La trayectoria póstuma de Emiliano Zapata
eBook - ePub

La trayectoria póstuma de Emiliano Zapata

Mito y memoria en el México del siglo XX

Samuel Brunk, Mario Zamudio Vega, Víctor Altamirano

Share book
  1. 392 pages
  2. Spanish
  3. ePUB (mobile friendly)
  4. Available on iOS & Android
eBook - ePub

La trayectoria póstuma de Emiliano Zapata

Mito y memoria en el México del siglo XX

Samuel Brunk, Mario Zamudio Vega, Víctor Altamirano

Book details
Book preview
Table of contents
Citations

About This Book

Emiliano Zapata comenzó una nueva existencia luego de ser asesinado el 10 de abril de 1919 en la hacienda de Chinameca. Aunque muchos han puesto en duda que la traición de que fue objeto de verdad le costó la vida —se dice que envió un doble al patíbulo, que huyó a Arabia, que vaga cual fantasma por las serranías morelenses—, lo que es un hecho es que tras la muerte del máximo líder agrario de la Revolución se gestó en México y más allá de sus fronteras un mito con ramificaciones políticas, sociales, artísticas y culturales.Al recorrer la trayectoria póstuma de Zapata, Samuel Brunk revela aquí los mecanismos discursivos y ceremoniales con los que el Estado ha querido apropiarse de la imagen de Zapata y nos lleva a escuchar los corridos sobre la vida y la muerte de Emiliano, a mirar con estupor las interpretaciones de Marlon Brando y Alejandro Fernández en la pantalla grande, a hojear la prensa y los libros de texto de primaria, a contemplar los murales de Diego Rivera y la pintura de Alberto Gironella, a hurgar en las biografías —tanto las denigratorias como las hagiográficas—, a viajar a Chiapas y a Estados Unidos, para entender cómo, a lo largo del siglo XX mexicano, se gestó el culto a un héroe que comparte rasgos con Jesucristo, Quetzalcóatl y otrasdeidades mesoamericanas. Tras leer estas páginas queda claro que, a su manera, Zapata aún está vivo.

Frequently asked questions

How do I cancel my subscription?
Simply head over to the account section in settings and click on “Cancel Subscription” - it’s as simple as that. After you cancel, your membership will stay active for the remainder of the time you’ve paid for. Learn more here.
Can/how do I download books?
At the moment all of our mobile-responsive ePub books are available to download via the app. Most of our PDFs are also available to download and we're working on making the final remaining ones downloadable now. Learn more here.
What is the difference between the pricing plans?
Both plans give you full access to the library and all of Perlego’s features. The only differences are the price and subscription period: With the annual plan you’ll save around 30% compared to 12 months on the monthly plan.
What is Perlego?
We are an online textbook subscription service, where you can get access to an entire online library for less than the price of a single book per month. With over 1 million books across 1000+ topics, we’ve got you covered! Learn more here.
Do you support text-to-speech?
Look out for the read-aloud symbol on your next book to see if you can listen to it. The read-aloud tool reads text aloud for you, highlighting the text as it is being read. You can pause it, speed it up and slow it down. Learn more here.
Is La trayectoria póstuma de Emiliano Zapata an online PDF/ePUB?
Yes, you can access La trayectoria póstuma de Emiliano Zapata by Samuel Brunk, Mario Zamudio Vega, Víctor Altamirano in PDF and/or ePUB format, as well as other popular books in Storia & Storia messicana. We have over one million books available in our catalogue for you to explore.

Information

Publisher
Grano de Sal
Year
2019
ISBN
9786079836962

1. Una guerra de imágenes

El 4 de diciembre de 1914, Zapata se reunió con Pancho Villa en una escuela de Xochimilco, en el Distrito Federal, para forjar una alianza contra la facción revolucionaria de Venustiano Carranza. Fue uno de los momentos clave de los diez años de lucha armada y Zapata se vistió para la ocasión: con una chaqueta negra y pantalones negros ajustados, con botonadura de plata en cada pierna, una corbata de seda de color azul claro ligeramente anudada y una camisa color lavanda. Siendo un charro, Zapata encarnaba la elegancia rural como se entendía en su mundo, en el sur del México central: su atuendo reflejaba el éxito y buscaba causar una buena impresión, lo cual logró sin duda alguna, combinado con su mira-da oscura y penetrante, y su largo y grueso bigote, que había enroscado ligeramente en los extremos.
Zapata y Villa iniciaron su conversación quejándose de Carranza, para luego hablar sobre el desafío que significaba dirigir el país, algo para lo que ninguno de esos hombres relativamente poco educados pretendió tener la capacidad necesaria. Villa tenía más que decir que Zapata sobre la mayoría de los temas, pero, cuando abordaron el asunto de la reforma agraria, Zapata fue menos reservado: dijo que los campesinos de su región “le tienen mucho amor a la tierra. Todavía no lo creen cuando se les dice: ‘Esta tierra es tuya.’ Creen que es un sueño.” Los dos hombres conversaron sobre sus luchas individuales: Zapata habló de su rebelión de casi 17 años, desde cuando él tenía 18 y prometió que lucharía hasta la muerte con tal de lograr sus objetivos. En efecto, había mucho machismo en el ambiente: Zapata se jactó de haber ejecutado al padre de Pascual Orozco, un prominente revolucionario de Chihuahua que había apoyado al gobierno de Victoriano Huerta, al que Zapata y Villa habían ayudado recientemente a derribar, y afirmó: “yo cumplo con un deber en matar a los traidores.” También hablaron de sombreros, del de ala muy ancha de Zapata y del salacot de Villa, y aquél comentó que “no se halla con otro sombrero que el que trae”.1
Dos días más tarde, cabalgando uno al lado del otro, esos dos hombres del pueblo hicieron su entrada oficial en la ciudad de México a la cabeza de aproximadamente 50 mil efectivos para establecer un gobierno nacional. Los espectadores bordeaban las calles o se colgaban de los balcones, arrojando confeti y serpentinas. Cuando el desfile llegó al Palacio Nacional, Zapata y Villa posaron para la fotografía mencionada en la introducción: Villa sentado en la silla del presidente, arrebolado por una gran sonrisa irreprimible, y Zapata a su lado, mirando a la cámara, con el sombrero apoyado en una rodilla; tras ellos, se ve una pirámide de rostros expectantes (véase la figura 1). Zapata se rehusó a sentarse en la silla ocupada por Villa y algunos dicen que sugirió “quemarla para acabar con las ambiciones”.2
Las actividades de diciembre de 1914 no consistieron en un teatro político montado por Zapata, pero él sí proyectó una imagen o, antes bien, fueron dos las imágenes que proyectó: con la cabalgata triunfal de su entrada a la ciudad de México y las fotografías que le tomaron allí, colocó de forma simbólica su movimiento, su programa y a sí mismo en el escenario nacional, pero siempre negó ser un político. Compartía con la mayoría de los pobladores de Morelos la desconfianza hacia la clase política, de la que habían aprendido a esperar poco más que traición. Por lo tanto, no sorprende que la declaración de poder nacional en la que se había comprometido estuviera repleta de señales de que ese poder no lo embriagaría. Aunque sin duda alguna su atuendo de charro causó algún tipo de impresión en todos los que lo vieron, fue una señal en particular para sus seguidores locales. Al igual que su mirada oscura y penetrante y su largo y tupido bigote, y al igual que la reserva general, la discusión sobre la reforma agraria y el rechazo a sentarse en la silla del presidente, su vestimenta demostró que no olvidaría a sus seguidores de base; en otras palabras, los límites del teatro político eran políticos en sí mismos y ese equilibrio entre la necesidad de competir por el poder nacional y la de mantener su apoyo local, para participar en la política sin parecer un político, fue el mayor desafío en la trayectoria de Zapata como revolucionario.3
Es incierto cuándo exactamente reconoció Zapata la necesidad de crear una imagen para el consumo local, pero la imagen que terminó moldeándolo tenía profundas raíces históricas que la hicieron parecer casi natural: se creó a lo largo de muchas generaciones y había sido desarrollada en parte por unos antepasados que habían desempeñado funciones políticas y militares dignas de atención, en su pueblo natal de Anenecuilco, al menos desde que los mexicanos empezaron a luchar por la independencia en 1810. Su familia también se destacó en la pequeña medida de su éxito económico, gracias a lo cual Zapata se convirtió en uno de los ciudadanos más importantes de la región: de joven, antes de la Revolución, era propietario de algunas tierras y algunas cabezas de ganado, y opera-ba un tren de mulas que recorría el valle al sur de Cuau tla, la ciudad más importante en el oriente de Morelos.4
Ahora bien, aunque los antecedentes familiares de Zapata eran distintivos en algunos aspectos, no bastaban para diferenciarlo del medio cultural del Morelos agrario. Como la mayoría de los jóvenes de la región, participaba con entusiasmo en los eventos de los días de mercado y de fiesta —las peleas de gallos, los juegos de cartas y los fuegos artificiales, el canto, el baile y la bebida—, que eran la mejor manera que los pueblerinos conocían para romper el monótono ciclo de la vida rural. Según todos los relatos, siendo uno de los principales jinetes y jueces de caballos en el estado, Zapata también actuó en los jaripeos locales, en los que se había especializado en lazar toros.5 Entonces esas actividades formaban parte de lo que mantenía unidos a los habitantes de Anenecuilco —y otros pueblos como ése—, a pesar de sus diferencias socioeconómicas, de sexo y meramente personales. En esencia, esos pueblos estaban unidos por su historia de propiedad colectiva del recurso fundamental, la tierra, que hacía posible esa forma de vida, y por la lucha común para proteger sus tierras en contra de las haciendas vecinas, lucha que estaba llegando a un punto crítico cuando Zapata alcanzó la madurez.
Emiliano Zapata nació en 1879 y se crio durante el largo régimen de Porfirio Díaz. A lo largo de ese periodo, la agitación política que caracterizó las primeras décadas de México como nación independiente dio paso a una dictadura que produjo estabilidad a expensas de los principios republicanos de la Constitución de 1857, una estabilidad que permitió que los responsables de orquestar la política aprovecharan la oportunidad que ofrecía la tecnología de la revolución industrial para lograr una mayor integración del país a la economía mundial. Consecuentemente, alentaron la inversión extranjera y construyeron ferrocarriles; la minería floreció, la industria aumentó y tanto el comercio internacional como el mercado interno se expandieron. Los productores de caña de azúcar que dominaban la economía de Morelos buscaron activamente participar de esa prosperidad, por lo que emprendieron nuevos proyectos de irrigación e invirtieron en los equipos de molienda más modernos; para ellos, los resultados fueron gratificantes: tan sólo entre 1905 y 1908, la producción aumentó en más de 50 por ciento.
Por desgracia, los campesinos que se beneficiaron del auge fueron muy pocos. Para elevar al máximo sus ganancias, los hacendados buscaron hacerse con un mayor dominio sobre la tierra, el agua y la mano de obra, y, por medio de una combinación de maniobras legales y uso de la fuerza bruta, usurparon los recursos de los pueblos con una gran velocidad: es probable que, en 1909, 28 haciendas hayan sido las propietarias de hasta el 77 por ciento de la superficie del estado. Muchos campesinos que antes habían sido autosuficientes se vieron obligados a buscar trabajo diurno en las haciendas o incluso a convertirse en peones de tiempo completo en ellas. La inseguridad individual iba en aumento, mientras la incómoda coexistencia que se había establecido después de la conquista española entre las haciendas y los pueblos parecía estar desapareciendo; muchas ciudades y pueblos dejaron de prosperar y algunos de estos últimos desaparecieron por completo; los campesinos que se resistían a ese tipo de progreso podían ser reclutados, encarcelados o llevados por la fuerza a trabajar en las plantaciones de los estados de Oaxaca o Yucatán.6
No es sorprendente, entonces, que el ingreso de Zapata en el registro histórico se relacione con el problema de la tierra, aunque es probable que, a los 17 o 18 años, cuando, según se sabe, dio comienzo su rebelión personal, esa relación haya sido indirecta solamente. Dadas las tensiones de los arreglos porfirianos, la vida cotidiana de los pueblos estaba llena de conflictos potenciales y, como lo expresó un poblador de Anenecuilco años más tarde: “Miliano era un hombre valiente, que no se sabía dejar de nadie; por eso, ya desde los tiempos de paz, anduvo de malas.” Sin embargo, cuando es posible documentarlo, en 1906, la asistencia de Zapata a una reunión en la que Anenecuilco intentó solucionar sus dificultades con una hacienda vecina, la tierra era claramente el problema más importante: Zapata había dado comienzo a una lucha para defender su pueblo y otros como ése, una lucha que, como le anticipó a Villa, solamente terminaría con su muerte.7
Aunque Zapata era entonces poco más que un pequeño alborotador en el esquema del porfiriato, en 1909, cuando el anciano presidente del ayuntamiento del pueblo renunció, era justo lo que Anenecuilco necesitaba. Las actividades pasadas de su familia, sus propios esfuerzos por defender las tierras del pueblo y su reputación como hombre valiente y algo rebelde deben de haber influido en la decisión de los habitantes del pueblo, quienes le dieron una impresionante mayoría de votos. Lo que obtuvieron los pobladores de Anenecuilco con Zapata fue un dirigente que no sólo era uno de ellos sino que era uno de los mejores: era un poco más alto que el campesino promedio y de complexión media; su limitada educación formal le impedía conocer mucho acerca de las cosas que uno aprende en los libros, pero entendía el mundo que lo rodeaba; parecía justo y digno de confianza, y tenía el suficiente dominio de sí mismo como para no perderse en la bebida como lo hacían muchos lugareños. Fundamentalmente, su elección fue una señal de que los habitantes de Anenecuilco querían un hombre de acción que pudiera hacer lo necesario para lograr que su pueblo sobreviviera al progreso porfirista.8
Lo necesario no significaba una revuelta inmediata, pero las condiciones que harían posible que Zapata ayudara a derrocar el gobierno de Porfirio Díaz estaban evolucionando. En 1908, en una célebre entrevista con el periodista estadounidense James Creelman, Díaz anunció que, cuando terminara su mandato en 1910, no volvería a postularse para la presidencia, como lo había hecho cada cuatro años a lo largo de su dictadura, para darle una apariencia de legitimidad; sin embargo, pronto cambió de opinión, pero la esperanza que había despertado con esa entrevista ayudó a generar el desafío electoral de un hacendado coahuilense llamado Francisco I. Madero. Durante su campaña, Madero aprovechó el creciente descontento con las políticas de Díaz y éste dio pruebas de que la edad ya había afectado su buen juicio político: en el verano de ese año encarceló a Madero, que cada vez adquiría más popularidad, mientras se manipulaban las elecciones; después de éstas, subestimando la amenaza que representaba, Díaz puso en libertad a Madero, quien huyó a través de la frontera a San Antonio, Texas, donde, con el Plan de San Luis, proclamó su intención de combatir a Díaz.
La revuelta de Madero, planeada inicialmente para el 20 de noviembre de 1910, tuvo un inicio lento: Zapata era uno de los muchos rebeldes potenciales que todavía no estaban listos para hacer la guerra; sin embargo, la guerra de guerrillas sí dio comienzo, en especial en el norteño estado de Chihuahua. Zapata y aquellos de los alrededores de Anenecuilco que conspiraron con él vieron su oportunidad: la rebelión, ya más amplia, distraería al ejército represor del Estado porfirista, lo que facilitaría el inicio de los levantamientos locales y también podría darles legitimidad. En la búsqueda de esa legitimidad, Zapata empezó a participar cada vez más en un tipo de política que no había utilizado para ganarse la confianza de los habitantes de Anenecuilco: el primer paso que dieron él y sus compañeros de conspiración fue enviar a Texas a uno de los suyos, Pablo Torres Burgos, de Villa de Ayala, para lograr que Madero reconociera su movimiento. Cuando Torres Burgos regresó con la aprobación de Madero, no había mucho más qué hacer sino comenzar: tomaron las armas el 11 de marzo de 1911 y partieron en busca de un refugio en las montañas del sur de Puebla, reclutando gente a lo largo del camino.9
Torres Burgos fue el primer dirigente de la revuelta, debido probable-mente al apoyo local, ratificado por Madero: sus aptitudes para esa posición política incluían una mejor educación formal que la de Zapata y una mayor experiencia en la política estatal; sin embargo, no estaba especialmente calificado para encabezar una rebelión popular, como pronto lo demostraron los acontecimientos. Menos de dos semanas después de que comenzara el levantamiento, las fuerzas dirigidas por el septuagenario Gabriel Tepepa tomaron por un breve lapso el pueblo de Tlaquiltenango, en Morelos, y, contra las órdenes de Torres Burgos, lo saquearon. Cuando los otros cabecillas del movimiento se negaron a condenar el saqueo, Torres Burgos renunció. En la tarde siguiente, cuando él y sus dos hijos iban de camino a su casa, fueron asesinados a tiros por las tropas federales. Ese mismo día, un improvisado consejo de campesinos rebeldes eligió a Zapata para asumir la dirección de la revuelta: lo que parecen haber visto en él fue un hombre que podía aceptar las realidades del conflicto porque estaba inmerso en la cultura de los campesinos —a diferencia, tal vez, de Torres Burgos, un maestro de escuela con más educación formal—, pero también porque era un hombre estable, que no permitiría que la ira le nublase el pensamiento, como le había ocurrido a Tepepa; esta versión de Zapata no era muy diferente de la imagen que los habitantes de Anenecuilco habían acogido.10
El mando de Zapata al frente de la creciente rebelión fue pronto confirmado en dos ocasiones diferentes. La primera fue cuando, el 4 de abril, se encontró con un antiguo estudiante de medicina de la ciudad de Puebla llamado Juan Andreu Almazán, quien afirmaba ser un emisario de Madero y declaró que Zapata era el jefe de la revolución en Morelos, cargo que Zapata había empezado a buscar —para ello, casi en cuanto reemplazó a Torres Burgos, había enviado un mensaje a los maderistas que operaban en la ciudad de México—. La segunda ocasión tuvo lugar poco después, cuando, a instancias de un delegado maderista que esperaba coordinar las actividades de diferentes jefes de tropas, Zapata se reunió con Ambrosio Figueroa, cuyas operaciones revolucionarias se centraban en el vecino estado de Guerrero: el pacto que firmaron Zapata y Figueroa dio al primero el dominio en Morelos y, al segundo, la primacía en su estado natal.11
Ahora bien, en aquel momento, para cultivar la reputación personal era más importante ganar batallas que efectuar maniobras políticas entre los dirigentes revolucionarios. Zapata y sus seguidores pronto se hicieron adeptos a la guerra de guerrillas, alejándose de las grandes concentraciones de tropas federales y, por el contrario, enfocando sus ataques en pueblos y haciendas débilmente defendidos, en los que obtenían armas y provisiones, para después seguir su desplazamiento antes de que llegara el enemigo. Cuando las fuerzas federales se dividían en grupos más pequeños, en un esfuerzo por rastrear a los guerrilleros, éstos les tendían emboscadas, aprovechando hábilmente su profundo conocimiento del terreno. A los combatientes adiestrados en la guerra convencional eso les parecía una cobardía, pero las tácticas funcionaban y el éxito atraía a cada vez más personas al lado de Zapata, quien, a principios de abril, ya comandaba a entre 800 y 1000 hombres; el 12 de mayo puso sitio a Cuau tla con alrededor 4000 combatientes y una semana más tarde tomó esa población, asestando uno de los golpes finales al tambaleante régimen de Díaz: el día 21 de ese mismo mes, el ejército federal evacuó Cuernavaca, la capital del estado, dejando la entidad completamente en manos de los rebeldes.12
Mientras las tropas federales abandonaban Morelos, los representantes del antiguo régimen y los de Francisco I. Madero llegaron al acuerdo que puso fin a los combates de la revolución maderista: el Tratado de Ciudad Juárez. El 10 de mayo, en la batalla más importante de la primera etapa de la Revolución, las fuerzas de Madero tomaron esa ciudad fronteriza del estado de Chihuahua, por la que el tratado recibió su nombre. Esa batalla fue importante porque dio a los revolucionarios del norte un acceso más fácil a las armas y otros recursos fundamentales disponibles en Estados Unidos; no significó que el ejército federal hubier...

Table of contents