto al Móvil 5, en 1995 fue desplazado desde la provincia de Río Negro a la ciudad de Santiago del Estero para ganar jurisdicción sobre el noreste y noroeste del país. En pleno auge del neoliberalismo, la tasa de desempleo comenzaba a crecer, la recesión iba en aumento y escalaban los cortes de ruta y las puebladas por las privatizaciones de YPF.[15] Fue en General Mosconi, al norte de la provincia de Salta –cuando el dinero destinado a los retiros voluntarios se había terminado y el gobierno nacional hizo oídos sordos a los reclamos–, donde el Móvil 5 reprimió ferozmente con munición letal. Sus integrantes aún recuerdan aquellos días dramáticos de junio de 2001, entre ellos el cabo Ernesto Lamas, por entonces gendarme, quien quedó acorralado en una balacera de fuego propio y ajeno, y temió no salir con vida. El miedo y la agresividad dejaron un tendal de dos muertos y 36 heridos. Uno de los fundadores del Móvil 5 aún en actividad comparó la época de los noventa y la actual, con la sabiduría de quien acepta los cambios: “Pero ahora hay mucha diferencia con como operábamos antes. Con 30 hombres antes era suficiente, enseguida usábamos escopetas, ahora no se puede”.
Del hospital a las piletas de Ezeiza
Aquel bombo, emblema de la liturgia peronista también usado por otras fuerzas políticas e incluso por los propios gendarmes en su protesta iniciática de octubre de 2012 (que analizaremos en detalle en el capítulo 4), dialogaba con el espacio que ocupaba el Móvil 6. Este se había emplazado sobre el terreno donde funcionan las piletas recuperadas por el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación. Ocupaba cuatro construcciones, antiguas cuadras (comedor, oficinas, alojamiento y sanidad) que en forma radial se proyectaban desde la única pileta no restaurada. Se trata del extenso predio diseñado, durante el primer peronismo, por el entonces ministro de Obras Públicas Eduardo Pistarini para la construcción del Aeropuerto Internacional de Ezeiza. Primero ocupó el edificio inaugurado en 1952 como sede de la antigua Escuela de Enfermería Eva Perón en el Barrio Uno, en un principio destinado a alojar a los empleados (civiles y militares) del flamante aeropuerto. Pero, para entonces, ya era el antiguo Hospital Interzonal de Ezeiza. De todos modos, el móvil debió cederle esa plaza a la Universidad Provincial de Ezeiza, que recibió financiamiento para restaurar el patrimonio arquitectónico emblemático de la época. Los gendarmes fueron ubicados detrás de los restos de una de las cuatro piletas de los bosques de Ezeiza.
La referencia a la precariedad de las instalaciones era invariablemente uno de sus primeros comentarios, como si necesitaran disculparse por el espacio físico que les habían asignado. “Estamos de prestado y no podemos hacer grandes inversiones, esto es del Ministerio de Desarrollo Social”, decía el comandante Ernesto Repetto. Mientras me acomodaba en los rincones disponibles para conversar, se disculpaba por no tener cómo refrescar o calefaccionar el ambiente. Durante el verano era mejor permanecer bajo los árboles. “No podemos poner aire acondicionado porque la instalación eléctrica no resiste y tampoco podemos tocar mucho porque no es nuestro […] con este techo de chapa, el calor en verano es terrible, y en invierno nos congelamos”, afirmaba el oficial a cargo del apoyo logístico, comandante Pedro Hernández.
Las instalaciones sanitarias, renovadas por el Ministerio de Desarrollo Social unos años antes, habían quedado inutilizadas por el salitre del agua de la zona. Como los depósitos de los baños no funcionaban, había que llenar baldes o palanganas con agua de la canilla y vaciarlos en los inodoros. Los gendarmes se lamentaban por la importante inversión que se había hecho, pero no veían manera de resolver el problema.
La precariedad y la transitoriedad del sitio divergían, para ellos, del predio contiguo usado por Desarrollo Social. Durante los gobiernos consecutivos de los presidentes Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner se habían recuperado dos de las cuatro piletas y se habían construido nuevas instalaciones bajo la denominación Centro Recreativo Ezeiza. Sin embargo, no había transporte público para acceder al predio porque los beneficiarios solían llegar en ómnibus contratados. En cambio, los y las gendarmes debían caminar 5 km desde la última parada de colectivos para llegar al móvil. Durante los días de semana, y sobre todo en invierno, era un lugar inhóspito. Para acceder desde la autopista Ricchieri, había que recorrer esa distancia por una calle bien pavimentada flanqueada por una tupida arboleda. Al llegar a un claro, se veían las dos piletas restauradas pintadas de celeste. Bordeando el sendero que circundaba la parte de atrás de las piletas, se llegaba a unos grandes tinglados de techos verdes, no en tan buen estado como los que usaba Desarrollo Social para recibir a niños, jóvenes y otros contingentes en el marco de sus políticas sociales. Esos tinglados, ubicados en el lugar menos visible y más inaccesible, eran el destacamento móvil más reciente. A lo largo del extenso recorrido no había ningún cartel que indicara su existencia, excepto uno muy pequeño, al costado de la guardia de acceso.
Pero al final del trayecto se avistaba el cemento añejo agrietado de una de las antiguas piletas sin restaurar. Una superficie gris oscura de un metro y medio de profundidad y una extensión de 1000 m2; y en el centro exacto, los restos de la fuente original. Ese era el suelo donde a diario, a las 8 de la mañana, formaba el escuadrón, se leía la orden del día y se cantaba “Aurora” mientras –fuera de la superficie de la ahora plaza de armas– dos gendarmes izaban la bandera. Todos los viernes, el sacerdote encargado de asistir, apoyar y acompañar a los gendarmes de la zona sur bonaerense daba allí mismo su misa antes de recorrer el predio para conversar con ellos.
El último móvil era parecido a otros, pero tenía algo “especial”, como afirmaban sus integrantes, sobre todo quienes conocían otros. Allí la precariedad y la incertidumbre definían la particularidad del servicio. Allí la disciplina militar funcionaba con mayor contundencia y agudizaba la opresión consentida por sus integrantes. El margen casi nulo para disponer del propio tiempo sin ser sancionados hacía de esa expropiación la marca de fuego del servicio al Estado. Esa expropiación los distinguía, y se erigía en una de las condiciones del control y represión contra los disturbios producidos por la fractura intermitente, pero sostenida, del trabajo industrial.
Esperar, aguantar, protestar
Llegó con dos hojas en la mano y se sentó frente a mí. Tenía los ojos enrojecidos. El cabo Roberto Melo –con diez años de antigüedad y ocho de servicio– era oriundo de Formosa, estaba en el Móvil 6 desde 2014 e integraba la SEI. Melo era hijo de un concejal del Movimiento de Integración y Desarrollo. No había querido trabajar con su padre porque la política no le gustaba, le parecía “muy inestable”. Le pregunté por los papeles que llevaba consigo. Me dijo que era una nota firmada por su jefe inmediato y por él, donde se notificaba de una sanción leve.
El motivo de la sanción: haber faltado al servicio sin aviso. Melo sabía que sería sancionado, pero priorizó a su familia. La primera hoja contenía su descargo: un informe donde explicaba que había solicitado permiso para acompañar a su mujer embarazada a un chequeo médico y que no lo habían autorizado, pero había decidido ir de todos modos, preocupado por un cuadro de anemia que presentaba ella. Melo había intentado conseguir los turnos para un mismo día, pero no había podido, y eso lo había llevado a ausentarse dos días esa semana, durante unas pocas horas cada vez. Habló con el suboficial, y este le dijo que ya sabía que si faltaba iban a sancionarlo. Roberto decidió no seguir el procedimiento para presentar un recurso. “No quiero insistir, porque puede ser peor, puede que me den más días por no cumplir una orden”. No se quejaba, decía no tener bronca, sino molestia: “Por una parte molesta, porque cuando hay que estar y trabajar estoy. Al final, solo falté dos horas y no afecté al servicio. También molesta porque afecta mi carrera. En mi promoción somos 800, uno o dos puntos juegan en el ascenso”.
Cada unidad de la Gendarmería gozaba de un régimen horario variable, ajustado a las necesidades del servicio y ordenado por su comandante. Los destacamentos móviles no escapaban a esta organización del tiempo. El horario variaba según la localización geográfica del móvil y la problemática de su jurisdicción. Pero en todos existían horarios de entrada y de salida. Así, por ejemplo, el personal del Móvil 5 de Santiago del Estero ingresaba a las 7 de la mañana y se retiraba a las 14 horas, excepto quienes estaban de guardia (el 30% de los efectivos) y lo mismo ocurría con el Móvil 4 de General Acha, en La Pampa, o el 3 de Jesús María, en Córdoba. Todos estos móviles contaban además con un grupo que estaba en comisión, y al que se movilizaba especialmente por episodios puntuales o bien por conflictos potenciales o latentes.
Pero el Móvil 6 era muy particular, aseguraban los gendarmes. Hernán Reyes, un cabo de 33 años con diez de servicio que había estado destinado varios años en el Móvil 4 de General Acha, comentaba:
Allá entrábamos a las 7 y salíamos a las 14 horas si no teníamos servicio, y cobrábamos comisión si nos movilizaban. ¡Acá no! Vivís trabajando, sos un esclavo laboral. Hoy entramos a las 7 y nos vamos a las 11 de la noche y yo mañana tengo que estar en un servicio en Lomas… Tuve muchos problemas con mi mujer, ella no quería venir. Pero yo le dije que tenía que acompañarme, que quería estar con mis hijos… Tengo muchas discusiones con ella porque no estoy nunca en mi casa. Estoy más acá que con mi familia.
Hernán había protagonizado el conflicto de octubre de 2012 y recibido sanciones por eso. Él defendía aquella protesta. Los miembros de su promoción habían sido tildados de “gremialistas” por haber participado en Jesús María...

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