Poder y violencia en Colombia
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Poder y violencia en Colombia

Fernán E. González González

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Poder y violencia en Colombia

Fernán E. González González

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Poder y violencia en Colombia es una aproximación a la relación de la violencia con el proceso de contrucción del Estado a los largo de nuestra historia, desde los tiempos coloniales hasta las negociaciones actuales en La Habana. Para ello, el autor combina la mirada sobre los problemas estructurales de larga duración con las concepciones y opciones subjetivas de los actores sociales que optan por la violencia. Esa combinación se enmarca en la interrelación entre los ámbitos de poder nacional, regional o local, que hace que la presencia de las instituciones estatales sea diferenciada según las particularidades de las unidades subnacionales y los distintos momentos de esas interacciones.

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Capítulo 1

Aproximaciones al estudio del Estado en Colombia: conflicto armado, ilegalidad y narcotráfico
Nuestras reflexiones comienzan por señalar lo paradójico que resulta el hecho de que la violencia política desde los años cincuenta hasta hoy, la penetración de la economía del narcotráfico en la sociedad colombiana y, consiguientemente, los nexos de los actores ilegales en la vida pública sean los principales motivadores de nuestras reflexiones sobre la configuración concreta del Estado colombiano. La Violencia y la ilegalidad han provocado, como corolario no planeado ni previsto, el desarrollo y la profundización de la reflexión conceptual sobre la manera concreta como funciona el Estado en nuestro país. Antes, los enfoques dominantes tendían a ser primordialmente jurídicos y normativos: se consideraba entonces que el proceso de construcción del Estado colombiano había culminado con la Constitución Nacional de 1886, refrendada por el triunfo del gobierno en la llamada Guerra de los Mil Días, entre finales del siglo XIX y principios del XX.
Solo con la Violencia de los años cincuenta empezó a hablarse, por boca de Paul Oquist (1978), de “colapso parcial del Estado” para describir la tragedia colombiana de esos años. Mientras otros, entre ellos monseñor Germán Guzmán, Orlando Fals Borda, Eduardo Umaña Luna y Camilo Torres (1962), la entendieron como una “revolución social frustrada”, Pierre Gilhodès (1974) hablaba de una rebelión campesina frustrada y Eric Hobsbawn (1968) se refería a los guerrilleros como “rebeldes primitivos”. Esta relativa ausencia de referencias al Estado contrasta con el interés de algunos académicos norteamericanos por analizar nuestro conflicto armado como fenómeno surgido del juego entre la modernidad y la tradición, tal como ocurrió con Robert Williamson (1965), Richard Weinert (1966), Robert Dix (1967), Wiliam Payne (1968) y Vernon Fluharty (1981).
Esta falta de interés en la relación de la violencia con el Estado se fue modificando gradualmente con las referencias de los trabajos de Daniel Pécaut (1987, 1988) al concepto de precariedad del Estado, la mención de las soberanías en vilo de María Teresa Uribe (2001: 251-256) y la presencia diferenciada de las instituciones del Estado en el espacio y el tiempo, acuñada por los equipos del Cinep (González, Bolívar y Vásquez, 2003).
Posteriormente, las transformaciones territoriales operadas por las acciones de los grupos armados ilegales y el aumento de su cobertura espacial llevaron a algunos a hablar de Colombia como un Estado fallido o a punto de colapsar, mientras la ligazón del narcotráfico con la violencia condujo a otros a la denominación de “nuevas guerras”, más vinculadas a la codicia humana que a la ideología política. Posteriormente, la inserción de narcotraficantes y actores armados en la vida política, especialmente en los niveles locales y regionales, introdujo las categorías de “parapolítica”, reconfiguración mafiosa del Estado y captura (‘cooptación’) del Estado.

Colombia: ¿un Estado fallido?

En 2005 la publicación Foreign Policy Review (Foreign Policy and the Fund for Peace, 2005) colocaba a Colombia en el décimo cuarto lugar de las naciones en evidente riesgo de colapsar, puesto solo superado por Costa de Marfil, República Democrática del Congo, Sudán, Irak, Somalia, Chad, Sierra Leona, Yemen, Liberia, Haití, Afganistán, Ruanda y Corea del Norte. En los años siguientes nuestro país fue mejorando su posición en la catalogación de esa revista y alejándose de los países en mayor riesgo. En 2006 ya había descendido al puesto vigésimo séptimo de riesgo y para 2010 estaba en el cuadragésimo sexto (Foreign Policy and the Fund for Peace, 2006). Obviamente, esto significa que la recuperación del control militar del territorio bajo los últimos gobiernos, desde el final de la presidencia de Pastrana y sobre todo durante las dos administraciones de Uribe Vélez y en la actual de Santos, se ha visto reflejada en la mejora de la posición de Colombia.
Aunque el significado de “Estado fallido” no es un muy claro, ni tampoco su diferencia con un Estado normalmente débil, los indicadores que emplea la revista son diáfanos: la pérdida de control del territorio o del monopolio de la coerción legítima, junto con rasgos más sutiles, como la falta de autoridad para tomar decisiones colectivas u ofrecer servicios públicos, la muy elevada desobediencia civil de la población, la presencia de ejércitos extranjeros y la resistencia generalizada a pagar impuestos, el desarrollo desigual, la criminalización o deslegitimación del Estado y el traslado de las lealtades de la gente a otros líderes –entre ellos, señores de la guerra o jefes rebeldes–, el desplazamiento forzado de población y la degradación ecológica (Foreign Policy and the Fund for Peace, 2005).
Uno de los autores que han analizado el asunto, Robert Rotberg (2003: 1-16), relaciona el fracaso de los Estados frente a la violencia interna, que afecta la legitimidad del gobierno, cuya función más importante es proporcionar seguridad frente a invasiones internas o amenazas domésticas mediante la prevención del crimen y el fortalecimiento de la capacidad de los ciudadanos para resolver sus disputas sin recurrir a las vías de hecho. Eso implica la existencia de códigos de conducta y de procedimientos de un sistema impersonal de justicia que hagan cumplir la ley, y, asimismo, de mecanismos que permitan la libre participación política y el acceso a servicios sociales como los de salud, educación, infraestructura física y redes monetarias y bancarias. Rotberg presta particular atención a la durabilidad de la violencia antiestatal, más que a su intensidad, así como a la incapacidad de cohesionar a grupos socialmente diversos (étnicos, religiosos, lingüísticos o económicos) y a la proporción en que el territorio es plenamente controlado, especialmente durante las noches, porque muchas veces el poder estatal se limita a vigilar la ciudad capital y algunos territorios específicos.
Otros indicadores de Rotberg son el crecimiento de la violencia criminal, la debilidad de las instituciones, la falta de autonomía del poder judicial frente el ejecutivo, la carencia de una burocracia profesional, la politización del Ejército, la destrucción o el deterioro de la infraestructura física, la privatización de los sistemas de educación y salud y la corrupción generalizada. Su indicador final es la pérdida de legitimidad política, que lleva a transferir las lealtades de la población a grupos que controlan partes del territorio durante algún tiempo, como señores de la guerra o grupos privados armados, que suplen el vacío de autoridad.
Hay que anotar que la mayoría de las naciones analizadas por este autor pertenecen al continente africano (Angola, Burundi y Sudán), para las cuales algunos expertos internacionales del Pnud y el Banco Mundial elaboraron una serie de instrumentos y herramientas institucionales que les permitieran ser “gobernables”, de acuerdo con los modelos democráticos existentes en Europa o en América del Norte. El autor se refiere específicamente a Somalia, Bosnia, Líbano, Afganistán, Nigeria y Sierra Leona, a los cuales aproxima el caso de Colombia, que controlaba solo dos terceras partes de su territorio, presentaba la tasa más alta de homicidios del mundo y mostraba un gran desarrollo de las agencias de seguridad privada en sus edificios y centros industriales y comerciales.
Estas recetas de buen gobierno estarían indicando ya una tutela de las entidades supranacionales sobre el sistema de Estados-nación que intervendrían para evitar el colapso o fracaso de los que estuvieren “en cuidados intensivos”. Obviamente, esto implica que la referencia a la temática de los Estados fallidos y a la reingeniería necesaria en ellos responde a la necesidad de ofrecer garantías a la economía mundializada y solucionar las dificultades que las intervenciones de organismos multilaterales de cooperación encontraban en algunos países africanos, que no lograban implementar las reformas económicas supuestamente necesarias para ajustarse al orden económico internacional.
En ese sentido, esta selección de países africanos colapsados o fallidos para la aplicación del concepto mostraría la importancia que tiene la insistencia de Michael Mann (1997) –uno de los más importantes teóricos del desarrollo de las fuentes del poder de los Estados nacionales– en que la expansión generalizada del modelo de Estado-nación utilizado para describir los Estados modernos, no debe hacernos olvidar que la mayor parte de ellos detenta un control bastante limitado de su territorio y que su pretensión de representar a sus naciones frecuentemente no es genuina. Por esa razón Mann cree que, para buena parte del mundo, un verdadero Estado-nación es más una aspiración futura que una realidad presente. Y sobre el caso extremo de los Estados fallidos del África, Mann precisa que sus actuales problemas de fragmentación no son efectos de la globalización posmoderna sino de razones de carácter premoderno. Y su advertencia sobre las amenazas que algunos analistas prevén para los Estados nacionales como efectos de la mayor globalización, podrían aplicarse al caso colombiano, pues él estima que esos temores provienen de haberse exagerado “la antigua fortaleza del Estado-nación” debido a “su escasa percepción de la historia” (Mann, 1999: 7-15).
Sin embargo, en una de sus pocas referencias casuales a la crisis del Estado-nación en América Latina y Colombia, hecha en una conferencia pronunciada en la Universidad de los Andes1, Mann (2002) insistía en que uno de los principales problemas de los gobiernos del continente seguía siendo su falta de una verdadera democracia representativa, pues sus Estados no representan adecuadamente los intereses de sus ciudadanos más pobres. Pero esto respondía a una causa más profunda, de tipo estructural: la falta de poder infraestructural del Estado, que no logra penetrar del todo a lo largo y ancho de sus territorios. Las infraestructuras de la justicia y de la policía se ven socavadas por la violencia, a la cual las agencias estatales responden infringiendo los derechos humanos y legales, de tal manera que fragmentan la autoridad del Estado. Los impuestos y servicios sociales están minados por la corrupción y la compinchería, mientras que la burocracia está contaminada de patrimonialismo y las naciones están divididas por enormes desigualdades, lo que también conduce a la violencia y socava al Estado y a la nación.
Por eso, sostiene Mann, el principal desafío que afronta América Latina es el mismo de hace doscientos años, cuando ocurrió la Independencia: cómo incorporar a la población en una genuina ciudadanía nacional que pueda sostener Estados estructuralmente poderosos y con capacidad para llegar a ser enteramente democráticos. El problema de América Latina no reside en los conflictos étnicos y religiosos –aunque puede haberlos en algunos sitios–, sino en las desigualdades sociales.
Mann subrayó que, en el caso colombiano, tales desigualdades se ven agravadas por el problema de la droga. Hizo otras referencias concretas a Colombia, como sus menciones del estilo de represión violatoria de los derechos humanos realizada de manera encubierta por algunos agentes estatales, bajo la forma de semiautónomos “escuadrones de la muerte” o grupos paramilitares, que han operado intermitentemente en Argentina, Guatemala, Perú y Colombia. Para este autor, y en referencia al caso colombiano, los Estados Unidos se oponen a las guerrillas de izquierda más que a los paramilitares, a pesar de que estos últimos cometen la mayoría de los homicidios, y los gobiernos norteamericanos tienen la tendencia a descalificar como potenciales comunistas a los movimientos políticos que en algunos casos, como el colombiano, buscan medidas de redistribución de la riqueza y de reforma agraria. Sin embargo, el investigador menciona asimismo el contraste entre la violencia, que algunos caracterizan como guerra civil, y el hecho de que se puedan realizar elecciones en todas las regiones, y subraya el hecho de que, en áreas controladas por la guerrilla o los paramilitares, la gente pueda elegir a políticos opuestos a esas fuerzas (de acuerdo con la información que le proporcionó Francisco Gutiérrez).
En el mismo sentido de matizar las debilidades de los Estados como síntoma de colapso o falla estructural a partir de un mejor conocimiento de la historia, se puede citar a Harvey Kline (2003), un mejor conocedor de la realidad colombiana y que está en desacuerdo con la concepción un tanto apocalíptica de Rotberg sobre Colombia. Kline señala que el Estado colombiano fue siempre capaz de proveer de servicios públicos de educación y salud a buena parte de la población, mantener una infraestructura física y ofrecerle oportunidades económicas. Y que, a pesar de la presencia de guerrillas y paramilitares en algunas zonas del territorio, el Estado colombiano era relativamente fuerte en las zonas que controlaba, aunque reconoce que Colombia nunca tuvo un Estado fuerte y que la mayoría de la población esperaba poco de él. Por eso, afirma Kline, pocas personas estiman que el Estado haya fallado: es más, sostiene que, hasta hace pocos años, los tomadores de decisiones estatales (y la sociedad colombiana en general) habrían evitado conscientemente la construcción de un fuerte ejército y una policía de carácter nacional, lo cual condujo a una tradición de justicia privada y a una historia política marcada por la violencia.
Según él, en Colombia la competencia política nunca fue pacífica: ocho guerras civiles durante el siglo XIX, con una amplia participación de campesinos y colonos, arrojaron una intensa socialización partidista de las masas populares, que duró hasta el fin de la Violencia (1946-1957) y el comienzo del acuerdo consocional del Frente Nacional (1958-1974). Sin embargo, sostiene Kline, esta coalición bipartidista no logró aprovechar el fin de los viejos odios partidistas para crear un estilo más moderno de vida política, y en consecuencia el clientelismo sustituyó al sectarismo como fuente de reproducción de los partidos e impidió la ampliación y modernización del Estado, debido a lo cual no se alteró significativamente la debilidad política tradicional. Este autor, sin embargo, saca la conclusión de que esta permanente debilidad del Estado no puede identificarse con su colapso o su fracaso (Leal Buitrago y Dávila-Ladrón de Guevara, 1991; Martz, 1997).
La debilidad del Estado y su incapacidad para ejercer el monopolio de la coerción legítima en buena parte del territorio –situación que llevó a Rotberg a clasificar a Colombia como Estado en riesgo de colapso– pueden interpretarse como el escenario de la inserción de actores ilegales, armados o no, en la vida pública colombiana; inserción facilitada por la articulación del gobierno de Uribe con los poderes realmente existentes en regiones y localidades, que fueron apoyados por los señores de la guerra de los grupos paramilitares. Ese contexto complejo se hizo manifiesto con la desmovilización de los grupos paramilitares bajo el gobierno de Uribe, hecho que empezó a revelar los nexos de los mismos con los políticos de algunas regiones y localidades.

Cooptación o reconfiguración cooptada del Estado

Esta interacción entre actores ilegales, armados o desarmados, tanto con funcionarios estatales de diversos ámbitos como con poderes locales y regionales, así como las consiguientes investigaciones judiciales hechas sobre la llamada parapolítica, han impulsado importantes reflexiones e investigaciones en torno a la relación de tales actores ilegales. Entre ellas se destacan las adelantadas por Luis Jorge Garay (2008) y su equipo y las del grupo coordinado por Claudia López Hernández (2010), en el cual participan la Corporación Nuevo Arco Iris, el Congreso Visible, Dejusticia, el Grupo Método y la Misión de Observación Electoral (MOE).
En la presentación del libro resultado de las investigaciones de Claudia López se insistía en que, entre 1990 y 2009, la tercera parte de los cargos públicos de las ramas ejecutiva y legislativa, tanto en los ámbitos locales y regionales como en los nacionales, había sido capturada por organizaciones armadas y mafiosas, que habían consolidado nuevas elites económicas y políticas para reconfigurar el mapa político de la nación colombiana. Los investigadores de este equipo han aportado una evidencia abrumadora de documentación sobre la presencia de los actores ilegales en la vida pública, que no deja dudas sobre la magnitud del fenómeno. Sus acopios muestran que en 2002 los congresistas electos con apoyo del narco-paramilitarismo consiguieron más de dos millones de votos (el 25% de la votación parar el Senado), que les otorgaron el 34% de las curules. Tampoco quedan dudas sobre el hecho de que el problema fue mucho mayor dentro de las huestes partidarias del presidente Uribe, pues los autores calculan que ocho de cada diez de esos senadores hacían parte de la coalición uribista. En cambio, la guerrilla tuvo solo peso en el nivel local y, en el caso de las Farc y del ELN, su actividad se enderezó más a sabotear las elecciones que a forzar la participación popular en ellas. Por eso, muy pocos congresistas han sido investigados por recibir apoyo de la guerrilla, mientras que un 96% de los investigados son acusados de recibir apoyo de grupos paramilitares (López, 2010: 32-33).
Esos datos fueron interpretados desde dos marcos conceptuales: el de Edward Gibson sobre autoritarismos subnacionales, basado en los casos del PRI mexicano y el Justicialismo argentino, y el de Luis Jorge Garay, centrado en las ideas de captura y reconfiguración cooptada del Estado. Para ello, recurren a las ideas de Gibson sobre la parroquialización del poder y la monopolización de las relaciones entre poderes locales, regionales y centrales, que pueden dar luces para entender el caso colombiano, por lo menos en algunas de sus regiones. Utilizan la extensión que hacen Garay y su equipo del concepto clásico de captura del Estado para modificar su intervención reguladora en beneficio económico de particulares de carácter legal, y la aplican a la instrumentalización de los aparatos estatales que adelantan los actores ilegales para sus fines criminales. Y añaden el concepto de “captura invertida” para caracterizar las situaciones en las cuales los actores legales instrumentalizan a los ilegales –actores armados y narcotraficantes, en este caso– para sus propios fines particulares (López, 2010: 40-46).
A partir de tales marcos, los autores comparan el éxito de los narcoparamilitares en la consolidación de una sólida estructura de poder local, regional y nacional con la limitación local del poder de la guerrilla, y sacan la conclusión de que el carácter contrainsurgente de los paramilitares, como el carácter de revolucionarios sociales de los guerrilleros, son mitos políticos, ajenos a la realidad. Los paramilitares fueron eficaces para atacar a civiles inermes pero pésimos combatientes contra la guerrilla, mientras ésta se mostró incapaz de defender a la población campesina, a la cual supuestamente representaba, frente a la avanzada paramilitar. Además, el crecimiento de la guerrilla en los años noventa desbordó su organización y su disciplina interna, mientras que la relación con el narcotráfico transformó los propósitos, tanto de la guerrilla como de las autodefensas contrainsurgentes, que se convirtieron en narcoguerrillas y narcoparamilitares (López, 2010: 47-48).
Estas visiones generales se complementan luego con monografías departamentales que muestran muchas variaciones regionales, pero que comprueban que la captura del Estado va más allá de los casos aislados y se convierte en un fenómeno generalizado en todos los niveles, aunque más claramente en los nuevos partidos y grupos políticos surgidos en los últimos dos decenios. Al parecer, algunos de ellos, como Colombia Viva, Colombia Democrática, Alas Equipo Colombia y Convergencia Ciudadana, “nacieron capturados, es decir, fueron creados o fortalecidos con el objetivo de representar intereses y actores legales e ilegales”. En general, las nuevas agrupaciones y sus aliados hicieron parte de la coalición de las fuerzas uribistas en el Congreso, pero en muchas casos fueron las elites sociales dominantes en las regiones quienes buscaron las alianzas con los actores ilegales, como ocurrió en Sucre, Santander y Norte de Santander, aunque en algu...

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