Las neuronas de Dios
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Las neuronas de Dios

Una neurociencia de la religión, la espiritualidad y la luz al final del túnel

Diego Golombek

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Las neuronas de Dios

Una neurociencia de la religión, la espiritualidad y la luz al final del túnel

Diego Golombek

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¿Por qué, en pleno siglo XXI, seguimos creyendo en algo o alguien superior, llámese Dios, meditación trascendental, espiritualidad o sentido de la vida? ¿De dónde surge esta necesidad, antigua como nuestra especie, de preguntarnos por lo que habrá "después" o lo que está "más allá"? ¿Viene "de fábrica" o es un producto de la cultura? ¿Por qué Messi mira al cielo después de hacer un gol? En este libro fascinante, que es un verdadero viaje al corazón de las creencias, Diego Golombek se anima a proponer una ciencia de la religión como fenómeno eminentemente humano.A lo largo de estas páginas, nuestro autor pasa revista a un sinfín de experimentos que muestran cómo actúan las neuronas de monjas rezadoras, budistas meditadores, pentecostales o iluminados con LSD, peyote, ayahuasca y hongos alucinógenos varios. Recorre las historias de quienes han atravesado experiencias límite, como trances epilépticos o la vivencia de la propia muerte con la misteriosa luz al final del túnel. E incluso se mete en el mundo de los rituales diseñados ad hoc y los asesores espirituales robóticos.La investigación científica que, entre otras cosas, ha encontrado circuitos cerebrales en la base de visiones y experiencias místicas sugiere que, si la creencia en lo sobrenatural está tan arraigada en nuestra especie, quizá se deba a alguna ventaja adaptativa que tuvo a lo largo de nuestra historia. De hecho, está demostrado que la religión reduce la ansiedad, estimula la empatía con los demás y los lazos comunitarios y aporta mayor seguridad personal. ¿Será que las tecnologías religiosas surgieron como un subproducto del desarrollo cognitivo de los humanos, pero se revelaron tan beneficiosas que siguen con nosotros desde hace millones de años? Con sentido del humor y una claridad a toda prueba, Diego Golombek nos propone una aventura desafiante: la búsqueda de Dios en los pliegues del cerebro humano.

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Information

Year
2019
ISBN
9789876294997
La ciencia de Dios
Ciencia mística
Si uno anda paseando por Roma puede toparse con una iglesia en la vía XX Settembre, cerca del metro Repubblica, bastante visitada por los turistas que recorren el mundo en busca de los escenarios de los best-sellers del escritor Dan Brown. Efectivamente, la Iglesia de Santa Maria Della Vittoria tiene su importancia en la novela Ángeles y demonios –donde en cierta forma representa al fuego–, aunque, como suele suceder, los detalles de ficción no tienen mucho que ver con la realidad. Vale la pena entrar y detenerse en la capilla Cornaro –donde esa familia está representada en forma de esculturas que asoman de palcos y ventanas– para deleitarse con una de las obras maestras de Gian Lorenzo Bernini: El éxtasis de Santa Teresa. Los Cornaro comisionaron estas esculturas para celebrar las visiones de Santa Teresa, quien escribió extensamente sobre sus experiencias místicas; en este caso, la santa está siendo visitada por un ángel sonriente, y armado con una especie de flecha que seguramente está transmitiendo el amor y la palabra de Dios. El rostro de Teresa encarna la imagen misma del éxtasis, pero quizá sea mejor recuperar sus palabras:
A mi izquierda apareció un ángel con forma corpórea, lo que no es muy usual; aunque muchas veces se me representan los ángeles, en general no los puedo ver […]. No era alto, sino más bien pequeño, y muy hermoso, y su cara aparecía como en llamas. […] En sus manos vi una lanza dorada, y en la punta de hierro parecía haber una punta de fuego. Clavó esta lanza en mi corazón varias veces de manera que llegó a mis entrañas, lo que me inflamó y consumió con el amor de Dios. El dolor fue muy intenso, […] pero la dulzura de este dolor era tan extrema que no deseaba que se acabara; un dolor espiritual, pero en el que el cuerpo también participa.[10]
No cabe duda de que Bernini captura este momento de manera magistral, con el rostro y el cuerpo de la santa representando el éxtasis que ella misma relata de manera bastante explícita. Tal vez esta descripción del encuentro místico sea un buen ejemplo de que, en toda aventura espiritual, el cuerpo, los sentidos y la imaginación están siempre involucrados. Lo más fascinante es que se llega a tener conciencia de que las experiencias místicas son, como los sueños, los recuerdos de esas experiencias místicas.[11] Y a veces estos recuerdos nos dejan con la sensación de trascendencia, de un más allá que vivenciamos pero no podemos explicar, como bien lo describe San Juan de la Cruz en sus “Coplas del mismo hechas sobre un éxtasis de alta contemplación”. En ellas, de paso, el santo se preocupa por aclarar que estos momentos no tienen nada que ver con la ciencia:
Entreme donde no supe,
y quedeme no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.
Yo no supe dónde entraba,
pero, cuando allí me vi,
sin saber dónde me estaba,
grandes cosas entendí;
no diré lo que sentí,
que me quedé no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.
[…] Era cosa tan secreta,
que me quedé balbuciendo,
toda ciencia trascendiendo.
Estaba tan embebido,
tan absorto y ajenado,
que se quedó mi sentido
de todo sentir privado,
y el espíritu dotado
de un entender no entendiendo,
toda ciencia trascendiendo.
El que allí llega de vero,
de sí mismo desfallesce;
cuanto sabía primero
mucho bajo le parece;
y su ciencia tanto crece,
que se queda no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo.
[…] Y es de tan alta excelencia
aqueste sumo saber,
que no hay facultad ni ciencia
que le puedan emprender.
Si de San Juan dependiera, este libro no podría existir: la ciencia y la experiencia religiosa representan dos bandos –tú con el tuyo, y yo con el mío–. Pero si partimos aceptando la absoluta honestidad de los santos y de todos cuantos experimentan estos momentos de éxtasis, no podemos quedarnos de cerebros cruzados y asumir la revelación sin más: nuestro instinto nos obliga a intentar comprenderla y explicarla. Somos bichos curiosos, y es gracias a esa curiosidad que logramos arrebatarle algunos secretos a la naturaleza; si la fe, la religión, la creencia en lo sobrenatural son parte de lo que nos hace humanos, bien vale una mirada racional que nos ayude a conocernos un poco más. En este sentido, mejor no seguir las enseñanzas de Lutero, quien directamente afirmó:
La razón es el mayor enemigo que tiene la fe: nunca viene en ayuda de los seres espirituales, pero –frecuentemente– lucha contra la palabra divina, tratando con desprecio todo lo que emana de Dios.
La razón puede y debe ayudar a comprender a esos seres espirituales, porque nada de lo humano le es ajeno. Parecería que en la base misma de los fenómenos místicos necesariamente debe haber un velo de oscuridad: la propia palabra místico proviene del griego y significa algo así como “ocultar”, que podría referirse a rituales secretos o interpretaciones escondidas en las escrituras sagradas. Y esa oscuridad ha sido desafiada por diversos filósofos, y más recientemente también por muchos científicos, deseosos de entender de qué se trata. Uno de los clásicos es sin duda William James, mi héroe personal y fundador de la psicología como ciencia, que en su maravilloso libro Las variedades de la experiencia religiosa narra creencias desde el punto de vista de la mente del usuario e inicia una era que se aboca a clasificar las experiencias religiosas, incluyendo las visiones, las conversiones y las búsquedas de evidencias experimentales de la espiritualidad.[12] Como veremos más adelante, quien busca encuentra, y si la búsqueda se refiere a una señal divina, no será difícil encontrarla en la forma de las nubes, o en el dibujo de una tostada o, como propone Woody Allen: “Si Dios tan sólo me diera alguna señal clara… como hacer un depósito importante a mi nombre en un banco suizo”.
Pero volvamos a los místicos y el poder de sus relatos. El dulce dolor de Santa Teresa es un rasgo que aparece en diversas descripciones místicas. Es, por ejemplo, similar al que siente San Pablo cuando se encuentra con Jesús resucitado cerca de Damasco: una “estaca en la carne”, que podría tener que ver con una serie de ataques tomando el control de su cuerpo. Y también al aura que experimentaban Juana de Arco o Hildergarda de Binden –entre otros místicos famosos– justo antes de sus espectaculares visiones. En otras palabras: el espíritu siempre se manifiesta en el cuerpo o, podríamos aventurar, hay cambios en el cuerpo que preceden y configuran la experiencia espiritual.[13]
Recordemos nuestra premisa: una ciencia de la religión. El objetivo no es atacar las versiones literales de la Biblia o de los personajes centrales de diversos ritos, blanco fácil de ironías y que en general no resisten el mínimo análisis.[14] Al contrario, estas historias son un buen punto de partida para entender un fenómeno tan universal como las creencias, que obviamente necesitan mitos fundacionales para mantenerse en pie –y para continuar creciendo en tiempos de superpoblación y papas hinchas de San Lorenzo–. Justamente en esa universalidad radica uno de los secretos de la religión. ¿Hay culturas verdaderamente universales? Uno podría pensar en el fútbol, los teléfonos celulares o las hamburguesas de McDonald’s, pero son fenómenos efímeros, ejemplos de un pedacito ínfimo de la historia. Por el contrario, los códigos morales, las creencias en lo sobrenatural, las preocupaciones por la muerte y el más allá o los ritos religiosos son globales, geográfica e históricamente hablando. Y eso nos impone explorar qué tiene que ver en esto la biología, que, como veremos enseguida, sólo tiene sentido si se la mira a través del prisma de la evolución.[15]
Evolución, evolución (cantaban las furiosas bestias)
Yo era el rey de este lugar, hasta que un día llegaron ellos. Más allá de la canción de Sui Generis, estos versos parecen resumir parte de los efectos de la teoría evolutiva: nosotros, los humanos, llegamos al mundo como parte de una larga cadena de acontecimientos azarosos por los que ciertas tendencias y adaptaciones fueron manteniéndose y, en algunos casos, alejando a poblaciones unas de otras hasta que se originaron nuevas especies.[16]
Una de esas especies –ustedes, yo mismo– experimentó un crecimiento cerebral y cognitivo tal que la hizo reflexionar sobre sí misma: “Hoy estamos, mañana no”, “No somos nada”, “Creer o reventar”, “A dónde vamos, de dónde venimos” –y otras frases de velorio y despedidas de soltero–. En algunos de esos recovecos del cerebro fue ganando espacio y preponderancia la necesidad (y tal vez el alivio) de creer en algo: en el sol que sale todas las mañanas, en la lluvia, en los animales fabulosos, en la creación. Pero –y es un pero importante– no estamos solos en la madrugada de las creencias; no somos bichos ermitaños e individualistas, cada uno con sus dioses o sus trucos para ganar la lotería: los bichos humanos tienen cierta tendencia a amontonarse, a revolotear cerca los unos de los otros. Así, esa creencia –o ese conjunto de creencias– fue generando reglas, códigos, tribus urbanas y, sin darnos cuenta, fue configurándose el fenómeno religioso.
Como siempre, las palabras no son inocentes, y el término “religión” ha admitido múltiples interpretaciones. Por ejemplo, Cicerón dice que los religiosos son los que hacen una relectura de los cultos divinos, aunque la interpretación más aceptada es la que lo vincula a religare, estar ligado o atado, seguramente a Dios y sus circunstancias.[17]
Más allá del origen de las palabras, está el origen de las cosas. No cabe duda de que la religión ha sido parte indisoluble de lo humano, tanto de su individualidad como de su organización, y aquí nuevamente se bifurcan las ideas sobre su nacimiento: por un lado están quienes buscan explicarla como una adaptación evolutiva y, por otro, quienes opinan que las experiencias religiosas son una expresión de otros aspectos del comportamiento y el sistema nervioso humanos, una especie de subproducto cognitivo de algo que estaba ahí para otra cosa[18] y creció hasta generar papas, ayatolás, rabinos y teologías de la liberación. La religión y sus ritos son, también, una expresión de la imaginación humana, que explotó en algún momento del paleolítico superior (hace unos veinte mil años, día más, día menos) y nos dejó instrumentos, pinturas y preguntas sobre nuestros antepasados.[19] En algunas de las cuevas prehistóricas se observa claramente el deseo de nuestros tatarabuelísimos de creer, de trascender, de apostar por el éxito de la caza: hay quienes ven en las pinturas de las cuevas de Altamira un claro antecesor de la capilla Sixtina. El físico Jorge Wagensberg ha hecho notar que el simbolismo de las pinturas rupestres también apunta al ambiente en que fueron creadas. Así, en el arte prehistórico europeo, la combinación del frío, la escasez de recursos y los recelos hacia la tribu de enfrente habría generado la necesidad de un pensamiento mágico, de hacer aparecer un mundo mejor en las paredes de la cueva. Por el contrario, las pinturas de las cuevas de Piahuí, en Brasil, reflejan gente feliz, sin simbolismo religioso –hay incluso un niño besando en la frente a otro niño–. Tal vez el estar pintando en una zona de gran riqueza ambiental, sin enemigos naturales, vuelva innecesarias la magia y las invocaciones. Luego vendrían el carnaval y los umbandas, pero esa es otra historia.
Aquel pintor prehistórico que quiso invocar la cena de esa noche no estaba necesariamente lejos de las motivaciones de un creyente moderno. Según un estudio de la Universidad de Chicago,[20] los creyentes son bastante egocéntricos en cuanto a sus creencias sobre Dios, y utilizan sus propios criterios religiosos como guía para juzgar a los otros. O sea: nos basamos en nuestras propias creencias para entender el mundo, en particular si se trata de creencias religiosas, y las de los otros no activan nuestro cerebro de manera significativa.
Lo que nos ocupa aquí es, en definitiva, si la religión es un fenómeno natural y, por lo tanto, si está sujeta a las leyes de la evolución biológica. Hay quienes intentan trazar un paralelismo con la universalidad del lenguaje, que apunta a mecanismos cerebrales seleccionados a lo largo de la historia evolutiva. Otros, desde la vereda de enfrente, apuntan que la creencia religiosa puede ser universal, pero no por ser innata sino porque estas creencias emergen en todas las sociedades que se enfrentan a problemas similares.
Si esto fuera así, y la religión fuera un bien eminentemente cultural, entonces habría que aprenderlo, pero existen evidencias de que algunos fenómenos religiosos globales son efectivamente innatos. Por ejemplo, los niños suelen ser dualistas natos: saben distinguir entre objetos materiales y entes abstractos o sociales –de allí a una distinción entre materia y espíritu hay sólo un paso, que es el equivalente a lo que proponen las religiones monoteístas con respecto a un Dios omnipotente pero no necesariamente corporal o material–. Asimismo, estudios con niños en edad preescolar indican que algunas funciones cognitivas dependen del cerebro, pero otras, como jugar a ser un animal o querer a la familia, no son eventos que tengan que ver con la actividad cerebral. Cualquier semejanza con el argumento religioso según el cual las funciones espirituales son, justamente, espirituales y no materiales, no es pura coincidencia.
Los niños tienen además un fuerte apego por las creencias en algún tipo de vida después de la muerte: cuando se les cuenta una historia sobre un ratón que se muere, está claro que el cuerpo “no funciona más”, pero aún puede sentir hambre, pensar y otras cuestiones ratoniles. Se fue el cuerpo, queda algún tipo de alma.
También desarrollan la idea de que los objetos inanimados pueden tener algún tipo de intención (algo que los adultos luego traducirán diciendo que las llaves “se pierden solas”, para hacernos la vida imposible). Hay una famosa p...

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