Aproximación filosófica
a la cuestión del límite
Delimitación y sensación de limitación
1
Ante todo, el límite tiene que ver con la muerte. Hemos de morir alguna vez, y esto marca un límite como no puede haber otro que se le compare. La muerte es un límite hasta tal punto insuperable y descomunal, que viene a significar la posibilidad de límite más colosal que pudiéramos imaginar. Estamos de cara a un final de los finales, un último final de todo. Y así como esto concierne y, más que concernir, preocupa y conmueve a cada cual, sobre todo cuando la muerte está próxima, cuando aquel límite se nos acerca (o nosotros nos acercamos a él), el único otro límite que le sería comparable es el de la plenitud del ser, y que guarda relación con el supuesto que hubiera un límite absoluto, y no tan solo en términos de comienzo, sino de final.
Ese límite único e incomparable deslumbra y aterra y da lugar a la creación artística. ¿No hay acaso en esto una tremenda incitación? ¿Cómo representar plástica –cinematográfica–, musicalmente un límite de esta naturaleza? Semeja algo así por cierto un muro. Pero ¡qué muro! ¡Una suerte de muro infinito y absoluto! Un umbral que no puedes atravesar y el cual nada ni nadie te podría permitir cruzar, asomarte y ver qué pudiera haber al otro lado. ¿Y habrá algo al «otro lado»? Tal vez el modo como asimilamos esto de alguna manera es que lo mantenemos bajo el resguardo muy peculiar de una pregunta siempre abierta y que acaso ninguna presunta respuesta puede cerrar. Diríamos entonces que al menos queda dentro de una pregunta. En contraste con ello, la respuesta apresurada de que haya algo al otro lado de aquel muro abre las puertas a la religión, a una actitud religiosa. Pero la respuesta también apresurada en términos de una negativa, en relación a que no hay nada al otro lado, es igual de poco filosófica que la afirmación. Lo filosófico es pues, y particularmente en términos heideggerianos, mantenerse denodadamente en la pregunta abierta no solo sobre la muerte, sino sobre los distintos problemas que la filosofía se ha planteado a lo largo de su historia y que continuará planteándose o replanteándose. A diferencia de ello, las religiones nos ofrecen determinados relatos que presentan a la muerte de cierta forma y en general como si se tratara de una vida más plena que nuestra vida, la vida terrenal.
Llegamos a este mundo con aquel límite de la muerte prefijado y el reloj propio es echado a andar por algún secreto relojero, sea este la naturaleza, el destino o Dios. Y sabemos de antemano que, similar a un juego, todo se desarrolla dentro de cierto espacio de tiempo, y luego viene la cancelación, el fin. En este sentido, y como bien lo destaca Eugen Fink en Fenómenos fundamentales de la existencia humana, una de las posibilidades de ver filosóficamente al ser humano es en tanto «condenado»1. No se trata únicamente de que hay delincuentes condenados a muerte, sino que desde ya cada cual lo es, y no menos el mendigo que el rey.
Es particularmente pasmoso esto: que vengamos con un término declarado, cada cual con aquel muro o cerco que tiene delante y que siempre lleva consigo. Es más, él está inscrito en cada una de nuestras células. Pero muro o cerco, de momento no se ven, solo se presienten, y a ratos parecieran asomarse. En todo caso, están latentes desde que nacemos. Como ha dicho Schopenhauer, cada cual desde que nace ya es suficientemente viejo para morir.
Y si metaforizamos la muerte como muro o cerco, nos comienza a llamar la atención que muros y cercos estén por doquier, que arquitectónicamente hayamos construido ciudades con ellos. ¿No será todo aquello, a fin de cuentas, expresión de nuestro ser esencialmente mortal?
Y, metafóricamente hablando, la muerte puede ser también la luz que se apaga, la vela que se extingue, e innumerables otras metáforas; cada imagen sugiere término, cancelación, despedida, y despedida al modo del último adiós. Con todo, tal vez al momento mismo de la partida, lo que vivenciamos es mucho más el apagarse de nosotros que la presencia de aquel muro. Es el pulso, la pulsación de la vida que declina y finalmente cesa. La muerte, o el morir, sentido entonces como cese, como movimiento, cambio, avatar, vicisitud que concluye.
A mí personalmente me pasa que todavía siento y seguiré sintiendo hasta el momento de mi propia partida, la muerte de mi padre en su mano, la que sostenía con la mía, y que de pronto aflojó.
Agreguemos aquí los anuncios de la muerte en vida, en todo término de algo, de un amor, de la infancia, de la juventud, de su país para el que parte al exilio. Y también, por cierto, como fin de una época. Todo ello lo sentimos como anticipo del morir, y ciertamente que con esas vivencias vamos también preparando nuestro propio retiro.
Pero también ¿cómo no incluir la esperanza, la vivencia de la esperanza? Es cierto que la esperanza nos lleva de inmediato a la religión. Al fin y al cabo es una de las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Pero ¿por qué no sustraer legítimamente esta palabra del ámbito religioso? Esta, como tantas otras palabras, en principio como todas las palabras, con su vida propia, pero en particular como las palabras que verdaderamente dicen algo y de ese modo nos vinculan, nos comprometen, tienen un valor y una relevancia en sí mismas y se hace necesario rescatarlas de la prisión en que se encuentran, en la que la historia las ha dejado con un lastre semántico específico. Y justamente la fuerza de la religión se ha mostrado históricamente también en esto, en la apropiación de ciertas palabras. La esperanza entonces, la esperanza filosófica, si pudiéramos decirlo de esta manera, de la muerte no simplemente como término, fin, cancelación, sino como transformación, metamorfosis. ¿A qué, en qué? Esto no lo sabemos, ni lo podemos saber, ni siquiera aventurar. Pero igual, cómo no, tiene cabida: vivenciamos también la muerte y el acto de morir con la esperanza de una transformación.
2
La pregunta filosófica por el límite cobra fuerza, a tal punto que incluso se vuelve inquietante, al sospechar cierto carácter ilusorio, virtual, artificial que conlleva todo límite. Cada cosa, cada roca, planta, animal, o el propio ser humano, procuran mantener sus límites, y eso les permite realizar sus capacidades, crecer, madurar. Pero justamente por ello, tan solo al atender a una unidad, una discontinuidad cualquiera del reino mineral, vegetal, animal o humano, ello mismo nos muestra que cada límite, que protege aquella discontinuidad, está para ser traspasado, ya que eso es propio del desenvolvimiento y crecimiento de algo. Así como, de un lado, los límites están dados de antemano, y son los que permiten que una unidad discontinua se constituya y desenvuelva, de otro lado se da el afán de traspasar límites, cuando, por de pronto en el ámbito humano, se establecen límites morales, sociales, jurídicos, económicos, políticos, geográficos o de otra índole. Probablemente la curiosidad, y junto con ello el asombro o la admiración, como vivencias filosóficas originarias, no se explicarían si no fuera por el signo de interrogación, el enigma que conlleva todo límite, y en particular en lo relativo a lo que hay al otro lado.
Con ello tocamos un punto clave, cual es que todo límite supone un «más acá» en cuyo ámbito por lo general nos encontramos, y un «más allá» de ese ámbito o lugar. Claro está entonces que el más acá es conocido, habitual, acostumbrado, familiar, lo que puede suscitar a la larga incluso hastío o aburrimiento, y ante todo, precisamente, limitación. Y justo a esto queremos llegar: que la primera posibilidad de todo lím...