Desarrollo cognitivo y educación
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Desarrollo cognitivo y educación

J.S. Bruner

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  1. 280 pages
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Desarrollo cognitivo y educación

J.S. Bruner

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El presente volumen selecciona los trabajos más representativos en la problemática del desarrollo y la educación que Bruner (uno de los más grandes psicólogos de nuestro siglo) ha ido elaborando en su larga y muy fructífera trayectoria intelectual. El sentido de la diversidad de los textos que aparecen aquí compilados radica en la estrecha convergencia existente en Bruner entre sus concepciones evolutivas y sus puntos de vista educativos; hasta tal extremo que sus teorías sobre el desarrollo se entienden mejor a la luz de sus ideas sobre educación y viceversa. El libro se divide en tres partes: la primera contiene trabajos centrados en el desarrollo cognitivo, resaltando en ellos de manera muy especial el papel formador y estructurante de la cultura, así como la crucial responsabilidad de la escuela en la concreción del perfil de desarrollo intelectual de los alumnos. Los textos de la segunda parte abordan una amplia diversidad de cuestiones relacionadas con la educación, desde una explicitación minuciosa de cómo su misión consiste en llevar al individuo -más allá del desarrollo dado- en cada momento de su evolución, hasta tomas de postura ante la problemática de las reformas educativas, de los programas llamados compensatorios... Finalmente, el volumen se cierra con un ensayo autobiográfico en donde se ponen de manifiesto no sólo la trayectoria intelectual del autor, sino también su perfil humano, su extraordinaria cultura, su prosa cuidada, su ingenio, su gusto por el trabajo en equipo, sus relaciones con Piaget, Luria, Tajfel, Chomsky, Allport, Jakobson y con tantos otros clasicos de nuestro tiempo.

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Information

Year
2018
ISBN
9788471128713
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Autobiografía
Al iniciar esta aventura autobiográfica, albergaba la esperanza de poder amalgamar los aspectos más personales, tempranos y “primitivos” de mi vida con otros menos personales, y más intelectuales y propiamente cronológicos. Pero he aquí que esta empresa ha resultado curiosamente semejante a la construcción de mitos. Uno termina inevitablemente por hacer que todo parezca más “razonable” o “compatible” que explicable. Es muy “razonable” que aquel que ha nacido ciego y no ha alcanzado el don de la visión hasta la edad de 2 años se interese primordialmente por la parcela de la psicología que estudia la percepción, manteniendo ese interés durante toda su vida. ¿Por qué, entonces, no me dediqué a estudiar el fenómeno de la ceguera (¿será un desplazamiento?) o, más aún, por qué utilicé el estudio de la percepción como vía de acceso hacia la investigación sobre la motivación y el conocimiento? También con esto puede fabricarse un mito, basado esta vez en antecedentes culturales. Tal vez fuera el escepticismo característico de la tradición judeo-cristiana lo que hizo que optara por el estudio de la relación entre la apariencia y la realidad y de la capacidad del hombre para engañarse a sí mismo, en lugar de adherirme al postulado helénico de que el hombre es la medida de todas las cosas. ¿Acaso esta semilla de escepticismo arraigó en un terreno abonado por una cultura judía seglar y laica? Quizá. Finalmente, me encuentro a mí mismo situado en una postura no muy distinta de la que defiende la corriente literaria de la Nueva Crítica: vale más entender un poema como una entidad, como un producto en sí mismo, que como un fruto que crece de la espesura de la vida psíquica del poeta. No es que no crea en la “psicohistoria” o en el lado psicológico de la autobiografía intelectual. Considero, en cambio, que el esfuerzo por entender el tejido que forman nuestras ideas (sea a través de nuestra propia experiencia del psicoanálisis o echando una mirada retrospectiva desde el presente) no se ve recompensado por el hecho de bucear en nuestras raíces personales. Una vez florecidas, las ideas tienen realidad propia. Tal vez fuera esto mismo lo que pretendía decir Yeats cuando, a edad avanzada, escribió estos versos:
Players and painted stage took all my love
And not those things that they were emblems of
**
Permítame el lector presentar un ejemplo concreto. Recuerdo que en mis tiempos de estudiante universitario, y a requerimiento del ya anciano William McDougall, leí las conocidas reflexiones de Stout acerca de la sensibilidad anoética: ¿es la percepción algo autónomo, involuntario, independiente del resto del funcionamiento de la mente, o es instrumento de la voluntad el percibir o conocer acontecimientos concretos con un fin predeterminado? Por aquel entonces tenía yo 21 años, una edad en la que la lectura comienza a ser una actividad más reflexiva que proporciona un reposado placer. Recuerdo la huella que dejó en mí el dilema de si el conocimiento debe concebirse como algo relativo y selectivo o si, por el contrario, nos alcanza de modo inevitable, al igual que la lluvia. ¿Por qué me pareció entonces un problema tan apasionante? ¿Era yo un hijo de mi época, receptivo a la doctrina relativista, tan en boga por aquel entonces? Tal vez. De hecho, había asistido a una conferencia de Margaret Mead, e incluso tuve la oportunidad de charlar con ella, quedando encantado. ¿O era un problema de ceguera? ¿O tal vez me dejé llevar por la fuerza y el ingenio con los que Stout defendía su tesis contra la sensibilidad anoética? ¿O quizá el judío que llevaba dentro estaba buscando la forma de rechazar todas las tradiciones heredadas, vistas como simples prejuicios de fanáticos? ¿O acaso todo se debía a la postura progresista que muchos jóvenes habían adoptado con motivo de la Guerra Civil española, y que te llevaba a asumir el punto de vista de que el conocimiento era algo que los poderosos creaban a su antojo y luego inculcaban en los oprimidos como si fuera algo evidente? Tenía un amigo que así lo creía. Se llamaba Sheldon Harte y era una bellísima persona; para sorpresa de todos, terminó de guardaespaldas de Trotsky en su exilio mexicano, y, como él, fue asesinado. No tengo la menor idea de si algunos de estos motivos, o quizá otros más profundos, me llevaron a adoptar los puntos de vista que luego defendí, como tampoco sé por qué razón me impresionó tanto y me reveló tantas cosas la metáfora platónica del prisionero en la caverna. Lo único que sé es que una vez que ciertas premisas iniciales fueron tomando forma, el desarrollo de las ideas y de su lógica particular empezaron a cobrar vida de manera tan inexorable como los “actores y escenarios” del verso de Yeats.
Así pues, voy a recurrir lo menos posible a las explicaciones psicologizantes de mi psicología. Quizá sea que no me entiendo a mí mismo tanto como debiera, pero Dios sabe que no es por falta de ganas. Soy consciente de haberme inclinado en una dirección en lugar de otra, aunque no sé por qué. En una ocasión, Kenneth Spence me dijo que si hubiera acudido a él para formarme como investigador, me habría convertido en un “teórico del conductismo” de primera magnitud. Ahora sé que estaba equivocado.
Isaiah Berlin escribió un magnífico librito que comenzaba con la siguiente parábola de Aristarco: “El zorro sabe muchas cosas. El erizo sólo sabe una muy importante”. Por mi temperamento, soy un zorro en lo que se refiere a la psicología. De eso estoy seguro.
Nací el 1 de Octubre de 1915 en Nueva York. Mi padre era un próspero fabricante de relojes y dirigía su negocio con tal dedicación que ni siquiera después de su muerte, acaecida cuando yo tenía 12 años, padecí estrecheces económicas, pues tuvo el buen juicio de dejar un fondo destinado a cubrir los gastos de mi educación; ésta quedaba, pues, asegurada al margen de las condiciones económicas familiares. Era hombre ingenioso y de convicciones no poco arraigadas. Se había trasladado a Norteamérica desde una región de Polonia que había pertenecido alternativamente a Rusia y a Austria, llegando al nuevo continente al inicio de su madurez sin amigos ni fortuna, prófugo del Ejército Imperial del Zar. Era un judío descreído para quien la religión no era sólo un opio, sino también cultivo de la hipocresía. Creyó que América podía suponer, no sólo para él, sino para el mundo entero, un nuevo comienzo. Creía en la energía, el esfuerzo y los grandes ideales, al igual que la Ethical Culture Society (Sociedad de la Cultura Etica), grupo al que admiraba, pero al que jamás llegó a pertenecer. Vivíamos en una próspera localidad próxima a Nueva York, Far Rockaway (que en la actualidad ha sido prácticamente engullida por los barrios periféricos de esta urbe). Recuerdo que a mis 8 años mi padre me mandaba a veces al pueblo a comprar el New York Sun (los días por lo demás poco frecuentes, que no tomaba el tren de las 8:12 para ir a “la ciudad”). Un día volví a casa con el York Journal, un periódico de Hearst. Entonces me llevó a su despacho y me dijo, con gesto grave, que no volviera jamás a traer ese periódico a casa, porque para vender sus periódicos, William Randolph Hearst había engañado a los norteamericanos involucrándolos en una guerra contra España, con lo que todos los muertos en esa guerra deberían pesarle en la conciencia. Mi madre, Rose, que se casó con mi padre sólo un año antes de que abandonaran Europa, había estado casada antes, aunque su matrimonio había concluido abruptamente al morir su esposo durante un viaje de negocios a Berlín, mientras mi madre se hallaba en su sexto mes de embarazo. Mis padres tuvieron una niña poco después, llamada Min, que me lleva 14 años y que, en un sentido nada figurado, fue una auténtica madre adoptiva para mí.
A la familia formada por el matrimonio de mis padres más mi hermanastro y mi hermana mayor se le agregó otro miembro, mi hermana Alice nacida por sorpresa 12 años después de que la familia quedase supuestamente “completa”. Mi madre tenía la firme creencia de que los niños deberían criarse por pares. Por eso he de concluir que mi nacimiento fue planeado (nací 2 años más tarde) y resultó de una hipótesis.
Mi infancia fue bastante despreocupada. Me pasaba el tiempo jugando con mis amigos, leyendo y correteando por las marismas de la costa meridional de Long Island. Mi madre estaba preocupada por la salud de mi hermana y también por la mía, aunque, como tuve ocasión de comprobar años más tarde, le pesaba la obligación de criar otra pareja de niños. Aunque para ello no le faltaba ayuda, tenía a su cargo un caserón que más parecía un santuario, a juzgar no sólo por la cantidad de gatos y perros que lo poblaban, sino por los extraños acompañantes callejeros que se les habían ido sumando. El recuerdo de Europa se hallaba siempre presente. Mi padre se había asociado con su hermano, a la sazón fabricante de cajas para relojes de pulsera, quedando encargado de procurar la maquinaria, que traía de una fábrica de Suiza, país al que viajaba con frecuencia. Recuerdo perfectamente la emoción que sentía cada vez que le veía partir, y hasta hoy mismo nombres como Leviathan, Aquitania, Homeric y Berengaria evocan en mi memoria escenas invernales de buques zarpando de los enormes muelles de North River, en el puerto de Nueva York. De cuando en cuando llegaban de Polonia, Alemania, Francia e Inglaterra primos lejanos que viajaban a los Estados Unidos en busca de trabajo (solían quedarse a trabajar para mi padre) o de visita.
Al morir mi padre, en aquel gélido Febrero de 1927, después de soportar un cáncer durante un año, época en la que llegué a conocerle mucho mejor que cuando estaba sano y entregado a su trabajo, sufrí un durísimo golpe. Siempre me había tratado como a un amigo; solíamos hablar de sus lecturas y él escuchaba y respetaba mis opiniones, hasta el punto de que me las presentaba de tal modo que yo mismo llegaba a admirarlas mucho más de lo que merecían. Al verse libre de las obligaciones domésticas, del cuidado de los niños y de las labores de anfitriona tras la muerte de mi padre, mi madre organizó su vida de otra manera. Nos mudábamos con frecuencia, pasando los inviernos en Florida, al principio con toda clase de lujos y más tarde, tras la crisis de la Bolsa, con algunas privaciones. Durante el bachillerato asistí a seis escuelas distintas y fui desarrollando una progresiva afición por los deportes náuticos (“este chico siempre anda haciendo trastadas en esos botes”). A la edad de 16 años ingresé en la Universidad de Duke, listo para enfrentarme a la vida por mis propios medios. En cuanto a mi afición por el agua, nunca he llegado a saber cómo me convertí en una “rata de agua”, pero con el tiempo esta pasión mía se fue haciendo funcionalmente autónoma. Aparte de breves visitas en tiempo de vacaciones, mi “vida familiar” terminó entonces. A causa de una amarga disputa que mi padre sostuvo con su hermano por motivos del negocio poco antes de que cayera enfermo, no volví a tener noticias de mis primos hasta muchos años después, a pesar de la estrecha relación que habíamos mantenido. Cada vez que aparecía por mi casa, dedicaba todo mi tiempo a charlar con mis hermanos y a ayudar a mi madre a mantener en orden todas las cuestiones prácticas. Los vínculos emocionales con mi familia fueron diluyéndose durante 10 largos años, a excepción de mi relación con mi hermana mayor, una especie de “madre adoptiva” a la que siempre me ha unido un sentimiento especial de cariño y respeto mutuo, pese a que nuestros intereses son muy divergentes. Buena parte de su vida ha estado dedicada a dirigir, junto con su marido, una fábrica de productos de alumbrado, una actividad típicamente masculina que ha sabido compaginar con el cuidado de sus dos hijos y de un tercer hijo adoptivo (su hermano menor), por más que mis proyectos y devociones le hayan parecido de lo más peregrino.
Así pues, mi ingreso en la universidad fue un momento crucial de mi vida, algo así como mudar mi antigua piel por otra nueva. También puso fin a un largo período de duelo por la muerte de mi padre. Recuerdo que a mis 17 ó 18 años asistí a una representación de El Mesías de Hándel en la capilla de la Universidad de Duke. No olvidaré el momento solemne en que escuché la clásica aria de San Mateo que proclama: “Las trompetas han de sonar y los muertos resucitarán incorruptos”. Permanecí impávido mientras las lágrimas fluían de mis ojos como una cascada. Más tarde anduve errante por esa extraña ciudad de Carolina del Norte a la luz del frío crepúsculo. Sólo recuerdo una sensación de soledad y de inmenso alivio. Mucho antes de poner término a mi estancia en Duke, me sentía en ella como en mi propio hogar. Allí quedaban todos aquellos entrañables rincones, muchas discusiones e ideas compartidas, alguna tímida aventura amorosa y no pocas disputas políticas. Mi guerra particular contra el desapego de mi madre había terminado, la añoranza de mi padre y de sus enseñanzas la fui volcando en un mundo de ideas, de música, de libros y de personas. Casi por accidente me convertí en psicólogo. En ese momento había muchas otras alternativas disponibles. La vida académica (con el rumbo que empezaba a tomar allá por los años 30) era fascinante. Ofrecía una nueva identidad.
Resultó que esa identidad se llamaba psicolog...

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