Memorias de un primate
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Memorias de un primate

Robert Sapolsky

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Memorias de un primate

Robert Sapolsky

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En la tradición de Jane Goodall y Dian Fossey, Robert Sapolsky, uno de los divulgadores científicos más reconocidos en la actualidad, cuenta la fascinante historia de cómo dejó las comodidades de la universidad para compartir durante más de dos décadas su trabajo de campo con una tropa de traviesos babuinos en la sabana africana. Sólo un joven idealista podía aterrizar en el corazón de Kenia esperando encontrar ahí una versión animada de lo que había visto y estudiado hasta entonces en el Museo de Ciencias Naturales de Nueva York.Memorias de un primate combina serias observaciones científicas con comentarios irónicos sobre los desafíos y placeres de la vida en la selva del Serengueti. Sapolsky sobrevive a atrocidades culinarias y surrealistas encuentros a punta de pistola, mientras da buena cuenta de la invasión de la mentalidad turística en los vestigios más remotos del África virgen. Durante su investigación sobre las alteraciones en el sistema nervioso de los primates enfrentados a situaciones de estrés, se enamora perdidamente de estos animales, a primera vista agresivos y bastante antipáticos, y regresa a ellos verano tras verano. Aislado en la sabana, sin luz y sin agua, pero con el humor y la curiosidad siempre bien dispuestos, Sapolsky se convierte en un agudo observador de la fauna animal y humana del lugar.

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01
Los babuinos: las generaciones de Israel
Me incorporé a la manada de babuinos a la edad de veintiún años. No tenía previsto convertirme en babuino de la sabana cuando fuera mayor; lo que quería era ser un gorila de la montaña. Siendo un niño en Nueva York, no hacía más que rogar y engatusar a mi madre para que me llevara al Museo de Historia Natural, donde me pasaba horas contemplando los dioramas africanos y soñando con vivir en uno de ellos. Por supuesto, ser una cebra y atravesar las praderas a toda velocidad tenía su encanto, y algunas veces imaginaba que dejaba atrás el endomorfismo de mi niñez y me convertía en una jirafa. Durante un tiempo, me entusiasmó la utopía colectivista que subyacía en las arengas de mis viejos parientes comunistas y decidí que, cuando creciera, sería un insecto social. Una hormiga obrera, naturalmente. Cometí el error de confesar mis planes en una redacción escolar sobre mi futuro proyecto vital y la maestra se apresuró a escribirle a mi madre para expresarle su preocupación al respecto.
Sin embargo, cada vez que visitaba las salas del museo dedicadas a África, siempre volvía al diorama del gorila de montaña, que había despertado en mí algo atávico cuando lo había visto por primera vez. Mis abuelos habían muerto mucho antes de que yo naciera y me parecían tan lejanos e irreales que habría sido incapaz de identificarlos en una foto. Atrapado en el vacío creado por aquella ausencia, decidí que un ejemplar auténtico del enorme gorila macho de lomo plateado y aspecto protector que había en la vitrina sería un buen sustituto para aquellas figuras familiares. A partir de aquel momento empecé a pensar que vivir con un grupo de gorilas en las montañas de la selva africana era el mejor refugio imaginable.
Antes de cumplir los doce años escribía cartas a los primatólogos a los que admiraba y a los catorce ya leía manuales sobre el tema. Mientras estaba en el instituto, me las arreglé para conseguir diversos empleos en el laboratorio de primates de una facultad de medicina, y en última instancia me ofrecí para trabajar como voluntario en lo que para mí era la Meca de la especialidad: la sección de primatología del Museo de Historia Natural. Incluso obligué al director del departamento de lengua del instituto a buscarme un curso por entregas de swahili para prepararme para el trabajo de campo que pensaba realizar en África. Por último, fui a la universidad a estudiar bajo la dirección de un experto en primatología. Todo parecía ir viento en popa.
Sin embargo, en la universidad cambiaron algunos de mis intereses académicos y empecé a sentirme atraído por una serie de cuestiones científicas a las que no podía responder mediante la observación de los gorilas. Necesitaba estudiar una especie que viviera en el espacio abierto de las praderas y que tuviese una organización social distinta, una especie que no se encontrara en vías de extinción. Los babuinos de la sabana, que hasta entonces no habían despertado en mí el menor entusiasmo, se convirtieron en la opción más lógica. Hay momentos en la vida en los que uno tiene que ceder; todos los niños no pueden ser presidentes, estrellas del béisbol o gorilas de la montaña. Así que decidí unirme a la manada de babuinos.
Me incorporé a la manada durante el último año del reinado de Salomón. En aquella época había otros miembros destacados en el grupo como Lía, Débora, Aarón, Isaac, Noemí y Raquel. No tenía previsto dar a los babuinos nombres del Antiguo Testamento. Ocurrió sin más. Cuando un nuevo macho adulto abandonaba la manada en la que había crecido e ingresaba en otro grupo, el animal pasaba varias semanas dudando sobre si su estancia tendría un carácter permanente. Durante ese tiempo, yo también dudaba sobre la conveniencia de bautizarlo y en mis notas me refería a él como el Nuevo Adulto Transferido o N.A.T. o Nat, que se había convertido en Natanael cuando el animal decidía que quería quedarse para siempre. El nombre originario de Adán fue MAI, siglas correspondientes a macho adulto recién incorporado. Y la cría a la que llamaba SML para abreviar se transformaba para mí en Samuel. A aquellas alturas me di por vencido y empecé a repartir profetas, matriarcas y jueces a diestro y siniestro. De vez en cuando aún optaba por algún nombre puramente descriptivo: Gums (encías) o Limp (cojera). Y dado que, como científico, todavía estaba demasiado inseguro para publicar artículos de carácter técnico en los que figurasen dichos apelativos, asigné un número a todos los animales. Pero el resto del tiempo disfrutaba poniéndoles nombres bíblicos.
Siempre me han gustado los nombres del Antiguo Testamento, pero como sabía que no sería capaz de castigar a un hijo mío llamándole Abdías o Ezequiel, me encantó poder hacerlo con los sesenta babuinos de la manada. Además, era evidente que aún me irritaba pensar en los años que había pasado acarreando libros de Time-Life sobre el tema de la evolución para enseñárselos a mis profesores de la escuela hebrea, que palidecían ante tamaño sacrilegio y me obligaban a guardarlos de inmediato; era una dulce venganza asignar los nombres de los patriarcas a un puñado de babuinos de las llanuras africanas. Y, con una cierta dosis de esa perversidad que sospecho que impulsa muchos de los actos de los primatólogos, esperaba con impaciencia el día en que pudiera anotar en mi cuaderno de campo que Nabucodonosor y Noemí estaban follando entre los arbustos. Quería estudiar las enfermedades relacionadas con el estrés y su influencia en el comportamiento. Sesenta años antes, un científico llamado Selye1 había descubierto que las emociones pueden afectar a la salud, una tesis que los médicos de la corriente oficialista encontraron absurda: la gente se había acostumbrado a la idea de que los virus, las bacterias, los agentes cancerígenos y demás pudieran causar enfermedades, pero lo de las emociones era otro cantar. Selye había descubierto que cuando se sometía a un grupo de ratas a todo tipo de alteraciones de carácter puramente psicológico, los animales acababan enfermando. Les salían úlceras, sus sistemas inmunológicos se colapsaban, dejaban de reproducirse y les subía la presión sanguínea. En la actualidad sabemos exactamente lo que les ocurría: acababa de descubrirse la enfermedad provocada por el estrés. Selye demostró que una persona padecía estrés cuando su organismo se desequilibraba al sufrir alteraciones de tipo físico o emocional y que, si dicho estado se prolongaba demasiado, el individuo enfermaba.
Este último punto ha sido corroborado de forma incuestionable en repetidas ocasiones: el estrés es el responsable de muchos de los trastornos que padece el organismo y desde la época de Selye se han documentado numerosas enfermedades que pueden empeorar por culpa del mismo. Diabetes, atrofia muscular, presión sanguínea elevada, arteriosclerosis, dificultades del crecimiento, impotencia, amenorrea, depresión, descalcificación ósea. Todo lo habido y por haber. Mi trabajo de laboratorio consistía en estudiar si, además de provocar todas las afecciones anteriores, el estrés es capaz de destruir un tipo concreto de células cerebrales.
Parecía un milagro que estuviéramos vivos, pero lo cierto es que lo estábamos. Decidí que, aparte de mi investigación de laboratorio sobre las neuronas, quería estudiar el lado positivo de la cuestión y averiguar por qué unas personas resisten mejor el estrés que otras, por qué algunos organismos y algunas psiques hacen frente a la tensión mejor que otros y si ello tiene algo que ver con la clase social a la que uno pertenece, con el hecho de tener una familia extensa, de salir por ahí con los amigos, de jugar con los hijos, de enfurruñarse cuando se está disgustado por algo o de encontrar a alguien con quien desahogarse. Decidí profundizar en todas aquellas cuestiones mediante el estudio de los babuinos salvajes.
Eran los animales perfectos para aquel tipo de investigación. Los babuinos viven en grandes grupos de compleja estructura social y los miembros del grupo que tenía previsto estudiar vivían como reyes. Gran ecosistema, el de Serengeti. En el territorio de Marlin Perkins hay hierba, árboles y animales en abundancia.2 Los babuinos dedican unas cuatro horas diarias a alimentarse y apenas tienen predadores. En general, los babuinos disponen de unas seis horas diarias de luz solar para dedicarlas a mortificar a sus congéneres. En nuestra sociedad ocurre lo mismo: hay pocas personas que padezcan hipertensión por motivos físicos, a los humanos ya no nos preocupan las hambrunas ni las plagas de langosta ni el hecho de que puedan despedirnos por tener una bronca con el jefe en el aparcamiento al salir de la oficina. Nuestras condiciones de vida son lo bastante buenas para permitirnos el lujo de enfermar únicamente por culpa de alteraciones de tipo social o psicológico. Que era precisamente lo que les sucedía a aquellos babuinos.
Así pues, decidí estudiar el comportamiento de los babuinos en su propio ambiente y ver quién hacía qué y con quién: sus peleas, sus citas y amistades, sus alianzas y sus escarceos amorosos. Luego los inmovilizaría mediante unos dardos anestésicos y comprobaría cómo afectaba todo aquello a sus organismos: observaría su presión sanguínea, sus niveles de colesterol, el tiempo que tardaban sus heridas en cicatrizar y los valores que presentaban las hormonas relacionadas con el estrés. Quería saber qué relación había entre las diferencias conductuales y psicológicas de los animales y el funcionamiento de sus organismos. Finalmente, opté por estudiar únicamente a los machos. No quería anestesiar a las hembras embarazadas o que estuvieran amamantando a sus crías, actividades a las que destinan la mayor parte de su tiempo. Por consiguiente, me instalé con los machos y decidí conocerlos a fondo.
Corría 1978. John Travolta era el ser humano vivo más importante, los trajes blancos se extendían por nuestro orgulloso país como un reguero de pólvora y era el último año de reinado de Salomón, un animal bondadoso, sabio y justo. En realidad, lo que acabo de decir es una tontería, pero por aquel entonces yo era un macho recién incorporado joven e impresionable. No obstante, se trataba de un babuino de aspecto bastante imponente. La pasión de los manuales de antropología por los babuinos de la sabana y su macho dominante, el macho alfa, databa ya de varios años. Según los libros, los babuinos eran primates de compleja estructura social que vivían en las praderas, se organizaban para buscar alimento y poseían un sistema jerárquico articulado en torno al macho alfa, que era el encargado de llevar a la manada hasta la comida, encabezar la búsqueda de alimentos, defender al grupo de los depredadores, mantener a raya a las hembras, cambiar las bombillas, arreglar el coche, etc. Los manuales estaban deseando decir, y a veces incluso lo hacían, que eran idénticos a nuestros antepasados humanos. Como es lógico, la mayor parte de las afirmaciones anteriores resultaron ser falsas. Las salidas en busca de alimento eran auténticas batallas campales. Por otra parte, el macho alfa no podía conducir a la manada hasta la comida en los momentos críticos, ya que era precisamente entonces cuando no sabía adónde ir. A diferencia de las hembras, que permanecían toda la vida en la misma manada, los machos se incorporaban a ella durante la adolescencia. Por lo tanto, eran las hembras de más edad las que se acordaban de que un determinado olivar se encontraba más allá de la cuarta colina. Cuando los depredadores atacaban, el macho alfa se metía de lleno en la pelea para defender a una cría. Pero sólo si estaba absolutamente seguro de que al que estaban a punto de zamparse era hijo suyo. De lo contrario, se encaramaba a lo más alto del árbol para observar el combate desde un lugar seguro. Para que luego hablen de Robert Ardrey y la antropología de los años sesenta.
Sin embargo, dentro del mundo reducido, limitado, egoísta, irreflexivo y mezquino de los babuinos macho, ser el macho alfa era algo fantástico. Puede que no fueras realmente el líder de la manada, pero podías aparearte más o menos con la mitad de las hembras, sentarte a la sombra cuando hacía calor y saborear la mejor comida sin apenas mover un dedo, con sólo quitársela a otro de la fiambrera. Y en todas aquellas actividades Salomón no tenía competidor. Hacía tres años que era el macho alfa de la manada, un periodo larguísimo para cualquier macho. El estudiante de posgrado que había estado con la manada antes que yo me contó que Salomón había sido un luchador astuto y feroz en la época en que derrotó a su predecesor, pero cuando llegué yo (y le puse en secreto el nombre de Salomón: no revelaré nunca el aburrido número de identificación que figura en las publicaciones), el animal ya era viejo, se había dormido sobre sus laureles y únicamente seguía en su puesto gracias a su dominio de la intimidación psicológica, en la que era un verdadero experto. Llevaba un año sin participar en una pelea seria. Se limitaba a echar una mirada al individuo en cuestión, abandonaba su pose regia, se aproximaba a él lentamente y, a lo sumo, le pegaba un guantazo. Aquello bastaba para zanjar la cuestión. Todo el mundo le tenía miedo. Una vez me pegó un manotazo, me tiró de la piedra a la que estaba encaramado e hizo añicos los prismáticos que me habían regalado antes de salir para África. A raíz de aquello, le cogí tanto miedo como los demás y renuncié a todos los planes que había hecho para competir con él por el puesto de macho alfa.
Salomón se pasaba la mayor parte del tiempo holgazaneando con las numerosas crías de cuya paternidad estaba seguro (por ejemplo, porque nadie más se había acercado a una hembra determinada durante el ciclo en que se había producido la concepción), robando tubérculos o raíces que otros hubieran arrancado, espulgándose y apareándose con las hembras que acababan de entrar en celo. La última hembra de la manada en pasar por la piedra había sido Débora, hija de Lía, que probablemente era la mayor del grupo, la hembra alfa, y un hueso muy duro de roer. Los machos suben y bajan de categoría a lo largo del tiempo, a medida que los jóvenes alcanzan la edad viril y alguien les parte los colmillos y los deja fuera de combate. En cambio, las hembras heredan la categoría social de sus madres: la mayor adquiere el rango materno, la siguiente, un grado menos, y así sucesivamente hasta llegar a la siguiente familia en orden de importancia. De ahí que Lía hubiera ocupado la cima de aquella estructura piramidal por lo menos durante un cuarto de siglo. Lía hostigaba a Noemí, que tenía más o menos su edad y era la matriarca de una familia de un nivel muy inferior. La vieja Noemí buscaba un buen sitio a la sombra y se sentaba a descansar un poco a mediodía y Lía se ponía a pegarle hasta que la echaba de allí. Sin perder la calma, Noemí buscaba otro sitio en el que sentarse e, incapaz de contenerse, Lía volvía a la carga una y otra vez. Me maravillaba el carácter ancestral del proceso. Unos años antes, Jimmy Carter hacía footing en la Casa Blanca, la gente compraba piedras para tenerlas como mascota y trataba de parecerse a Farrah Fawcett-Majors mientras la envejecida Lía le hacía la vida imposible a Noemí. Mucho antes, había tenido lugar la matanza de My Lai, la gente llevaba pantalones acampanados y bailaba en camas de agua y Lía, que por entonces estaba en la flor de la vida, obligaba a Noemí a espulgarla. Antes de eso, Lyndon B. Johnson mostraba la cicatriz que tenía sobre la vesícula mientras una Lía adolescente esperaba a que Noemí se echara a dormir la siesta para fastidiarla. Y allá por la época en que la gente aún protestaba por la ejecución de los Rosenberg y yo estaba sentado en el regazo de mi abuela esperando a que nos fotografiaran con una cámara barata en la residencia de ancianos en la que vivía, la pequeña Noemí había tenido que darle a Lía la rama con la que estaba jugando. Y a aquellas alturas, eran dos ancianas decrépitas que seguían jugando a las sillitas en plena sabana.
Lía había dado a luz a todo un ramillete de hijos robustos y seguros de sí mismos. Existen varias especies de animales sociales en los que tanto los machos como las hembras optan por trasladarse a un grupo social diferente al llegar a la pubertad, en lo que parece ser un mecanismo destinado a evitar el incesto. Entre los babuinos, son los machos los que sienten ese anhelo indefinible de conocer mundo y los hijos de Lía estaban haciendo estragos en las manadas de todo el noreste de Serengeti. Débora era la primera hija que había tenido en bastante tiempo, quizá la única que pudiera tener en toda su vida. Estaba a punto de alcanzar la pubertad y Salomón estaba loco por ella. Débora era sumamente deseable para cualquier babuino macho. Estaba bien alimentada, gozaba de buena salud y en consecuencia tenía muchas posibilidades de concebir y de concluir un embarazo con éxito. Y cuando el pequeño naciera, nadie se metería con él; saldría adelante. Desde el punto de vista de la teoría evolucionista, según la cual conviene dejar el mayor número posible de copias de los propios genes en las generaciones...

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