Comienzo a escribir el 20 de mayo de 1922 en Ráivola (Finlandia).
Sin lugar a dudas no lamento haber besado, comido, haber visto el sol; lamento haberme acercado y haber procurado entrar en vereda mientras todo rodaba sobre el carril fijo. Lamento haber guerreado en Galitzia, haber bregado con los blindados en Petersburgo, haber luchado en el Dniéper. No he cambiado nada. Ahora, sentado ante la ventana y observando la primavera que transcurre delante de mí sin preguntarme qué tiempo debería ofrecer mañana, porque no necesita de mi permiso (tal vez porque no soy de aquí), estoy pensando que de la misma manera debería dejar pasar ante mí la revolución.
Cuando caes como una piedra, no debes pensar, cuando piensas no debes caer como una piedra. He mezclado los dos oficios.
Las razones que me movían estaban fuera de mí.
Las razones que movían a otros estaban fuera de ellos.
No soy otra cosa que una piedra que cae.
Una piedra que cae y que al mismo tiempo es capaz de encender una farola para poder seguir su trayecto.
A mediados del mes de enero de 1918 regresé del norte de Persia a Petersburgo. Qué hacía yo en Persia quedó escrito en mi libro Revolución y frente.
La primera impresión: cómo se entusiasmaron con el pan blanco que traía.
Y luego: la ciudad estaba como ensordecida.
Igual que tras una explosión, cuando ya todo es nada, solo puro desgarro.
Como el hombre al que la explosión ha arrancado las entrañas y que, sin embargo, todavía sigue hablando.
Imagínense una comunidad de gente en ese trance.
Sentados y conversando. Si no, estarían aullando.
Esa fue la impresión que me causó Petersburgo en 1918.
La Asamblea Constituyente, dispersada.
El frente, inexistente. Todo en general, patas arriba.
La vida cotidiana, aniquilada; no quedaban más que escombros.
No vi el Octubre, no vi el estallido, si es que lo hubo.
Me metí directamente en el agujero.
Fue entonces cuando vino a verme el enviado de Grigori Semiónov.
A Grigori Semiónov lo había visto antes en Smolny.
Es un tipo bajito en guerrera y zaragüelles que le quedan como si no fueran suyos, de frente deprimida, con anteojos sobre la nariz menuda, poquita cosa todo él. Habla sentenciosamente con voz de tiple. Sermonea con esa voz de tiple. Frunciendo el breve labio superior.
Un hombre limitado, solo apto para la política. No sabe hablar. Por ejemplo, te ve con una mujer y te pregunta: «¿Es la mujer que ama?». Falta vida en sus palabras, siempre de tono oficinesco: «Por la presente declaramos». No sé si me explico. Si no, vayan, pues, a charlar con Semiónov; no les defraudará.
A lo que iba, vino un hombre y me pidió:
—Recompónganos la sección de coches blindados, nos han dejado hechos cisco, estamos recogiendo los huesos.
Era cierto, no estaban para nada.
Los destacamentos ni se presentaron en las manifestaciones de apoyo a la Asamblea Constituyente.
No fue más que una unidad pequeña de quince personas con la pancarta: «El comando de escuchas saluda a la Asamblea Constituyente».
Mientras tanto, desde hacía varios meses avanzaba hacia Petersburgo a paso de tortuga una división blindada de unos diez vehículos.
Se arrastraba sigilosa, poco a poco, con una idea fija: llegar a Píter justo para el momento de la convocatoria de la Asamblea Constituyente.
No trabajé en aquella división. En la nuestra había posibilidad de conseguir los vehículos. Pero no había personal, no había nadie para llamar a nadie.
Así pues, los vehículos que la gente esperaba no salieron. Hablaron, discutieron y no decidieron dar órdenes.
Una pancarta atravesaba la calzada: «Viva la Asamblea Constituyente». La gente caminaba tras ella, llegó hasta la esquina de la calle Kírochnaia con la avenida Litéi...