Infancias y adolescencias patologizadas
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Infancias y adolescencias patologizadas

La clínica psicoanalítica frente al arrasamiento de la subjetividad

Beatriz Janin

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Infancias y adolescencias patologizadas

La clínica psicoanalítica frente al arrasamiento de la subjetividad

Beatriz Janin

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Este libro habla de la mirada que podemos tener desde la clínica psicoanalítica para que, en lugar de infancias y adolescencias patologizadas, haya sujetos con proyectos y esperanzas. Nuestra tarea hoy debe incluir la defensa de la subjetividad en contra de todo intento de desubjetivizar y maquinizar al ser humano. En el trabajo con niños, niñas y adolescentes se nos plantea la cuestión ética de sostener un abordaje que los ubique como sujetos deseantes, con historia y con un futuro abierto. Y esta obra trata de eso: de la patologización y sus diferentes rostros y de los modos en que se confunden los resultantes de situaciones complejas con un trastorno de por vida.Estos temas se enfocan considerando ángulos muy disímiles: los efectos del neoliberalismo, de la adopción, de la tecnología, del abuso sexual; los duelos en la infancia; la supuesta epidemia de autismo; la criminalización de la adolescencia; los nuevos modos de manifestación sexual; la deserción de la confrontación generacional y los efectos del etiquetamiento en la adolescencia.

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Information

Publisher
Noveduc
Year
2019
ISBN
9789875386150
Edition
1
Capítulo 1

LA PATOLOGIZACIÓN DE LAS INFANCIAS COMO BORRAMIENTO DE LA SUBJETIVIDAD
Diagnósticos tempranos que “sellan” la vida, niños medicalizados porque sus conductas no encajan con lo que la sociedad espera de ellos, biologización del sufrimiento psíquico y borramiento de las determinaciones intersubjetivas caracterizan esta época en relación a la salud mental infantil.
Niños que son silenciados con diferentes métodos, desde la medicalización a las terapias comportamentales.
Hay, a la vez, una idea de niño que debería poderlo todo, que tendría que ser un “triunfador” desde que nace; alguien sin dificultades, al que no se le da tiempo para procesar los estímulos que lo bombardean. Y en lugar de privilegiar el juego como lo propio de la infancia y ayudar a los niños a armar proyectos que les permitan desplegar posibilidades en un futuro –lo que abriría recorridos deseantes y ubicaría a la niñez como un tiempo de constitución subjetiva– se los encierra en profecías desubjetivantes.
LA PRIMERA INFANCIA PATOLOGIZADA
En los últimos tiempos, se vienen realizando diagnósticos express en los primeros años de la vida. Con entrevistas breves y sin ahondar en la historia vital del niño ni en la historia familiar, mediante protocolos estandarizados que no toman en cuenta la realidad contextual específica de cada lugar, los niños son catalogados con rótulos invalidantes.
Consultas cotidianas de padres desesperados por el diagnóstico recibido, porque les dijeron que su hija o hijo era un “trastorno”. Ellos llegan convencidos de que ese niño –en quien depositaron tantos sueños, para el que fantasearon futuros posibles y con quien se identificaron en detalles y en rasgos de carácter– tiene una patología de por vida. Madres y padres a los que se les recomienda sacar el “certificado de discapacidad” para que puedan encarar múltiples tratamientos. Un certificado que no es inocuo, en tanto posiciona al niño en un lugar de diferente, que va a necesitar siempre contar con una ayuda extra.
Quisiera aclarar rápidamente que estos “diagnósticos” no son tales, que diagnosticar es otra cosa: supone profundizar en las determinaciones intra e intersubjetivas, ir viendo dificultades, pero también posibilidades, y armar hipótesis que se van modificando con el tiempo. No es una sigla ni un rótulo. Es un conjunto de ideas, que hay que ir poniendo en juego y contrastando con la evolución del niño y de su familia. Además, el diagnóstico nunca puede ser del niño aislado, sino que debe tener en cuenta a la familia, al grupo social al que pertenece y, a veces, a la escuela (cuando las dificultades la involucran). Y es importante para pensar quién necesita tratamiento, en caso de que sea necesario, y qué tipo de tratamiento, qué intervenciones hacer y con quién, y qué metas proponerse. Teniendo claro, a la vez, que los niños cambian y que, por ende, lo que diagnosticamos hoy puede haberse modificado en unos meses.
Poner etiquetas y suponer que estas son de por vida lleva implícito un desconocimiento absoluto acerca de la constitución psíquica de un niño. En lugar de pensarlo como un sujeto en crecimiento, se le toma una foto, casi instantánea y se supone que, por haber hecho tal o cual cosa, ese niño tiene tal patología. Y que la misma es de raíz biológica.
Considero fundamental pensar que los niños son sujetos en constitución, que van armando sus modos de sentir, de desear y de pensar en el vínculo con otros. Y esto en una historia que es siempre un camino de estructuraciones y reestructuraciones, de idas y vueltas, en el que cada uno tiene sus propios tiempos. Es frecuente que los niños crezcan “por saltos”. Así, un niño que no habla de pronto puede comenzar a hacerlo con un buen vocabulario. O un niño que no camina, cuando comienza a hacerlo puede subir escaleras y treparse sin dificultades. Pero no siempre es así… A veces un niño presenta retrasos significativos en sus adquisiciones y necesita ayuda para resolverlos. Además, seguramente muestra dificultades en algunas áreas y no en otras.
Por ejemplo, me consultan por un niño de tres años. No habla –solo grita–, corre sin rumbo, no hace juego simbólico, pero es muy cariñoso con todos. Puede llevarse por delante una pared y adora las pantallas. Con los años, este niño va cursando una escolaridad común, primero con ayuda, luego solo. A los cuatro años comienza a hablar, con dificultad, pero a los cinco ya puede manejar mejor el lenguaje y a los seis, de modo espontáneo, comienza a leer. En esas épocas, necesita que todo se mantenga igual y se angustia mucho frente a los cambios. Pero, a la vez, su modo de conectarse de manera tierna con los demás, su estar atento a su alrededor, el entusiasmo por estar con otros y su empatía facilitan el trabajo con él. En principio, asiste a una escuela bilingüe; en un momento dado, los padres, la directora y yo misma pensamos que lo mejor es que vaya solo medio día, sin tener que aprender inglés. Pero él no quiere: expresa muy claramente que desea ser como todos y realiza un esfuerzo considerable. Aprende inglés y puede terminar la escuela primaria (una escuela muy exigente) sin repetir ningún grado e ingresa a la escuela secundaria. Tiene amigos y muy buen vínculo con los profesores. ¿Qué diagnóstico tiene? ¿En qué casillero lo podemos encajar? Es un niño con características singulares, que no termina de comprender el doble sentido de ciertas expresiones, pero con el compromiso y el tesón más importantes que he visto en mi vida y una enorme sensibilidad en relación al sufrimiento ajeno. ¿Ponemos el acento en esta voluntad clara de aprender, aunque le cueste, y de estar a la par de todos los otros, aunque deba hacer un gran esfuerzo por estar atento, detectar las emociones de los demás e intentar actuar acorde a ellas? ¿O remarcamos las dificultades, la mayor parte de las cuales se han ido modificando a lo largo de los años?
Me parece que son muchos los niños que nos plantean esta disyuntiva: si los miramos desde lo que no pueden o bien desde sus logros y sus posibilidades; si les damos el lugar de niños o los convertimos en objeto de nuestra observación, al aplicar sobre ellos instrumentos estandarizados.
Es decir, son personas en crecimiento. Un crecimiento que no es lineal y en el que los otros inciden de modo importante. Otros significativos que dejan marcas, que generan movimientos defensivos, que abren recorridos deseantes y tramas de pensamiento, que dan cuerpo a las identificaciones y que transmiten prohibiciones. Y, a la vez, hay que ver cómo metaboliza cada niño sus vivencias, cómo arma sus propias cadenas representacionales, qué amores y odios van a predominar en él.
Para pensar la infancia tenemos que partir de que, desde el nacimiento, el niño va inscribiendo restos de vivencias y los va ligando del modo en que puede. Se van armando modos defensivos, van predominando algunas pulsiones y se van desplegando diferentes modos de pensar. El niño se va identificando con los otros investidos libidinalmente, tomando rasgos de ellos y repitiendo funcionamientos ajenos. Y va armando una representación de sí. Representación que tendrá mucho más que ver con el espejo que los otros le proponen que con una mirada “objetiva”, que sería imposible.
Esto hace que sea tan importante que un niño no sea ubicado como “discapacitado” o como “problema” desde pequeño, porque la imagen que se va a forjar de sí mismo, el modo en que va a armar su “yo”, estará marcado por esa idea. Ese va a ser el espejo en el que se va a mirar, en un momento de la vida en el que no puede contraponer otras imágenes a esa.
Algo muy importante es que, si se desconocen los avatares de la estructuración psíquica y se considera que la infancia es homogénea, se ubicará como patológica cualquier desviación a esa idea de un desarrollo rígido y uniforme para todos, sin tomar en cuenta el contexto familiar ni social.
Entonces, hay que pensar qué implican estas “evaluaciones” con protocolos estandarizados y sin una observación fina y sostenida de un niño.
Veamos ahora algunos ejemplos.
Me consultan por un niño de 3 años y un mes. A los 2 años y 10 meses otra profesional le había tomado un test, a pedido de un neurólogo, a partir del cual diagnosticó una edad intelectual de 2 años y 3 meses, presunción de TEA y prescribió certificado de discapacidad, maestra integradora (en sala de 3), psicomotricista, psicopedagoga, psicólogo cognitivo-conductual y fonoaudióloga. Es decir, un niño con muchos profesionales, todos abocados a armar el rompecabezas del “niño ideal”. ¿Cómo hará para establecer un vínculo con alguno de ellos? ¿Cómo podrá constituirse como sujeto, si se lo considera un “discapacitado”? Todo esto muestra un flagrante olvido de que la subjetividad se construye en vínculos amorosos y en una historia con otros.
Este niño casi no habla, pero se maneja muy bien con gestos; se conecta muy bien con otros y es muy simpático. Tiene un hermanito un año menor, con el cual es muy tierno y protector. Entonces, ¿es TEA o es simpático y protector con los más pequeños?
A la vez, ¿cómo determinar la “edad mental” de un niño pequeño y cómo hacerlo con esa precisión (“tantos meses”)?
La robotización de niños y adolescentes aparece como una meta en un mundo en el que se esperan seres sumisos e iguales entre sí. No se toleran las diferencias. Pero este ejemplo nos muestra el desconocimiento que tienen muchos profesionales acerca del funcionamiento psíquico de los niños. Así, la psicóloga que tomó el test escribe en el informe que intentó que el niño entrara solo y el niño “lloró tanto que hubo que hacer entrar a la madre”. Es decir, el que el niño reconociera la diferencia familiar/extraño, en lugar de ser considerado un logro importantísimo, para esa profesional pasó a ser un problema. Esta es una situación que se repite y me preocupa seriamente: muchos profesionales hacen entrar solos al consultorio a niños pequeños. Por un lado, considero que a ningún niño se le puede exigir que entre solo si no es lo que quiere, pero mucho menos a niños que están en la primera infancia. Es más, si un niño se queda solo en un lugar extraño sin reclamar la presencia de sus padres, me preguntaría si no es alguien que apela a defensas autistas y se abroquela en sus propias sensaciones, sin advertir la ausencia del otro.
Por otra parte, todo el informe gira alrededor de “no hace” y “no responde” respecto de determinadas consignas. La otra cuestión que se suele desconocer en estos test y protocolos es que los niños en la primera infancia no responden a consignas, mucho menos si estas son impartidas por desconocidos. Cuando le pedimos a un niño que dibuje una figura o que devuelva una pelota que le tiramos, puede o no hacerlo por múltiples motivos: la relación transferencial que ha establecido con ese que le pide que realice tal acción, el momento que está atravesando, los deseos puestos en juego en esa circunstancia y los intereses que se han despertado en esa entrevista. Suponer que todos los niños deben responder del mismo modo y hacerlo en una o pocas entrevistas implica desconocer la lógica infantil, regida por el narcisismo y el pensamiento primario. Así, ningún niño pequeño va a cantar cuando se le pide que lo haga, a menos que ese pedido sea acorde a sus deseos. Es más: me preocuparía que un niño pequeño hiciera todo lo que se le pide, porque eso denotaría un funcionamiento sobreadaptado, robotizado o desvitalizado (sin deseos propios) en el que solo cuenta lo que los otros esperan de él, lo que muy posiblemente entorpezca tanto el armado deseante como el yoico. El oponerse al otro, los “no” y la rebeldía dan cuenta de un momento importante de diferenciación y subjetivación en la estructuración psíquica.
Otro signo de desconocimiento de la profesional: señala en el informe que el niño “no copia figuras geométricas”. ¿Por qué un niño de 2 años y 10 meses debería hacer eso?
Cuando conozco a este niño, me mira con desconfianza; apenas abro la puerta, se aferra a la falda de su mamá. Yo había pedido que viniese toda la familia, ya que quería ver cómo interactuaban entre todos y qué lugar ocupaba este niño. Le aclaro que él entrará con toda su familia y que podrán jugar todos juntos. Entiende perfectamente y se suelta de la falda. Puede dirigirse a mí, pedirme juguetes y lápices (que maneja sin dificultad alguna) y, en un momento dado, comienza a realizar ciertas acciones que me llaman la atención (como tocarse la nariz con el dedo o dibujar círculos en el pizarrón). Me entero por los padres que éstas habían sido conductas solicitadas por la profesional que lo había entrevistado y que él no había realizado. Evidentemente, este niño tan pequeño había generalizado, o sea, había hecho una deducción lógica inteligente, pensando que todos los profesionales que lo entrevistaban le pedirían lo mismo. No tenía problemas en hacer conmigo lo que otro le había solicitado, justamente porque yo no se lo había pedido y tampoco lo había separado de su familia.
¿Qué efectos podría haber tenido sobre este niño y esta familia sostener la versión de la persona que lo examinó, sin ubicarse en lo que a él ni a la familia les ocurría? En un momento de su vida, este niño había tenido una enfermedad grave y temieron por su vida. ¿No era repetir lo mismo decir que este hijo era un discapacitado, hablar de cociente intelectual a esa edad y afirmar que necesitaba muchos tratamientos? O sea, a un niño que es una especie de “sobreviviente” lo ubican en un lugar de no-futuro (en tanto se le supone un bajo cociente intelectual y una patología incurable).
Otro ejemplo. Un neurólogo le dice a una pareja que su hijo de 2 años y medio es un “TEA leve” porque no se conecta con facilidad y no se comunica con palabras. Por supuesto, ese profesional no se hace cargo de la angustia y el desconcierto que desata en los padres ni de la mirada que, a partir de ahí, recibe ese niño y que termina siendo desubjetivante, en tanto se lo deja de considerar un otro humano con derecho a un intercambio simbólico. Los padres le hablaron menos, pues suponían que no iba a entender, que había que comunicarse con imágenes, que tenían un hijo “deficiente”. Y comenzaron a hacer el duelo por el hijo esperado. Por supuesto, esto trajo mayor retracción en el niño y más desconexión con ellos y con el resto del mundo. Hubo que modificar todas estas representaciones para que este niño volviera a tener padres que lo miraran de un modo esperanzado, que jugaran con él y le hablaran como a cualquier niño. Y que pudiesen planear futuros con respecto a él. ¿Cuánto tiempo hubo que invertir en modificar esa mirada, en restablecer un contacto espontáneo, en que el espejo volviese a darle una imagen que lo estructurara como alguien que iba cambiando y aprendiendo y jugando…?
Otro ejemplo más. Una maestra de jardín de infantes se muestra preocupada por un niño de 3 años que no se queda quieto, no realiza las actividades pedidas, llora por cualquier cosa y molesta a los demás. Les pide a los padres que hagan una consulta neurológica; el profesional dictamina que el niño es un “trastorno por déficit de atención con hiperactividad”, porque se mueve mucho y no atiende en clase. Tengo que explicar que los niños de 3 años se mueven habitualmente sin rumbo, que el movimiento es el modo de explorar el mundo a esa edad y que el pensamiento en la primera infancia va acompañado de movimientos. Podremos pensar qué le sucede a este niño en el jardín, si está asustado, si no tolera la separación de sus padres, si tiene la idea de que los otros son “extraños” y, por ello, seres en los que no puede confiar. Ahondar en las determinaciones, no de sus movimientos, sino de su malestar. E intentar descifrar, poniéndolo en juego, el sufrimiento de este niño.
¿Cuántas veces el que un niño pegue a otros o muerda, a los 2 o 3 años, lo ubica como “trastorno” y lo deja excluido de los intercambios simbólicos? De este modo, la situación se agrava, porque si el niño tiende a reaccionar con su cuerpo, al no ser destinatario de lenguaje, va a mantener esas conductas como únicas posibles.
Los niños pequeños tienden a pegar, a morder y a escupir como modos de lenguaje y de conexión con los otros. Deberán hacer un recorrido hasta que puedan ir diciendo de diferentes maneras qué les pasa y generen otro tipo de vínculos.
Pero la situación se torna muy compleja cuando es el adulto el que recurre a la violencia o responde a esas conductas infantiles con gritos o castigos. Allí encontramos la dificultad que muchas veces tenemos de sostener la diferencia niño/adulto, cuando ubicamos a ese niño como un igual y lo suponemos poderoso. Todos los niños intentan dominar a los otros, en principio, así como a apropiarse de lo del otro (también de su cuerpo), sin intención de provocar dolor sino como un puro efecto de dominio. Cuando ya han podido establecer empatía, también tienden a desafiar a los adultos, como un nuevo modo, ya no tan corporal, de mostrar la propia presencia, de dominar la situación.
Y lo que hace la patologización es fijar algo que en principio era transitorio. Muchas veces, no solo deja al niño en el lugar de un “extraño”, signado de por vida, sino que también invisibiliza estas situaciones de violencia sufridas, porque en lugar de detenerse en el contexto y en el sufrimiento infantil, lo que se hace es ubicar todo el problema como endógeno.
Así, se han incrementado las consultas por niños muy pequeños que llegan diagnosticados como “trastorno oposicionista-desafiante”, como “trastorno de espectro autista” y también como “Asperger”.
Estos diagnósticos en primera infancia son particularmente nocivos, porque etiquetan a los niños y les coartan el futuro.
¿A qué responden tantas etiquetas? ¿Qué objetivo tiene rotular a niños de dos, tres, cuatro o cinco años sin tener en cuenta que un niño es un psiquismo en estructuración? ¿Por qué esta biologización de todas las conductas?
Pensar al ser humano como máquina deriva necesariamente en suponerlo un ser puramente biológico, sin historia, sin contexto y sin pasiones, cercano a una computadora, con “funciones” que hay que evaluar.
Así, se piensan todas las manifestaciones infantiles como efecto de los genes o de perturbaciones neurológicas, en lugar de reflexionar sobre las consecuencias de la historia personal y familiar y de las situaciones sociales en la constitución subjetiva. Las investigaciones actuales nos muestran que los genes no determinan nada por sí solos. Hoy se sabe que el medio ambiente puede afectar la expresión de los genes, sin alterar la secuencia de ADN de los mismos. Se trata más bien de influencias que inciden en la activación e inactivación de genes, un fenómeno llamado epigenética, que revolucionará el concepto de interacción genético-ambiental (Penchaszadeh, 2014)
Cuando se hace un diagnóstico en base a cuestionarios o a observaciones regidas por una normalidad atemporal, desconociendo la incidencia del contexto y de los vínculos tempranos, se está ubicando al otro como objeto de observación, no como persona con la que se realiza un intercambio. He visto niños que llegaron al consultorio aterrados, después de esas consultas en las que les habían hecho innumerables pruebas, análisis, observaciones, y todo sin preguntarles qué les pasaba ni qué querían.
Sin hablar con él, en el lenguaje en que puede hablar cada niño, se atribuyen sus comportamientos a causas orgánicas. Es decir, el modo mismo del diagnóstico implica una operación desubjetivante, en la que el niño queda “borrado” como alguien que puede decir acerca de lo que le pasa.
Asimismo, si se cree que con un cuestionario respondido por sus padres se obtiene una especie de “radiografía” del hijo, es preciso considerar que ni madre ni padre pueden dar una visión “objetiva” de él; cuando hablamos de un hijo necesariamente hablamos de nosotros mismos. Y, por ende, la representación de hijo que nos devuelvan tendrá mucho que ver con la representación de sí mismos, con su propia historia. Hemos dicho anter...

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