La gran extranjera: Para pensar la literatura
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La gran extranjera: Para pensar la literatura

Michel Foucault, Horacio Pons

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La gran extranjera: Para pensar la literatura

Michel Foucault, Horacio Pons

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¿Qué relación tenía Foucault con la literatura? Se sabe que era un lector apasionado y erudito, que la biblioteca de su madre le reveló a los clásicos franceses y grecolatinos, y que su admiración por Faulkner lo llevó a hacer un viaje por tierras faulknerianas. Más allá de estas notas biográficas, también se sabe que las lecturas literarias atravesaron toda su producción teórica. Es por eso que resulta clave entender cómo pensaba la literatura, cómo se apropiaba de textos y autores.La gran extranjera contiene una serie de intervenciones de Foucault acerca de la literatura y el lenguaje, que no sólo funcionan como compendio de su concepción de la literatura sino que ofrecen pistas para abordar su obra. Así, Foucault indaga en la relación entre literatura y locura a partir del análisis de obras de Shakespeare, Cervantes y Diderot. Si la locura es lo otro de la razón y por lo tanto lo que nos permite vislumbrar sus contornos históricos, la literatura es ese discurso capaz de expresar el orden del mundo en un momento dado y, a la vez, su dimensión de exceso, de desborde. Foucault también explora, a partir de los personajes de Sade, el vínculo entre la literatura, el deseo y la verdad. Sin proponérselo, estos textos echan luz sobre las tesis de clásicos como Historia de la locura, Las palabras y las cosas, Raymond Roussel, El nacimiento de la clínica o El orden del discurso.Este libro viene entonces a desplegar la evidencia de que la literatura es la "gran extranjera", aquella que está al otro lado de las fronteras de los sistemas de pensamiento. Muestra a la vez el modo magistral, estratégico, en que Foucault elige leer la literatura y la historia de la cultura.

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Information

Year
2019
ISBN
9789876295338
El lenguaje de la locura
[Ciclo de conferencias radiales de Michel Foucault en el programa El uso de la palabra, conducido por Jean Doat. Se reproducen las emisiones correspondientes al 14 de enero y al 4 de febrero de 1963.]
El silencio de los locos
JEAN DOAT: Michel Foucault, confiese que está usted perpetrando, en el marco de El uso de la palabra, una serie de emisiones sobre el lenguaje de la locura, ¿no es cierto? La primera emisión de la serie se transmitió la semana pasada y tenía por título “La locura y la fiesta”. ¿Cuál es el tema de su segunda transmisión?
MICHEL FOUCAULT: Bien, querría dedicar esta segunda transmisión a algo que incumba al reverso, el otro lado de la fiesta, que sea, si se quiere, el silencio de los locos. Pero creo que usted tiene una objeción que hacerme y me gustaría precisamente que la discutiésemos, porque, señor Doat, usted es un hombre de teatro y ha tenido a bien realizar este programa. Tengo la impresión de que no está del todo de acuerdo conmigo sobre la interpretación que he dado de los respectivos papeles de la fiesta y el teatro en relación con la locura. Por mi parte, soy más bien de la opinión de que el teatro da la espalda a la fiesta, da la espalda a la locura y trata de atenuar sus poderes, controlar su fuerza y su violencia subversiva, en beneficio de una bella representación. El teatro, en el fondo, escinde a los participantes, los participantes de la fiesta, para dar origen por un lado a los actores, y por otro a los espectadores. Sustituye la máscara de la fiesta, una máscara de comunicación, por algo que es una superficie de cartón, de yeso, más sutil, pero que oculta y separa.
J. D.: Pues bien, voy a decirle que no es una opinión únicamente personal. Creo con mucha gente, sobre todo con el buen maestro Alain, que el teatro nació de la necesidad que una comunidad tiene de expresarse en relación consigo misma. A medida que se desarrolla, una parte de esa comunidad se profesionaliza y pasa a llamarse “autor”, “actor”, “escenógrafo” y todas las profesiones que se ocupan del espectáculo, y la otra parte se llama “espectador”. Pero yo creo, como lo piensa además Alain, a quien llamo en mi auxilio, porque me parece que usted lo quiere, pienso que Alain no olvidó incluir también el momento del espectáculo en la fiesta y la ceremonia. Por mi parte, pienso que el teatro nunca es tan bello como cuando se hace fuera de los lugares creados para él. Piense en los festivales, piense en las representaciones frente a algunos paisajes, frente a las plazas de algunas catedrales. En el fondo, creo simplemente que siempre debe buscarse una especie de equilibrio entre la fuerza apolínea y la fuerza dionisíaca.
M. F.: Y usted cree que el teatro está del lado de lo dionisíaco, en tanto que yo me inclinaría a creer que está más bien del lado de lo apolíneo.
J. D.: En realidad, creo simplemente que el teatro es como cualquier arte pero, más que todas las otras, una búsqueda de superación del hombre, y que el hombre se reconoce en el personaje que en el teatro se supera.
M. F.: Pues bien, vea, ¿le gustaría que hiciéramos una experiencia? Si escucháramos una escena de El rey Lear, la gran escena de la locura de El rey Lear, la escena en el páramo, y bien, podríamos quizá juzgar y hacer a los oyentes jueces de nuestro debate.[21]
LEAR: ¡Soplad, vientos, hasta rajaros las mejillas! ¡Rugid, soplad! ¡Vosotros, huracanes y cataratas, echad agua a borbotones hasta cubrir nuestros campanarios y ahogar las giraldas! ¡Vosotros, relámpagos sulfurosos, que descargáis golpes raudos como el pensamiento, heraldos de rayos que tronchan las encinas, chamuscad mi blanca cabeza! ¡Y vos, trueno, que todo lo sacudís, aplastad la espesa redondez del mundo! ¡Destruid los moldes que usa la naturaleza y destruid en el acto las semillas que hacen ingrato al ser humano!
BUFÓN: Ay, tío, agua bendita de adulación rociada en casa seca es preferible a esta agua de lluvia en la intemperie. Buen tío, entra y pide la bendición de tus hijas. Esta noche no se apiada ni del sabio rey ni del tonto bufón.
LEAR: ¡Retumbad hasta el hartazgo! ¡Escupid, fuego! ¡Caed a chorros, lluvia! Ni la lluvia, ni el trueno, el viento o el relámpago son como mis hijas; yo no os acuso a vosotros, elementos, de ser despiadados; yo jamás os di un reino, ni os llamé hijos míos. No me debéis obediencia alguna. Por eso, dejad caer vuestro horrible placer. Aquí estoy yo, vuestro esclavo; soy un pobre viejo enfermo, débil y despreciado, pero sin embargo os llamo agentes serviles, pues con dos hijas perniciosas habéis unido vuestros batallones nacidos en el cielo contra una testa tan vieja y blanca como la mía. ¡Ay! ¡Oh! ¡Es terrible!
BUFÓN: Quien tiene una casa donde meter la cabeza tiene una buena cubierta.
El que busca casa para el morador de su bragueta
Y no busca techo para su cabeza
Se llena de piojos de pies a cabeza
Como los que viven en total pobreza.
Quien de su dedo gordo se ocupa
Y no de su corazón
Un callo le preocupa
Y menos el sueño que un colchón.
Pero jamás hubo mujer bella que no hiciera muecas ante el espejo.
LEAR: No, seré un modelo de paciencia; no diré nada.
Entra Kent.
KENT: ¿Quién anda ahí?
BUFÓN: He aquí la gracia y la bragueta, un hombre sabio y un tonto bufón.
KENT: ¿Cómo? ¿Vos aquí, señor? Las cosas que aman la noche no aman una cosa como esta. Los cielos iracundos aterrorizan a los que vagan por la oscuridad, y los obligan a quedarse en sus cavernas. Desde que soy hombre jamás recuerdo haber visto ni oído semejantes ráfagas de fuego, tamaños estallidos de horripilantes truenos, ni semejantes gemidos de rugientes lluvias y ventiscas. La naturaleza humana no soporta ni la aflicción ni el miedo.
LEAR: Que los grandes dioses, que hacen tronar este terrible y espantoso disturbio sobre nuestra cabeza, descubran ahora a sus enemigos. ¡Temblad, miserables, que ocultáis crímenes que no han salido a la luz, no castigados por la justicia! ¡Escondeos, mano sangrienta! ¡Vos, perjuro, y vos, que simuláis ser virtuoso, y sois incestuoso! ¡Estremeceos, ser infame, que bajo cubierta de apariencia honesta, habéis complotado contra la vida humana! ¡Culpas celosamente ocultas, romped los continentes tras los que estáis escondidas, e implorad gracia de estos tremendos inquisidores! Los demás han pecado más contra mí que lo que yo he pecado.
KENT: ¡Ay! ¡Con la cabeza descubierta! Gracioso señor, cerca de aquí hay una choza que algún abrigo ha de prestaros contra la tempestad. Reposad allí, mientras yo regreso a esa dura casa –más dura que las piedras con las que está construida, pues hace un instante, cuando fui a preguntar por vos, me fue negada la entrada– y allí los obligaré a brindar su escasa cortesía.
LEAR: Mi razón empieza a confundirse. Venid, niño mío. ¿Cómo estáis, niño? ¿Tenéis frío? Yo tengo frío. ¿Dónde está esa choza, amigo mío? Nuestras necesidades producen un arte extraño, que puede transformar lo común en precioso. Venid a nuestra choza. Pobre bufón, pobre pillín. Una parte de mi corazón está llena de compasión hacia vos.
Me parece, señor Doat, que esta escena que acabamos de oír nos da la razón a ambos, lo cual no es para sorprenderse demasiado, ya que El rey Lear es sin duda la muy rara, la muy solitaria expresión de una experiencia plena y cabalmente trágica de la locura. No tiene equivalente, no tiene equivalente alguno en una cultura como la nuestra, porque nuestra cultura siempre ha tenido, en el fondo, la precaución de mantener la locura a distancia y echar sobre ella la mirada un poco lejana siempre justificada, pese a algunas condescendencias, a veces, de lo cómico.
Pero vea ya ese tenue desgarrón que constatamos en el lenguaje de Cervantes.
Lo trágico de don Quijote no habita la locura misma del personaje, no es la fuerza profunda de su lenguaje. En Don Quijote, lo trágico se sitúa en el pequeño espacio vacío, la distancia a veces imperceptible que permite no sólo a los lectores, sino a los otros personajes, a Sancho y en definitiva al propio don Quijote, tener conciencia de esa locura.
Y entonces, ese centelleo, inquietante y pálido, que ofrece a don Quijote y al mismo tiempo le quita una luz sobre la locura, es muy diferente del sufrimiento del rey Lear que, desde el fondo de su propia locura, sabía que estaba precipitándose en ella, y precipitándose en ella en una caída que no habría de detenerse antes de la muerte. Don Quijote, al contrario, siempre puede volver, siempre está a dos pasos de volver de su propia locura.
Ya está, va a tomar conciencia de ella, pero no, finalmente sigue encegueciéndose, aunque luego llegará de todos modos el momento en que la vuelta se produzca. Sin embargo, la ley trágica de su locura quiere que esa vuelta, esa conciencia repentinamente adquirida de su propia locura, como al salir de una fiebre, pues bien, desemboque en la muerte y su certeza insoslayable.[22]
[P]orque, o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido, o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba, se le arraigó una calentura, que le tuvo seis días en la cama, en los cuales fue visitado muchas veces del cura, del bachiller y del barbero, sus amigos, sin quitársele de la cabecera Sancho Panza, su buen escudero. […]
[E]l bachiller [le decía] que se animase y levantase, para comenzar su pastoral ejercicio, para el cual tenía ya compuesta una écloga, que mal año para cuantas Sannazaro había compuesto, y que ya tenía comprados de su propio dinero dos famosos perros para guardar el ganado, el uno llamado Barcino, y el otro Butrón, que se los había vendido un ganadero del Quintanar. Pero no por eso dejaba don Quijote sus tristezas.
[…] Rogó don Quijote que le dejasen solo, porque quería dormir un poco. Hiciéronlo así, y durmió de un tirón, como dicen, más de seis horas; tanto, que pensaron el ama y la sobrina que se había de quedar en el sueño. Despertó al cabo del tiempo dicho, y dando una gran voz, dijo:
–¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! […] Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los...

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