Peggy Guggenheim
eBook - ePub

Peggy Guggenheim

El escándalo de la modernidad

Francine Prose

Share book
  1. 272 pages
  2. Spanish
  3. ePUB (mobile friendly)
  4. Available on iOS & Android
eBook - ePub

Peggy Guggenheim

El escándalo de la modernidad

Francine Prose

Book details
Book preview
Table of contents
Citations

About This Book

Pobre niña rica, coleccionista de maridos y de cuadros, fundadora de la galería y de la colección que dieron entidad al arte del siglo xx, viajera, amante de la noche y de la vida social, gran lectora, divertida, manipuladora, complicada... el perfil humano y profesional de Peggy Guggenheim se desvela por fin en esta biografía breve pero completa, basada en el propio relato de su protagonista y el de quienes la conocieron. Y de fondo, todo el mundo cultural europeo y estadounidense del último siglo.

Frequently asked questions

How do I cancel my subscription?
Simply head over to the account section in settings and click on “Cancel Subscription” - it’s as simple as that. After you cancel, your membership will stay active for the remainder of the time you’ve paid for. Learn more here.
Can/how do I download books?
At the moment all of our mobile-responsive ePub books are available to download via the app. Most of our PDFs are also available to download and we're working on making the final remaining ones downloadable now. Learn more here.
What is the difference between the pricing plans?
Both plans give you full access to the library and all of Perlego’s features. The only differences are the price and subscription period: With the annual plan you’ll save around 30% compared to 12 months on the monthly plan.
What is Perlego?
We are an online textbook subscription service, where you can get access to an entire online library for less than the price of a single book per month. With over 1 million books across 1000+ topics, we’ve got you covered! Learn more here.
Do you support text-to-speech?
Look out for the read-aloud symbol on your next book to see if you can listen to it. The read-aloud tool reads text aloud for you, highlighting the text as it is being read. You can pause it, speed it up and slow it down. Learn more here.
Is Peggy Guggenheim an online PDF/ePUB?
Yes, you can access Peggy Guggenheim by Francine Prose in PDF and/or ePUB format, as well as other popular books in Arte & Biografie in ambito artistico. We have over one million books available in our catalogue for you to explore.

Information

Publisher
Turner
Year
2016
ISBN
9788416714759

III
JUNIO DE 1941

Marsella, junio de 1941. Un grupo de personas se ha reunido para cenar y tomar unas copas, sobre todo para tomar unas copas, en un café de esta ciudad portuaria francesa. En circunstancias normales –teniendo en cuenta las espinosas relaciones personales, el carácter movedizo de sus lealtades y rivalidades y las escenas dramáticas que ya habían protagonizado antes–, el ambiente habría estado tenso. Pero las circunstancias eran cualquier cosa menos normales.
Hacía un año que los nazis habían invadido Francia. Estaba a punto de ser demasiado tarde para escapar de la ocupación alemana, y todos los asistentes a la cena necesitaban salir de Europa con urgencia. La ansiedad avivaba tanto las volatilidades habituales que, a no mucho tardar, aquella fiestecita sofisticada iba a degenerar en tumulto y violencia.
Entre los asistentes había dos pintores, Marcel Duchamp y Max Ernst. A Duchamp lo acompañaba Mary Reynolds, una rica heredera y viuda de guerra que llevaba décadas siendo su amante y que –a diferencia del resto de expatriados estadounidenses reunidos aquella noche– había decidido permanecer en Europa para colaborar con la Resistencia francesa.
Max Ernst estaba allí con Peggy Guggenheim, la heredera americana que había empezado a hacerse un nombre como coleccionista, galerista y mecenas de arte moderno. Desde 1938 había dirigido una conocida galería de Londres, Guggenheim Jeune, que había tenido que cerrar ante la amenaza de la guerra. A punto de cumplir los cuarenta, hacía poco que había encontrado la fórmula para convertir su interés por el arte y los artistas en un oficio; un medio hacia el que canalizar su dinero, sus contactos y sus privilegios, y aunarlo todo en una profesión con la que disfrutaba y que sabía valorar. Una ocupación que le daba acceso a un mundo al que podían aspirar muy pocas mujeres, a no ser que fueran grandes bellezas, justo lo que Peggy Guggenheim no era.
Siendo veinteañera, Peggy había leído al crítico de arte Bernard Berenson y había viajado por toda Europa aplicando sus teorías al estudio de las obras maestras de la pintura renacentista. Pero en las décadas siguientes había dedicado toda su atención a satisfacer las demandas de un matrimonio infeliz, el nacimiento de dos hijos, la muerte de un amante, una sucesión de romances tormentosos, tragedias familiares y fiestas hasta el amanecer, una ingesta masiva de alcohol y épocas de viajes muy frecuentes interrumpidas por etapas en las que había habitado varias residencias, bohemias o de grandes dimensiones, en París y en Londres, así como en idílicos parajes rurales de Inglaterra y de Francia.
Aun sin llegar a ser tan rica como algunos de sus parientes de la familia Guggenheim, Peggy tenía suficiente dinero como para vivir según le viniera en gana. Sin embargo, sus ansias de libertad (sobre todo, de libertad sexual) hacía tiempo que chocaban con su búsqueda de una intensa relación romántica, ya fuera con un marido o con una pareja formal, por muy maltrecha que estuviera esa relación por las peleas constantes, y por muchas señales de abuso que se evidenciaran. Hasta sus relaciones de amistad eran turbulentas. A lo largo de su vida, Peggy mantuvo una larga serie de amistades muy íntimas con mujeres que le ocupaban tanto la cabeza, la drenaban tanto emocionalmente y le robaban tanto tiempo como las relaciones amorosas. Entre estas amigas había escritoras –Djuna Barnes, Mary McCarthy, Emma Goldman, Emily Coleman y Antonia White– y figuras del mundo del arte como Nellie van Doesburg y la crítica Jean Connolly. Pese a la evidencia de estas intensas amistades, Peggy se refería a su relación con las mujeres con cierta ambivalencia, y en sus memorias llega a afirmar que “no me gustan demasiado las mujeres. Suelo preferir la compañía de homosexuales, si no de hombres. Las mujeres son muy aburridas”.
Aunque la galería Guggenheim Jeune había transformado la escena artística londinense y había contribuido a mejorar la reputación de muchos pintores y escultores europeos, su actividad jamás se había saldado con beneficios. Según Peggy, en su primer año perdió seis mil dólares. Sin embargo, su costumbre de adquirir obra de todos los artistas a los que exponía le había servido para ir dando forma a su colección privada, y para cuando llegó la primavera de 1941 ya se consideraba a sí misma algo más que una socialité, una heredera o una mera anfitriona de saraos artísticos.
Justo cuando acababa de descubrir que aquella actividad como coleccionista y galerista podía darle un sentido a su vida y dotarla del valor necesario para ser independiente, los avatares de la historia habían dado con sus huesos en Marsella. Allí se había enamorado locamente de Max Ernst, el pintor surrealista alemán conocido por sus cuadros fantasmagóricos de pájaros, por sus bellísimas y jovencísimas novias y por su irresistible carisma personal.
Peggy y Ernst se habían conocido en un breve encuentro en el estudio del pintor en París. Ahora volvían a verse las caras en Marsella. Ernst estaba alojado en Air-Bel, la mansión en la que el periodista estadounidense Varian Fry, encargado del Comité Internacional de Rescate de Emergencia, acogía a artistas refugiados para ayudarlos a salir del país. Con el apoyo de Eleanor Roosevelt, John Dos Passos y Upton Sinclair, Fry había llegado a Francia con un maletín que contenía tres mil dólares y una lista con doscientos nombres –de artistas, científicos, escritores, músicos y directores de cine– a los que se creía en peligro y que debían abandonar Francia antes de que los arrestaran los nazis. Ayudado por un equipo heroico y dotado de una creatividad y un coraje prodigiosos, Fry –algo así como el Schindler de los surrealistas– acabó salvándoles la vida a más de mil personas.
Cuatro años antes, los nazis habían organizado en Múnich una exposición del llamado “arte degenerado”. Entre las obras expuestas había cuadros de Klee, Kandisnki, Nolde y Chagall. Se denunciaba también, in absentia, a sus coetáneos de fuera de Alemania: Picasso, Matisse y Mondrian, entre otros. A los creadores europeos de arte moderno les había quedado claro que tanto sus trabajos como su propia integridad física podrían correr peligro si los alemanes ganaban la guerra. Al propio Max Ernst los nazis lo habían internado dos veces en campos de detención franceses por su condición de “extranjero hostil” y una vez más por traición al pueblo alemán.
En abril de 1941, Ernst invitó a Peggy a la fiesta de su cincuenta cumpleaños, que se celebraba en un restaurante clandestino de Marsella. Durante la velada, Max le preguntó cuándo podrían verse de nuevo. Peggy lo había seducido con las armas directas y efectivas –no del todo sutiles– que podemos suponer que también empleó en otras conquistas: una lista que incluye a Samuel Beckett, Yves Tanguy y Jean Arp.
–Mañana en el Café de la Paix –le dijo a Ernst–, y ya sabes para qué.
El romance había empezado como una aventura, pero Peggy enseguida se encaprichó de aquel hombre al que la historiadora del arte Rosamond Bernier describió como “un cruce entre un noble ave de presa y un arcángel caído”. Aquella americana sexualmente liberada, rica heredera y coleccionista de arte, lo había intrigado al principio, pero Ernst no estaba enamorado. Sus preferencias iban más encaminadas hacia mujeres que, a diferencia de Peggy, fueran jóvenes y extremadamente bellas. Él ya le había dejado claro que seguía obsesionado con la hermosa pintora Leonora Carrington, que se había vuelto loca durante el segundo internamiento de Ernst. Carrington había llegado a liberar el águila que tenía como mascota y había vendido la casa de ambos a cambio de una botella de brandy. Su influyente familia británica la había ingresado en un hospital psiquiátrico en España.
Por mucho que Peggy adorara a Max Ernst, no había dudado en insultarlo y alienárselo con la provocación de ofrecerle una cifra redonda –dos mil dólares, a los que había que restar el precio de su billete a Estados Unidos– a cambio de toda su obra temprana y de una obra futura que ella podría escoger de entre las que hubiera disponibles. Ese patrón de conducta autodestructiva, empleando su fortuna para manipular y castigar a los hombres por tratarla mal o no quererla lo suficiente, ya era habitual en Peggy y volvería a repetirse con sus futuras parejas.
A diferencia de su relación con Marx Ernst, que era volátil y no estaba del todo clara, la amistad que Peggy tenía con Marcel Duchamp le resultaba fácil y satisfactoria. Peggy respetaba mucho a Duchamp, como todos sus colegas y contemporáneos, sobre quienes ejercía una enorme influencia estética y personal. Había adquirido obras suyas y él le había dado a conocer a artistas y ayudado a decidir qué obras exponer en la galería Guggenheim Jeune. En sus memorias, Peggy afirma que fue Duchamp quien le enseñó todo lo que sabía sobre arte moderno. Y durante gran parte de la carrera de Peggy, siguió siendo uno de sus asesores más apreciados.
También estaba presente en aquella cena Laurence Vail, exmarido de Peggy, un estadounidense nacido en Francia, dramaturgo, escritor y pintor muy carismático. Aunque su época dorada ya tocaba a su fin, Vail había disfrutado durante una larga temporada del título de “rey de Bohemia”, tal como era conocido en Greenwich Village y entre los expatriados americanos de París. Con Laurence Vail estaba su segunda esposa, Kay Boyle, una escritora estadounidense que odiaba a Peggy. El sentimiento era mutuo; ambas mujeres –madre y madrastra– competían ferozmente por los afectos de Sindbad y Pegeen, los hijos de Peggy y de Laurence.
La vida de estos niños estaba regulada por el acuerdo sobre la custodia establecido durante el divorcio de sus padres, que solían saltárselo según su capricho y conveniencia. A menudo cambiaba debido a las exigencias resultantes de las peleas, las aventuras amorosas o los planes de viaje de los progenitores. Pegeen vivía con Peggy y Sindbad, que vivía con Laurence, debía pasar sesenta días al año con su madre. Se invertía mucho tiempo y energía en trasladar de residencia a los niños, que desde muy temprana edad tuvieron permiso para viajar solos entre las casas de Peggy, en Londres y en la campiña inglesa, y la de Laurence en Francia.
Peggy y Laurence se habían casado en 1922 y habían permanecido juntos seis años. Su matrimonio había pasado muy rápido de ser “emocionante” a resultar “a veces demasiado emocionante”. A Laurence le gustaba insultar y ofender en público. Se metía en peleas con desconocidos y bien podía acabar detenido, pero sus altercados más amargos fueron con Peggy. Tenía tendencia a tirar los zapatos de su mujer por la ventana, a romperle objetos, a destrozar muebles, espejos, candelabros… y también a ir dándole empujones por la calle. Una vez la mantuvo sumergida en la bañera hasta el punto de que ella creyó que iba a ahogarse; en otra ocasión, estando ella embarazada, le lanzó un plato de judías al regazo; también la tiró varias veces al suelo, pisoteándole después el estómago. Haría falta un equipo de psicólogos para desentrañar la afición de Laurence a extender mermelada por el pelo de su pareja ante la mirada de la concurrencia. Peggy soportó estas actitudes violentas de Laurence hasta que sus amistades la convencieron de que su marido era un peligro, no solo para ella sino también para los niños.
Vail había llegado a aquella cena en Marsella hecho una furia porque Kay Boyle lo había abandonado y se había ido a vivir a Cassis con su nueva pareja, un barón austriaco llamado Joseph Franckenstein. Ahora Boyle necesitaba que Laurence y Peggy la ayudaran a salir de Europa. Había dejado a Laurence con seis niños: Sindbad y Pegeen; Sharon, hija de Kay, y las tres hijas (Apple, Kathe y Clover) que Vail y Boyle habían tenido juntos. También lo había dejado con la tarea pendiente de desmantelar la villa de Megève en la que vivían, en la región de Ródano-Alpes, donde Vail se había dedicado a cultivar su afición al alpinismo y al esquí.
En aquella velada en el café del puerto de Marsella confluyeron la tensión de los acontecimientos históricos y la tensión sexual, ligeramente incrementada por la presencia de un marchante de arte profesional, René Lefèbvre-Foinet, quien, junto a su hermano Maurice, había ayudado a Peggy a embalar su colección para enviarla a Nueva York. Peggy y los hermanos Lefèbvre-Foinet sabían que esas obras estaban en peligro, que la colección de arte de una judía estadounidense corría el riesgo de ser confiscada por los nazis. Peggy y René fueron amantes hasta el momento en que ella, sin grandes aspavientos, lo abandonó por Max Ernst. Por su parte, René había acudido a la cena en Marsella con una prostituta de Grenoble.
Incluso en la zona no ocupada, controlada por el gobierno colaboracionista de Vichy, la situación era cada vez más peligrosa para los judíos, los extranjeros residentes en Francia y los “artistas degenerados”. Según el tratado que puso fin a la “guerra de broma”, Alemania podía extraditar a cualquier persona que los nazis quisieran deportar: judíos, comunistas, checos, polacos, alemanes, homosexuales e intelectuales antifascistas. En otoño de 1940, el gobierno de Vichy empezó a aprobar medidas restrictivas antisemitas cada vez más severas, tomando como modelo las leyes de Núremberg que privaron a los judíos alemanes de ciudadanía, de sustento y de los derechos humanos más fundamentales.
Una de las últimas vías de escape que quedaban era la que conectaba Marsella con Lisboa a través de España y Portugal. De ahí luego se partía hacia Estados Unidos. Marsella, desde siempre un hervidero de comercio clandestino, se había convertido en epicentro del mercado negro y del espionaje, así como en un punto de encuentro para refugiados desesperados, todo un “paraíso para intrigantes”.
Peggy había comprado billetes para que Ernst, Vail, Boyle y los seis niños volaran con ella desde Lisboa a Nueva York en el lujoso clipper de la Pan-Am, uno de los primeros aviones comerciales transatlánticos. También había supervisado la tramitación del abultado papeleo que se requería para obtener los permisos de salida y entrada, así como los visados de tránsito para cruzar España y Portugal y un permiso para que Ernst pudiera entrar en Estados Unidos. Pero el visado de la propia Peggy había caducado y, en un gesto muy característico suyo, que combinaba la soberbia de niña rica con su carácter impulsivo, ella misma se había encargado de cambiarle la fecha al documento. Laurence no tenía visado y el permiso de entrada de Max había vencido y tocaba renovarlo. Ante el consulado de Estados Unidos en Marsella se formaban largas colas que Peggy y Max se saltaban blandiendo el pasaporte estadounidense de ella. La realidad de la emigración –y de todas las formalidades legales que esta acarreaba– se respiraba por toda Marsella, consumiendo el tiempo y los esfuerzos del Comité de Rescate de Emergencia que dirigía Varian Fry, al que Peggy había realizado un generoso donativo: quinientos mil francos para el comité, y puede que añadiera algo para Fry en secreto. Aquella era la clase de obligación –noblesse oblige– para cuyo cumplimiento había sido educada.
La ciudad de Marsella había aprobado una orden que mandaba arrestar a los judíos extranjeros, y Peggy ya se había salvado por poco en una ocasión que relata en sus memorias:
En aquel momento se peinaban los hoteles de Marsella en busca de judíos, a quienes enviaban a unos lugares especiales. Max me dijo que, si se me presentaba la policía, no desvelara que era judía, sino que insistiera en que era estadounidense. Menos mal que me avisó, porque una mañana, antes de que saliéramos y con las tazas del desayuno todavía en la mesa, apareció un policía vestido de paisano.
Ansiosos por descubrir cómo consiguió Peggy evitar la cárcel, es posible que queramos seguir leyendo. O quizá antes deberíamos preguntarnos qué puede haber de problemático en este pasaje.
Obviamente, se buscaba a los judíos de Marsella por todas partes, pero no en los mejores hoteles. Peggy Guggenheim, además, ocupaba nada menos que una suite de lujo. ¿Y cuáles podían ser esos “lugares especiales” a los que enviaban a los judíos? Para cuando Peggy redactó la primera versión de sus memorias, el destino de aquellos judíos europeos era de sobra conocido. Al decir “lugares especiales”, ¿estaría Peggy empleando a propósito una de esas expresiones “humorísticas” a las que nadie les veía la gracia? A lo largo de sus memorias hay muestras de ese deseo de enervar y de sobresaltar que en tantos aspectos marcó su vida, desde su forma de hablar tan atrevida a su estilo de vestir, pasando por su gusto extravagante para las joyas y las gafas de sol, y –lo que es más importante– su interés en exponer obras de arte de vanguardia en entornos completamente innovadores y chocantes.
Pero, ¿cómo puede ser que una mujer que había salido de París solo unos días antes de que los alemanes tomaran la ciudad, y que había hecho donaciones tan generosas al Comité de Rescate de Emergencia de Varian Fry, necesitara que Max Ernst le recomendara no decirle a la policía que era judía?
Peggy Guggenheim sabía perfectamente que era judía, y sabía también lo que eso significaba para los alemanes. Había crecido en un entorno muy aislado de judeoalemanes adinerados que querían parecerse a los aristócratas de las novelas neoyorquinas de Edith Wharton, y no a los personajes judíos caricaturizados en esas mismas obras. No tenía ningún interés en el culto religioso, como quedó demostrado en aquella ocasión en que su madre se enfadó con ella por haberse ido a comprar muebles el día del Yom Kippur. Y, sin embargo, sí que se llevó una alegría el día en que se quemó un hotel de Jersey Shore que prohibía la entrada a los judíos. Según contaba la leyenda familiar, dos parientes suyos habían muerto de sendos ataques al corazón por haber sido repudiados a causa de su origen étnico: a uno se negaron a alojarlo en un hotel y al otro le denegaron el acceso a un club privado de Nueva York.
Estos dos incidentes, que Peggy cuenta en sus memorias con divertida ligereza, fueron causes célèbres que resonaron entre la alta sociedad judía, y también por todo el país. En 1877, cuando el dueño del Grand Union Hotel de Saratoga, el juez Henry Hilton, le negó una habitación a un tío abuelo de Peggy llamado Joseph Seligman, el desaire generó un escándalo del que llegó a hacerse eco la prensa. El suceso dio pie a una de las primeras conversaciones públicas sobre antisemitismo. La misma discusión volvió a entablarse cuando otro tío de Peggy, Jesse Seligman, se dio de baja del selecto club de la Union League al negársele la membresía a su hijo Theodore. “Aunque técnicamente siguió siendo socio, no volvió a pisar el Union League Club. El resentimiento que sintió por aquel episodio le acortó la vida, igual que el incidente con el juez Hilton se la acortó a su hermano”.
Peggy vivió una experiencia parecida durante la Primera Guerra Mundial. Los encargados de un hotel de Vermont que tenía una política racial restrictiva les permitieron pasar la noche a ella y su madre y sus hermanas, pero las obligaron a marcharse a la mañana siguiente. No hay duda de que el comentario de Peggy –“aquello me generó un nuevo complejo de inferioridad”– tenía en parte una intención irónica, como tanto de lo que cuenta en sus memorias. Sin embargo, este asunto del “complejo de inferioridad” –un término que había pasado a ser de uso común al popularizarse las teorías freudianas– sería recurrente a lo largo de su vida. El “complejo” de Peggy tenía muchos orígenes: era judía, se consideraba fea y, lo que quizá fuera peor, se había convencido de que era menos inteligente y talentosa que sus amistades. Estas, a su vez, no dudaban en confirmarle esa visión de sí misma, la de ser una persona “no lo suficientemente lista”.
La falta de confianza en sí misma –o, tal vez más concretamente, la ambivalencia con que afrontaba la cuestión de la autoestima– era una faceta tan conocida de su personalidad que hasta podía bromear con ella. Cuando su amiga Emily Coleman dijo a modo de cumplido que carecía de aspiraciones, Peggy le contestó: “Tengo aspiraciones de inferioridad”. En el verano de 1944 alquiló una casa a orillas de un lago de Connecticut “donde no podían bañarse los judíos”. Para entonces, ese riesgo de exclusión ya no llegaba a alimentar su sensación de inferioridad; al contrario, se lo pasó muy bien sorteando la restricción y solicitándole a su amigo Paul Bowles que ...

Table of contents