Yeah! Yeah! Yeah!
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Yeah! Yeah! Yeah!

La historia del pop moderno

Bob Stanley, Victor Úbeda

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Yeah! Yeah! Yeah!

La historia del pop moderno

Bob Stanley, Victor Úbeda

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Tan divertido de criticar como de citar, "Yeah! Yeah! Yeah! La historia del pop moderno" explora las raíces de la música pop a través del nacimiento del rock, soul, R&B, punk, hip hop, indie, house y techno, englobando canciones, grupos, escenarios y estilos desde "Rock around the Clock" de Bill Haley y The Comets, hasta el primer megahit de Beyoncé. Trabajando con una definición amplia de pop (que incluye country, metal, disco, Dylan, skyffle y glam), separa las conexiones y las tensiones que dan vida a los rankings ydefiende que son una parte vital de nuestra historia. Yeah! es la mayor y más ecléctica de las gramolas hecha libro, una guía para la banda sonora de nuestras vidas, y un regalo para cualquiera que haya alucinado con las primeras notas de una canción pop.

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Information

Publisher
Turner
Year
2016
ISBN
9788416354689
CUARTA PARTE

XXXV
VALOR, AUDACIA Y REBELDÍA. LOS SEX PISTOLS, THE CLASH Y EL PUNK ROCK

Hubo un tiempo en que John Lydon fue fan de Pink Floyd. En su piso de protección oficial de Finsbury Park, Lydon escuchaba Pink Floyd, Can, dub jamaicano, Van Der Graaf Generator. Al otro lado de la ventana, Londres se pudría. El socialismo reluciente de la posguerra, el optimismo que poco más de un decenio antes había inspirado el “Wonderful Land” de los Shadows, estaba empañado y cubierto de barro. Las viviendas subvencionadas eran sórdidas e impersonales. Los edificios estaban mugrientos, los cubos de basura se desbordaban, todo olía fatal, todo estaba hecho un asco. A nadie parecía importarle lo suficiente para hacer algo al respecto. La gente resistía al estilo inglés: desesperada, pero en silencio.
Los Pink Floyd, desde luego, no daban muestras de que les importase, ni de que pensasen hacer nada al respecto. Parecían conformarse con señalar, desde lejos, que la gente desperdiciaba su vida, que vendía su alma al patrono. Lydon empezó a ver en esa postura la pose de unos millonarios pretenciosos, y de repente se dio cuenta de que los Floyd, nimbados por un aura de grandeza petulante y satisfecha de sí misma, se creían tan grandes que, de hecho, no dejaban sitio para nadie más. Un buen día se cortó la melena, hasta entonces tan larga como la de David Gilmour, agarró un rotulador y escribió “ODIO A” en la parte de arriba de su camiseta de Pink Floyd.
En un primer momento, los Sex Pistols fueron un producto de la imaginación de Malcolm McLaren. En 1968 McLaren, uno de los personajes más polémicos de esta saga, había organizado una protesta estudiantil en la escuela de bellas artes de Croydon; era el situacionista perfecto y creía en la máxima de Guy Debord: “Las artes del futuro serán una subversión de situaciones o no serán”. McLaren no tardó en darse cuenta de que la situación que quería subvertir era la forma en que el pop se creaba y consumía por entonces. En 1971, ya expulsado de la universidad, regentaba una tienda de ropa llamada Let It Rock (sin relación alguna con la revista homónima), donde vendía prendas de la década de 1950. En la postura de McLaren, tan influyente como Guy Debord fue Larry Parnes. McLaren no pretendía ser Billy Fury –sabía que era demasiado paliducho, rizoso y mofletudo para eso–, pero podía ser un promotor musical.
Let It Rock se convirtió en Too Fast to Live Too Young to Die [Demasiado rápido para vivir, demasiado joven para morir], y después, cuando McLaren se cansó de la clientela barriobajera, en Sex. En compañía de Vivienne Westwood, y bajo la marca comercial Seditionaries, McLaren despachaba prendas cada vez más escandalosas, como, por ejemplo, una camiseta estampada con la máscara que usaba el violador de Cambridge, que por entonces aterrorizaba esa ciudad, bajo la cual se leía: “Brian Epstein, hallado muerto el 27 de agosto de 1967 tras participar en actividades sadomasoquistas […] Con el sadomaso se sentía como en casa”. McLaren tenía un respeto reverencial por sus mayores, pero al mismo tiempo sentía el deseo freudiano de destruirlos.
A mediados de los 70, el pop ya se había convertido en un elemento más de la debordiana sociedad del espectáculo: aburrido, falto de toda pasión, una sección más del supermercado que ofrecía los bodrios de los Bay City Rollers, el sedante hilo musical del Ommadawn de Mike Oldfield, los lloriqueos de los hippies ricos de California. McLaren sabía que, en realidad, eso no interesaba a nadie; que no podía ser el único que estaba harto, el único que estaba deseando derribar las estatuas a patadas. Lo único que le hacía falta era un grupo que moldear a su antojo, y, en un viaje a Estados Unidos, creyó encontrarlo en los New York Dolls. Pero más cerca de casa había un chico grandullón que frecuentaba la tienda Sex y que tenía un grupo con el que tocaba versiones de los Small Faces y The Who con entusiasmo diletante. McLaren estaba convencido de que solo con que encontrasen a un cantante podrían plantar cara a los Bay City Rollers. Un buen día John Lydon entró en Sex con su camiseta customizada de “Odio a Pink Floyd”, se apoyó en la máquina de discos de la tienda, y con una representación mímica de la canción “Eighteen” de Alice Cooper, se hizo con la vacante. Le pusieron de nombre Johnny Rotten [Podrido].
El punk volvió a introducir en el pop la cuestión de clase. En este sentido los Sex Pistols recogieron el testigo de los Beatles. “Yo me considero de clase obrera –decía Johhny Rotten–, pero tengo clarísimo que la clase obrera no me considera así”. Y más adelante añadiría: “¿Por qué la gente de clase obrera tiene tanta rabia, tanta pereza y tanto miedo a la educación? ¿Por qué les da tanto miedo aprender y salirse de unas categorías sociales tan definidas?”.
Johhny Rotten alteró el clima cultural como no había hecho nadie desde Elvis Presley. “No me movía ninguna ambición. Solo sabía que estaba harto de muchas cosas y que no tenía forma de expresarlo”. La música de los Sex Pistols y su postura nihilista expresaban repugnancia por un país pasivo y arrodillado, en el que la BBC vetaba todo aquello que pudiese parecer underground (por ejemplo, el noventa y cinco por ciento del reggae); el grupo sonaba tan irritado y dolorido como un forúnculo sin sajar. “Me asustaba acercarme a un micrófono –decía Rotten–. Me impactaba el sonido que hacía, cómo transformaba mi voz”. Más asustada e impactada iba a quedarse la gente.
Rotten decía exactamente lo que pensaba, rasgo que podría haber resultado penoso –podría haberle hecho parecer un colegial soez o un vándalo ignorante–; pero era un tipo listo. Hastiado, pero listo. Y su forma de lidiar con la prensa, a la que calificaba de “malintencionada, pueril y estúpida”, era ningunearla todo lo posible.
En la Gran Bretaña de 1976 había mucho contra lo que protestar con rabia, y la irritación estallaba donde y como uno menos se lo esperaba. Un tebeo para niños llamado Action –que incluía las aventuras de Hook-jaw, el tiburón asesino, y de una pandilla juvenil posapocalíptica– causó tal escándalo que se prohibió al cabo de un año de empezar a publicarse. Antes de Action el cómic infantil más vendido de Gran Bretaña era Warlord, cuya principal fuente temática seguía siendo la Segunda Guerra Mundial. Con su marcado tono antiautoritario y su violencia extrema, Action fue el manual idóneo para preparar a los colegiales de diez años para la convulsión musical que se avecinaba.
La convulsión se desencadenó con una aparición en el programa Today de Thames Television, magacín vespertino sin pretensiones que tenía de sintonía una versión de sintetizador Moog de “Windy”, la canción de The Association, y de presentador a un tipo amigable llamado Bill Grundy. Los Sex Pistols asistieron al programa solo porque Queen había cancelado su presencia a última hora, y como el encargado de promociones de EMI, Eric Hall, no quería perder la oportunidad de exhibir sus productos en televisión, colocó a otro grupo en su lugar. Grundy parecía estar bebido. Pinchó a los Pistols para que dijesen tacos y trató de ligar con una de sus acompañantes, Siouxsie Sioux. “Cerdo de mierda –dijo Steve Jones, indignado–. ¡Qué hijo de puta asqueroso!”. Lo del tebeo Action era más fuerte, pero bastó ese incidente televisivo para cimentar la leyenda del grupo. “LA INMUNDICIA Y LA FURIA”, tituló al día siguiente el Daily Mirror a toda plana. EMI, presa del pánico, retiró de las tiendas el primer sencillo de los Pistols, “Anarchy in the UK”, que estaba en un discreto trigésimo octavo puesto de la lista. McLaren no cabía en sí de gozo. Ya tenía el acto situacionista que tanto había deseado: convertir el programa de televisión vespertino más pasteloso en una confrontación hostil que enfureció tanto a un espectador anónimo que el hombre rompió la pantalla de su televisor de una patada. Y todo porque a Freddie Mercury y Brian May les dio por ir a hacer las compras de navidad.
“Anarchy in the UK” tiene una de las mejores letras del pop: prácticamente no hay un solo verso que no sea una frase lapidaria (“Tus sueños de futuro son un plan de compras” es tal vez el más lúcido). Pero, en lo musical, no se parecía en nada a un anteproyecto del punk; bajo la voz estridente de Lydon, que fustiga sin tregua a la clase dirigente, la canción es premiosa, tiene un solo de guitarra convencional y no se presta al pogo. “God Save the Queen”, que terminó publicándose en junio de 1977, es más rápida, más dura, más directa, todo acordes de quinta. Y cuando salió a la calle ya tenía un público esperándola: “God Save the Queen” debutó en la lista en el puesto undécimo y trepó hasta el número dos. Pero la semana siguiente volvió a caer. Fue un descenso brusco e inesperado. “The First Cut Is the Deepest”, de Rod Stewart, mantuvo la primera posición por cuarta semana consecutiva. En el programa Top of the Pops se negaron a mencionar el título de la canción que ocupaba la segunda plaza.
Desde entonces los aficionados a las teorías de la conspiración han venido denunciando que hubo juego sucio. ¿Se vendieron las suficientes copias de “God Save the Queen” para que el sencillo hubiese llegado al número uno? Eso aseguraba Malcolm McLaren, que era lo bastante espabilado para saber que el pop necesita mártires. Si el sistema (la empresa británica de investigación de mercado BMRB; la BBC; el gobierno incluso) había amañado el top 10, tanto mejor: el grupo y sus fans seguían siendo unos parias. “God Save the Queen” se convirtió en un caso célebre.
La prensa mayoritaria no acogió calurosamente el collage musical del grupo ni esas letras que arremetían contra el capitalismo. Vieron los pelos teñidos, los imperdibles, las camisetas rasgadas, y pensaron que los Sex Pistols eran afán destructivo y nada más: “¡A la mierda! ¡Destruye!”, gritaba Rotten en “Anarchy in the UK”. Su amigo John Ritchie, aficionado a arrojarles vasos de cerveza en los conciertos, era exactamente eso, una caricatura. Se cohibía con las chicas y adoraba a su madre, pero su álter ego, Sid Vicious, era poco más que un energúmeno nihilista con una chupa de cuero y una cara bonita, icono del punk y capullo sin dos dedos de frente. En la primavera de 1977, cuando despidieron al bajista Glen Matlock, Sid ocupó su lugar (no sabía tocar el bajo, pero eso era lo de menos), y las cosas no tardaron en desintegrarse. En un concierto en Dallas le partieron la nariz de un cabezazo, pero Sid siguió tocando con la cara chorreando sangre, como si fuera una medalla de honor. “Míralo –suspiró Rotten–, un circo con patas”.
El episodio crucial para la evolución musical de los Sex Pistols –y de todo el punk rock– fue la llegada a Londres de los Heartbreakers, grupo estadounidense capitaneado por un excomponente de los New York Dolls, Johnny Thunders. Los Heartbreakers introdujeron la heroína en un mundillo hasta entonces muy inocente en materia de drogas (cerveza y anfetas) y lo cambiaron de un día para otro. Los londinenses Subway Sect cantaban: “Estamos en contra de todo el rock’n’roll”; los Heartbreakers –que debutaron con el sencillo “Born to Lose”, cuya cara B era “Chinese Rocks”– no podían ser más rock’n’roll. Como si aún corriesen los días de la Segunda Guerra Mundial, Thunders y los suyos eran todo glamour a ojos de los ruborizados grupos de punk británicos, por la sencilla razón de que eran estadounidenses; exhibiendo sus papelinas de caballo como sus compatriotas de treinta años antes las medias de seda, se adueñaron del panorama punk capitalino y lo arrastraron en su caída. Los Heartbreakers eran los fantasmas siniestros de uno de los primeros experimentos sociales de McLaren (los New York Dolls), que volvían para atormentarlo. Había sido Rotten quien invitó a Sid Vicious a unirse al grupo, pero fue McLaren quien lo animó a convertirse en un fenómeno de feria, y le endosó las consecuencias.
Rotten dejó a McLaren en la estacada al abandonar los Sex Pistols al término de la gira estadounidense de 1978. El mundo del pop esperaba a ver por dónde tiraría el cantante, como había ocurrido con Elvis tras su regreso del ejército y con Dylan tras su accidente. Escuchad a Johnny. Johnny Rotten sabe lo que se hace.
En su casa tenía una enorme colección de reggae. En el verano de 1977 había acudido al programa de Tommy Vance en Capital Radio (algo que en sí parecía un milagro: la mayoría de la gente daba por hecho que en cuanto Rotten pisase un estudio lo destrozaría como un demonio de Tasmania). “Tú pon los discos y punto –le dijo a Vance–; que hablen por sí solos. Me parece lo más divertido”. Seleccionó música de Lou Reed y de Nico, pero, con el espíritu de contradicción marca de la casa, dijo que no le gustaba The Velvet Underground. También puso a Can y al jamaicano Augustus Pablo. Adoraba el reggae, y dijo que le encantaba el diseño de los sencillos promocionales jamaicanos, con esas portadas en blanco, la idea de poder comprar discos sin tener ni idea de su contenido. Era otra forma de anarquía.
Quienes hubiesen oído el programa no se sorprenderían demasiado por el rumbo que tomó tras dejar a los Pistols. McLaren dijo que el nombre “Johnny Rotten” era propiedad intelectual suya, por lo que el cantante retomó su verdadero nombre, John Lydon. Con el bajista Jah Wobble y el guitarrista Keith Levene, fundó Public Image Ltd., y el trío debutó con el sencillo “Public Image”: el guitarreo centrifugado y mareante de Levene se apoya en una línea de bajo dub de dos notas que brota del subsuelo y trepa entre nuestras piernas; la batería es implacable, maquinal, sin platos ni improvisación; y por encima de todo ello Lyndon hilvana su tajante relato de venganza dulce y despiadada. Se sentía tan explotado por su mánager como Les McKeown; como si lo hubiesen masticado, sacado todo el jugo y escupido. McLaren podría tergiversar la historia de los Sex Pistols como le viniese en gana, pero Public Image era propiedad exclusiva de Lydon: esa vez el planteamiento, nudo y desenlace de la historia los escribiría él y nadie más.
“Public Image”, número nueve británico en octubre de 1978, era la música del futuro: habría que esperar un decenio hasta que unas guitarras volviesen a generar tanto desasosiego intangible (My Bloody Valentine, Ride) y el dub se incorporase con tanta eficacia a la música guitarrera (Primal Scream, Underworld). Además, era una hermosa proclama: “No soy el mismo que cuando empecé. Nadie va a tratarme como si fuera de su propiedad”.
A veces pienso que “Public Image” es la canción más impactante que jamás se haya grabado.
Si los Sex Pistols querían destruir el rock, objetivo que John Lydon persiguió con bastante acierto en Public Image Ltd., The Clash, los únicos rivales de fuste de los Pistols, querían salvarlo. “No es punk ni nueva ola –decía el guitarrista Mick Jones–, todas esas denominaciones son una basura. Se llama rock’n’roll y punto”. Como aspirantes al trono de Sex Pistols, es de presumir que los Clash estaban encantados con la postura integrista que habían inculcado los Heartbreakers. Así se manifestaba Jon Savage en marzo de 1978 tras asistir a un concierto en Harlesden: “Lo único que se me ocurre cuando los veo salir al escenario es que los Clash han abandonado su magnífico look pollockiano por un atuendo más militarista de cremalleras y trabillas. Tienen pinta de estrellas de rock”.
El cantante, Joe Strummer, se unió a The Clash tras dejar a los 101ers, banda de pub rock, y antes de eso anduvo metido en el mundillo de los okupas hippies. El resto de la banda eran chicos de clase obrera del oeste y el sur de Londres, extracción que sabían explotar con sesiones fotográficas en parajes urbanos desolados: la última pandilla de la ciudad, los portavoces de la verdad. Strummer aseguraba que no salía de casa sin su navaja, y sentía una afinidad un tanto confusa por Notting Hill, el barrio negro del oeste de Londres. Esta afinidad quedó patente en el primer sencillo del grupo, “White Riot”, nacido de la envidia que sentía por los enfrentamientos protagonizados por los negros contra la policía a mediados de los 70. Los Clash estaban dispuestos a liarse a palos.
Detrás de ese rollo malote estaba el mánager, Bernie Rhodes, que probablemente fuese lo más interesante de The Clash. Rhodes llevaba también a los Subway Sect, el más raro de todos los grupos punks de la primera hornada. Vestían jerseys de pico y se colgaban las guitarras bien arriba, como Gerry and the Pacemakers; sus letras daban a entender que habían leído a Rimbaud y no contenían ningún “yeah” ni “baby” ni americanismos de ningún tipo. “Nos teñimos toda la ropa con tinte gris, en una bañera”, explicaba el cantante, Vic Godard. Por desgracia, ni siquiera Rhodes logró meterlos en las listas de éxitos.
Declararse fan de los Pistols o de los Clash era una afirmación tan significativa como decantarse por los Beatles o por los Stones: clase obrera frente a clase media, facultad de bellas artes u orden establecido, rock o pop. Ahora bien, ¿cuál era cuál? Johnny Rotten escribió con rotulador “ODIO A” en su camiseta de Pink Floyd; Joe Strummer lucía camisetas con eslóganes acuñados por Bernie Rhodes –“subfusiles en Knightsbridge”, “odio y guerra”– y escritos con aerosol por Sebastian Conran.
Los Sex Pistols pueden considerarse fruto de un plan premeditado, un proyecto urdido en torno a una teoría muy del gusto de algunos universitarios radicales y todo lo que se quiera; pero su incidencia en el pop y la sociedad fue real como la vida misma. Y, sin embargo, en Estados Unidos tenían a The Clash por un grupo más político y más peligroso para la sociedad que los Pistols, a quienes por lo general veían como una pandilla de mocosos respondones que buscaban camorra. La imagen prefabricada de The Clash no tendría por qué incomodarme –no en vano considero a los Monkees uno de los grandes logros del pop–; pero, pasados todos estos años, cuesta escuchar sin sonrojo “I’m So Bored with the USA”, su diatriba antiestadounidense. Solían decir bastantes tonterías; “los Clash nunca tendremos respetabilidad comercial”, manifestaron muy ufanos al New Musical Express. También se imponían códigos éticos, lo cual fue uno de los motivos por los que tardaron una eternidad en encontrar batería (“Tendrá que creer en lo que hacemos –explicó Mick Jones al NME–. Tendrá que decir la verdad”); y cuando los cazaban infringiendo su propio decálogo, se iban por las ramas como políticos.
The Clash terminarían grabando un álbum doble (London Calling), uno triple (Sandinista) y un par de temas de classic rock, “Rock the Casbah” y “Should I Stay or Should I Go”, futura carne de emisora estadounidense; en definitiva, ingresaron en el canon del rock. Por otro lado, el exiguo legado discográfico de Sex Pistols ha sido objeto de tanta selección, disección, inspección y rechazo desde mediados de la década de 1970, que parece casi imposible determinar de qué iban realmente. Si se pide a cuarenta punk rockers que definan el punk, se obtendrán cuarenta respuestas distintas, todas ellas válidas. Pero los Sex Pistols también defendieron una causa. Y fue la siguiente.
En su última gira británica, realizada en diciembre de 1977, solo ofrecieron cuatro conciertos (otros cuatro se cancelaron por problemas de salud o presiones políticas), el último de los cuales tuvo lugar el día de navidad en el club Ivanhoe’s de Huddersfield (Yorkshire). Antes del concierto, programado para la noche, los Pistols ofrecieron una matiné para quinientos niños menores de catorce años, hijos de unos bomberos en huelga que, con el país ya en plena recesión, se preparaban para unas navidades de lo más dickensianas.
Los Pistols transformaron el club en una gruta mágica y la llenaron de golosinas...

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