Desculturalizar la cultura
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Desculturalizar la cultura

La gestión cultural como forma de acción política

Víctor Vich

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Desculturalizar la cultura

La gestión cultural como forma de acción política

Víctor Vich

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En el campo de la cultura, se dice que los que hacen no reflexionan y los que reflexionan no hacen. Esta disociación entre los responsables de la gestión cultural y los académicos se convierte en un obstáculo para que la cultura funcione no sólo como un espacio de trabajo, sino también de intervención y compromiso social. En esa área cada vez más afianzada, no se pueden elaborar políticas sin saber a quiénes afecta la exclusión social y quiénes se movilizan para desafiarla, qué cambios se han operado en el mundo actual, en las instituciones y en las distintas tramas de poder en la sociedad.¿Cómo proponer políticas culturales transformadoras, que contemplen los diversos espacios de constitución de los sujetos, desde la calle y la televisión hasta los libros y el mundo digital? ¿Cómo pensarlas desde los aportes del pensamiento crítico y los estudios culturales? ¿Cómo construir un proyecto democratizador e integrador, que se distancie del puro activismo tecnocrático? Este libro aborda estas preguntas con decisión política. Escrito con una prosa clara y de fácil acceso, propone que la cultura se involucre transversalmente en las políticas laborales, de vivienda, seguridad o salud, dado que de ellas dependen aspectos tan cruciales como la calidad de vida, la generación de una mayor libertad individual y la disponibilidad de tiempo libre. Y debate largamente con un intelectual de la talla de Mario Vargas Llosa, para esclarecer los vínculos entre cultura, mercado e industrias del entretenimiento.Pensado como un puente entre la academia y la gestión, Desculturizar la cultura es una herramienta fundamental para que profesionales, técnicos, artistas, activistas e investigadores articulen esfuerzos y talentos y logren, finalmente, que las políticas culturales impulsen procesos de transformación social en la vida cotidiana.

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Information

Year
2019
ISBN
9789876294706
Topic
Arte
Subtopic
Arte general
1. Sobre cultura, heterogeneidad, diferencia y poder
En las últimas décadas, las categorías que constituyen el título de este capítulo han sido motivo de intensos debates académicos. Pero también (y sobre todo) de un conjunto de voluntades políticas comprometidas en la desestabilización de ideologías que homogeneizan el gusto y reprimen la constitución de los sujetos como portadores de identidades situacionales y de espacios para el reconocimiento de lo plural y diverso. El presente ensayo tiene como objetivo presentar algunos temas relacionados con los debates recientes en torno a estas cuatro categorías, tan importantes para el trabajo en gestión cultural.
Sobre cultura
Una buena manera de comenzar a trabajar en políticas culturales pasa por entender que la palabra “cultura” contiene una irresoluble tensión interna. Como ya vimos en la introducción de este libro, se trata de la tensión entre producir y ser producido (Eagleton, 2001: 16). Es decir que lo cultural refiere tanto a la posibilidad de crear algo nuevo como a una afianzada manera de ser socializado. La cultura es, en efecto, tanto un particular estilo de vida (un modo de seguir las reglas, una forma de control social, un disciplinamiento educativo) como la capacidad para producir permanentemente un conjunto de objetos y de prácticas que, sin embargo, también pueden contribuir a cambiar esa misma forma de vida.
De hecho, hoy el paradigma de La Cultura (en singular y con mayúscula) ha entrado en crisis por varias razones. La primera se encuentra relacionada con el reconocimiento de la existencia de múltiples culturas que ya no pueden continuar siendo entendidas desde paradigmas evolucionistas. Entender la cultura como una práctica reguladora de un gusto autodenominado “universal” y, por lo tanto, conceptualizada como una maquinaria productora de jerarquías y de series por ordenar es peligroso y ya sabemos bien qué tipo de consecuencias genera: autoritarismo y violencia. En efecto, el desarrollo de la antropología contemporánea, las teorías sobre el funcionamiento de la ideología, las preguntas sobre la constitución de la subjetividad, las investigaciones de Michel Foucault sobre el lado oscuro de la modernidad y, finalmente, los problemas epistemológicos planteados por la filosofía del lenguaje han terminado por desestabilizar algunos presupuestos asentados sobre la idea tradicional de cultura.
En la actualidad las posiciones más difundidas sostienen que no debería existir más La Cultura como categoría absoluta y universal, sino sólo las culturas, vale decir, múltiples formas de aprehender el mundo. La cultura, por tanto, ya no debería hacer referencia a un conjunto de prácticas autonombradas como “superiores”, sino a todo aquello que es socialmente aprendido, al tejido de relaciones materiales y simbólicas que estructuran y dan particularidad a una comunidad específica. Junto con las formas económicas y las instituciones políticas, la cultura es un conjunto de prácticas que configuran nuestra vida social a partir de la generación de hábitos y de creencias, de relaciones sociales diversas.
Desde esta perspectiva, se sostiene que la cultura es aquello que produce tanto identidades como relaciones sociales y que todos los sujetos estamos insertos en ella. La cultura, cualquiera que sea, funda en los sujetos una epistemología desde donde interpretamos el mundo y nos relacionamos con él. En ese sentido, la cultura ya no puede ser entendida como una dimensión externa a la subjetividad a la que es necesario acceder (muchas veces, despojándose de lo propio). Todos los sujetos somos constituidos en el interior de una cultura.
La cultura ya no se define en oposición a la ignorancia, sino como el reino de lo aprendido, conformado por lo que es histórico y no natural. Entonces, resulta que todos tenemos cultura, pero que esta es diferente según los pueblos, las épocas y los grupos sociales. Así como los peces no saben que están insertos en el agua, los seres humanos ignoramos también que nuestro mundo cotidiano está estructurado por creencias y valores que son creaciones colectivas y que tienen una historia. La cultura es definida como un “tejido simbólico” o una “red de significaciones” que se encarna en un cosmos, que crea un sentido ahí donde reinarían el caos y el absurdo. Así, conocer la cultura del otro hace posible comprender su racionalidad y, de otro lado, tomar conciencia de lo arbitrario y de lo contingente de nuestro propio punto de vista. Cada mundo social tiene una cultura que sustenta modos de vida característicos. En realidad, el principio tácito o condición de posibilidad de esta definición es la crítica al racismo y del etnocentrismo, es decir, del otro en su igual dignidad humana, pero en su (legítima) diferencia histórica (Portocarrero, 2004: 294).
De hecho, esta definición es muy importante, pero también ha sido problematizada por varias razones: porque la cultura nunca es un sistema unificado, sino un espacio de dominación construido por la hegemonía; porque la cultura no es sólo el “tejido simbólico”, sino que involucra lo afectivo, es decir, porque más allá de las investiduras simbólicas siempre existe un núcleo de afectos, pulsiones y goces hondamente asentados que son los que sostienen hábitos diversos; y, finalmente, porque no podemos caer en un relativismo populista situado más allá, no sólo de juicios morales y estéticos, sino de la consideración sobre las relaciones de poder. No se trata, entonces, de asumir el relativismo cultural como una premisa básica de las políticas culturales. Se trata, antes bien, de reconocer la pluralidad del mundo que habitamos, vale decir, de estar siempre abiertos a relativizar lo propio, pero sin dejar de observar cómo se constituyen las dinámicas de poder que existen entre las culturas, en los intercambios entre ellas y en la apertura que todas deberían tener hacia lo múltiple y diverso.
El relativismo cultural naufraga, finalmente, por apoyarse en una concepción atomizada y cándida del poder; imagina a cada cultura existiendo sin saber nada de las otras, como si el mundo fuera un vasto museo de economías de autosuficiencia, imperturbable ante la proximidad de las demás, repitiendo invariablemente sus códigos, sus relaciones internas… La transnacionalización del capital, acompañada de la transnacionalización de la cultura, impone un intercambio desigual de los bienes materiales y simbólicos (García Canclini, 1982: 28-29).
En todo caso, siempre que hablamos de cultura tenemos que hablar de cambio, hibridez, diferenciaciones internas, habitus heredados y relaciones de poder, pero también de una agencia humana que pueda ser capaz de transformar todo aquello. En cuanto dispositivo de control y poder social o herramienta para trasformar una forma de vida, los objetos culturales están directamente relacionados con la desigualdad, la discriminación y la dominación social. Entendida como domesticación de las pulsiones, progreso social o, por el contrario, utilizada como una crítica a una particular forma de entender el progreso, la cultura es una instancia estratégica para cualquier proyecto político. Intentaré desarrollar con más detalle algunos de estos puntos.
Sobre heterogeneidad
En mi opinión, la categoría de heterogeneidad resulta fundamental en un debate sobre políticas culturales y, por lo tanto, para cualquier definición de “cultura” (o culturas) que no quiera caer en el etnocentrismo. La heterogeneidad complementa (y quizá precisa) otras dos categorías fuertemente arraigadas en los estudios culturales latinoamericanos, que son la transculturación y la hibridez.
La transculturación fue un concepto acuñado por Fernando Ortiz (1978 [1940]) y luego desarrollado por Ángel Rama (1985) que pretendió superar la perspectiva unidireccional de la categoría de asimilación y afinar el conjunto de significados que implicaba la tan discutida categoría de mestizaje, entendida como simple encuentro cultural. Por “transculturación” se ha hecho referencia a diferentes formas de contacto donde las dos culturas terminan mutuamente afectadas y donde el nuevo producto asume una identidad más heterogénea e inestable.
La transculturación, en efecto, refiere al momento en que dos culturas chocan y, mediante una lucha de fuerzas, los elementos de una de ellas pasan a integrarse, no sin tensión, dentro de la otra. En ese sentido, se ha enfatizado en que la transculturación es algo que ocurre entre la cultura hegemónica y las culturas subalternas, y por lo tanto se trata de una especie de devenir teleológico que consistiría en la necesidad de integrar lo popular dentro del marco hegemónico y occidental (Beverley, 1998: 270). Lo que está en juego, dice Rama, es poner en crisis la identidad del marco y “obligar a la nacionalidad a aceptar nuevas proposiciones” (1985: 158).
En el arte colonial peruano esta dinámica resulta muy clara. Por ejemplo, en la Catedral del Cusco hay un famoso cuadro, La última cena, donde puede observarse la presencia de un cuy andino como uno de los platos que Jesús compartió esa noche con sus apóstoles. Puede decirse que en ese cuadro se está transculturando un elemento popular para que empiece a funcionar dentro de los códigos de un emergente nacionalismo criollo. Más aún, si lo pensamos desde la lógica del poder, hay que notar que no son los elementos de occidente los que se integran dentro de un marco transculturador indígena, sino que, antes bien, son los elementos de la cultura indígena los que empiezan a funcionar, como elementos curiosos (aunque ciertamente desestabilizadores), dentro de un patrón occidental constituido como hegemónico.
Ahora bien, cualquiera podría preguntarse: ¿por qué el cuy andino es el único elemento que consiguió ingresar al cuadro y qué ocurrió con tantos otros que no pudieron hacerlo? Es aquí donde aparece la categoría de heterogeneidad, que bien puede entenderse como una especie de transculturación fallida, no teleológica y no necesariamente dialéctica (Cornejo Polar, 1996). Es decir, la heterogeneidad afirmaría que en todo contacto cultural hay siempre elementos que no se transculturan (vale decir, que se pierden o que se resisten a ser asimilados), a los que también hay que prestar atención con urgencia. A diferencia de la categoría de hibridez (García Canclini, 1989) que pone el acento en la presencia de elementos diversos dentro del objeto transculturado, la heterogeneidad subraya las pérdidas y las exclusiones: el lugar donde se reconfigura el poder.
Avancemos un poco más: la heterogeneidad es el encuentro de una forma con algo, pero en realidad nunca sabemos bien en qué consiste ese algo. La heterogeneidad funciona cuando tenemos cierto respeto por lo que es diferente pero no queremos dejar que una forma (hegemónica) lo invada por completo.[1] Esto es, la heterogeneidad aparece cuando nos damos cuenta de que las cosas ya no pueden continuar pensándose como esencias (o, en todo caso, necesitaríamos una definición no esencialista de las esencias), sino, antes bien, en términos de diferencia.
En este punto, es necesario detenernos para esclarecer lo que entendemos por esta última categoría: si partimos de la consideración estructuralista que afirma que las identidades sociales son siempre efectos relacionales y que se constituyen no tanto por lo que son en sí mismas sino por lo que excluyen, entonces podemos concluir que las relaciones entre una identidad y la otra son parte de un mismo proceso que todas ellas necesitan para existir. Una identidad nunca puede, en efecto, constituirse sin la presencia de algo que funcione como su opuesto y que, por lo general, se describe en términos amenazantes.
De esta manera, la pregunta por la diferencia se vuelve muy pertinente si no cometemos el error de considerarla como algo que surge entre una identidad y otra, sino, antes bien, como parte de la condición final de toda identidad y como encaje de su límite constitutivo (Butler, 2000: 113). De hecho, tanto los estructuralistas como los deconstructivistas demostraron que el significado es algo que se produce en la combinación de los significantes y que la producción de cualquier significado requiere, en buena medida, de su ubicación dentro de una cadena de elementos que se encuentran ausentes. Toril Moi lo ha explicado de la siguiente manera:
La interacción entre presencia y ausencia que da lugar al significado opera a modo de aplazamiento: el significado no es nunca presente, sino que está construido mediante el proceso potencialmente interminable de aludir a todos los restantes significantes ausentes. Se puede decir que el significante “siguiente” da sentido al “anterior”, y así sucesivamente ad infinitum. De esta manera no puede existir un significado trascendental donde este proceso de aplazamiento llegue a un fin. Este significado trascendental tendría que tener sentido en sí mismo, asistirse completamente a sí mismo, no requerir ni un origen ni un final distinto de sí mismo (1995: 116-117).
Por ello, toda identidad necesita de otra identidad, y esa diferencia es un requisito indispensable de su existir. Una identidad, entonces, nunca puede constituirse por sí misma y necesita siempre de una diferencia que la apuntale. La importancia radical de una visión de este tipo radica en la necesidad de establecer los mecanismos por los cuales algunas identidades parecen presentarse como autogeneradas, vale decir, como si ocuparan una posición fuera de la estructura que las ha determinado. Butler lo ha explicado de la siguiente manera:
Se trata de insistir en que la diferencia sigue siendo constitutiva de cualquier lucha. Este rechazo a subordinarse a la unidad que caricaturiza, desprecia y domestica la diferencia se convierte en la base a partir de la cual desarrollar un impulso más expansivo y dinámico. Esta resistencia a la unidad encierra la promesa democrática para la izquierda (2000: 121).
¿Cómo pensar entonces la diferencia cultural como aquello que ha sido mal representado dentro de los parámetros tradicionales? ¿Por qué lo diferente termina, en muchos casos, subalternizado? ¿La diferencia cultural podría entenderse como algo que se resiste a la simbolización dentro de los marcos hegemónicos? Se trata de observar cómo aparecen las representaciones de la diferencia en la cadena de la cultura y cómo se integran o se excluyen dentro de los aparatos educativos estatales o privados.
Sobre diferencia
¿Cómo podríamos articular una política cultural que respete la diferencia y que, al mismo tiempo, no caiga en un relativismo situado en el corazón mismo de los impulsos populistas? ¿El relativismo cultural debe ser entonces el paradigma epistemológico de nuestra época? ¿Estamos asistiendo al triunfo de una ideología liberal evasiva de las relaciones de poder de unos sobre otros? ¿Cómo, desde el discurso académico y desde la práctica política, podemos construir cánones culturales que, focalizados en múltiples lugares de enunciación, no terminen por reducir todo a lo letrado, heterosexual, blanco y generalmente masculino? Si, en última instancia, el tema de la cultura es el tema de la formación de identidades sociales y el de su legitimación en el espacio social, estas preguntas son inevitables para cualquier proyecto emergente de trabajo en cultura.
En ese sentido, una manera de superar el relativismo consistiría en la observación del funcionamiento del poder cuando este se encuentra hondamente asentado, al punto de pretender pasar desapercibido. Es decir, asumir la heterogeneidad y la diferencia como categorías básicas de las políticas culturales implica la opción por observar los antagonismos sociales para visibilizar, desde allí, las relaciones de poder que se reproducen entre las diversas culturas.
Pero lo cierto es que una cultura no sólo siempre está en contacto con otras culturas, sino que además se encuentra internamente diferenciada, y resulta muy difícil hablar de un sujeto cultural unificado, como si todos los miembros de una cultura fuesen homogéneos y estuvieran determinados por los mismos tipos de condicionamientos. Por ejemplo, no es lo mismo ser parte de la cultura occidental desde la posición masculina que desde la femenina. Tampoco es igual participar de ella como propietario o como desposeído.
Si la cultura es siempre un espacio de lucha, las culturas, lejos de ser uniformes y estructuradas de una manera oclusiva, son siempre universos que se encuentran cambiando a lo largo del tiempo y de la historia. En ese sentido, hoy se cuestiona mucho la idea de una cultura localizada. Por las intensas movilizaciones migratorias y el propio desarrollo del capitalismo, las culturas se han interconectado entre sí, y así ya no se puede asociar un espacio social determinado con una cultura específica. No podemos continuar pensando que existen culturas puras y estáticas. El mundo es (y ha sido siempre) un lugar de movilidad donde las culturas son el resultado de muchas conexiones de espacios, de tiempos y de tradiciones diversas. Todas las culturas se han formado en el medio de las fronteras, pero las relaciones de poder han sido las encargadas de regularlas y presentarlas de manera estable.
No soy esencialmente negro, indígena u homosexual, pero devengo negro, indígena u homosexual por principios raciales y patriarcales de la epistemología imperial (i. e. que se presenta a sí misma como universal, pero que fue constituida por el hombre blanco europeo) y, en consecuencia, tengo que hacer demandas contraepistémicas y políticas, no desde lo que soy esencialmente sino desde lo que he devenido, lo cual, desde la colonialidad del ser, es una categoría marginalizada con la que me he identificado o a la que pertenezco (Mignolo, 2005: 56).
De hecho, para Gramsci (1988), la cultura es siempre un espacio de lucha por el significado hegemónico, vale decir, una forma de controlar la significación y, sobre todo, de intentar administrarla de acuerdo a determinados intereses. Para él, la dominación social se genera por la violenta acción de diferentes mecanismos coercitivos (entre los cuales lo económico juega sin duda un rol central) y por un conjunto de estrategias de consenso donde las prácticas simbólicas juegan un papel sustancial. De igual manera, Bourdieu (1988) entiende la cultura como una dimensión central en la constitución de jerarquías, pues sus investigaciones demostraron que las clases sociales no sólo se forman por una mala redistribución económica sino, además, por los movimientos de un capital simbólico que siempre es un agente en ...

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