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Metafísica y chicle
El San Petersburgo agitado por la revolución dio a Vladimir Nabokov, Isaiah Berlin y Ayn Rand. El primero era un novelista, el segundo un filósofo. La tercera no era ninguna de las dos cosas, pero creía que era ambas. Muchos otros lo creyeron. En 1998, según una encuesta de la Modern Library, los lectores consideraban La rebelión de Atlas y El manantial como las dos mejores novelas en inglés del siglo XX, por delante de Ulises, Al faro y El hombre invisible. En 1991, un estudio de la Biblioteca del Congreso y del Club del Libro del Mes descubrió que, a excepción de la Biblia, ningún libro ha influido a más lectores estadounidenses que La rebelión de Atlas.
Entre esos lectores se contaba Farrah Fawcett. Poco antes de morir, la actriz llamó a Rand «genio literario», cuyas ansias por evitar que su arte fuera «como el de todos los demás» inspiró los experimentos de pintura y escultura de Fawcett. La admiración, al parecer, era mutua. Rand veía Los ángeles de Charlie cada semana y, según Fawcett, vislumbraba algo en la serie «que a los críticos se les escapaba».
Describió la serie como un «triunfo de concepto y reparto». Ayn dijo que, aunque Los ángeles era inconfundiblemente estadounidense, representaba una excepción en la televisión de este país, pues era el único programa que lograba captar el verdadero «romanticismo»: representaba intencionadamente el mundo no tal como era, sino como debería ser. Aaron Spelling era probablemente la única otra persona que lo veía así, aunque se refería a ella como una serie «para desconectar».
Tanto congeniaba con Fawcett que Rand esperaba que la actriz (o, si no ella, Raquel Welch) interpretara el papel de Dagny Taggart en una versión televisiva de La rebelión de Atlas de la NBC. Desgraciadamente, Fred Silverman, el director de la cadena, mató el proyecto en 1978. «Siempre pensaré en Dagny Taggart como el mejor papel que debía interpretar pero nunca hice», declaró Fawcett.
Rand siempre ha tenido muchos seguidores en Hollywood. Barbara Stanwyck y Veronica Lake compitieron por interpretar a Dominque Francon en la versión cinematográfica de El manantial. Nunca dispuesta a dejarse superar en ese ámbito, Joan Crawford celebró una fiesta para Rand en la que se vistió como Francon, con una bata blanca con gemas de color azul verdoso. Más recientemente, la autora de La virtud del egoísmo y de la declaración «si queremos que la civilización sobreviva, debemos rechazar la moralidad altruista» ha encontrado un extraño par de admiradores entre el grupo de los «humanitarios» de Hollywood. Rand «tiene una filosofía muy interesante», dice Angelina Jolie. «Te hace reconsiderar tu propia vida y lo que es importante para ti». El manantial «es tan denso y complejo», se maravilla Brad Pitt, «que tendría que haber sido una película de seis horas». (La película de 1949 ya dura dos horas). Christina Ricci asegura que El manantial es su libro favorito porque le enseñó que «no eres una mala persona si no quieres a todo el mundo». Para Rob Lowe, La rebelión de Atlas es «un logro estupendo, me encanta». Y cualquier novio de Eva Mendes, dice la actriz, «tiene que ser fan de Ayn Rand».
Pero Rand, al menos a juzgar por su ficción, no debería haber atraído a ningún admirador. El artificio narrativo central de sus novelas plantea el conflicto entre el individuo creativo y la masa hostil. Cuanto mayor es el logro del individuo, mayor es la resistencia de la masa. Como señala Howard Roark, el arquitecto protagonista de El manantial:
Los grandes creadores —los pensadores, los artistas, los científicos, los inventores— han estado siempre solos frente a los hombres de su tiempo. Cada nueva gran idea ha encontrado oposición. Cada nuevo invento se ha criticado. El primer motor se consideró una tontería. El avión se consideró imposible. El telar mecánico se consideró maligno. La anestesia se consideró pecaminosa. Pero los hombres de visión propia siguieron adelante. Lucharon, sufrieron y pagaron.
Rand se veía claramente a sí misma como uno de esos creadores. En una entrevista con Mike Wallace se declaró «la pensadora viva más creativa». Eso lo dijo en 1957, cuando Arendt, Quine, Sartre, Camus, Lukács, Adorno, Murdoch, Heidegger, Beauvoir, Rawls, Anscombe y Popper estaban trabajando. También fue el año de la primera representación de Final de partida y de la publicación de Pnin, El doctor Zhivago y El gato en el sombrero. Dos años más tarde, Rand le dijo a Wallace que «el único filósofo que la había influido» era Aristóteles. Por lo demás, todo «salió de mi propia mente». Presumía ante sus amigos y su editor en Random House, Bennett Cerf, de que estaba «desafiando las tradiciones culturales de dos mil quinientos años». Hacía suyas las palabras de Roark, quien afirmó: «Yo no heredo nada. No estoy al final de ninguna tradición. Puedo, quizá, ponerme al principio de una». Pero decenas de miles de fans ya la acompañaban. En 1945, dos años después de su publicación, se habían vendido cien mil ejemplares de El manantial. El año en que se publicó, La rebelión de Atlas estuvo veintiuna semanas en la lista de libros más vendidos del New York Times.
Quizá Rand se sintiera incómoda ante el desafío que su popularidad suponía para su visión del mundo, porque pasó buena parte de su vida posterior quejándose de la gélida respuesta que ella y su obra habían recibido. Afirmó falsamente que doce editores rechazaron El manantial antes de encontrar editorial. Se presentaba como víctima de un aislamiento necesario pero terrible, y decía que «todos los logros y progresos se han conseguido no solo por parte de hombres con talento, y con certeza no por grupos de personas, sino también a través de una lucha entre el individuo y la masa». Pero ¿cuántos escritores solitarios, tras escribir «Fin» en la última página de su novela, salen de su estudio y se encuentran con el coro de enhorabuenas de un expectante círculo de admiradores?
Si hubiera sido una lectora más atenta de su propia obra, Rand habría visto la paradoja. Por mucho que le gustara enfrentar al genio con la masa, su ficción siempre delataba una comunión secreta entre los dos. Sus dos novelas más famosas dan a un héroe apartado la oportunidad de defenderse en un largo discurso ante los que carecen de enseñanza y cultura. Roark declama ...