Había una vez el átomo
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Había una vez el átomo

O cómo los científicos imaginan lo invisible

Gabriel Gellon

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Había una vez el átomo

O cómo los científicos imaginan lo invisible

Gabriel Gellon

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Seguramente los reyes de lo invisible sean los átomos, eso que, nos enseñan, es el material básico que forma todo el universo. Pero ¿qué quiere decir esto? ¿Cómo podemos decir que nosotros, y el mundo tal cual lo conocemos, estamos hechos de partículas de las que sólo se puede infenir su existencia? ¿Y cómo es eso de que en el medio no hay sino un absoluto y escalofriante vacío? Por otro lado, ¿a quién se le ocurrió semejante disparate de partículas infinitamente pequeñas e indivisibles?Este libro cuenta la aventura de las ideas y los experimentos que llevaron a postular la existencia de los átomos, sus pesos, sus fórmulas, su orden perfecto en la tabla de los elementos. Por si fuera poco nos guía una serie de personajes maravillosos con sus historias de vida y de ciencia, movidos por el entusiasmo de saber más y más. Aun de lo que no se puede ver.Había una vez… el átomo, y una serie de científicos que se esforzaron por imaginarlo. Vale la pena acompañarlos en su camino hacia lo desconocido.

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Information

1. Los atomistas sin dios
Por convención hay dulzura, por convención amargura, por convención hay calor y frío, por convención, color; pero en realidad
sólo hay átomos y vacío.
Demócrito
Entre 1800 y 1803 John Dalton, maestro de escuela de Manchester y aficionado a la meteorología, publicó una serie de trabajos que revolucionarían la química para siempre; en ellos proponía lo que hoy se conoce como la teoría atómica. Su idea original no incluía los detalles internos con los que estamos familiarizados: un enjambre de electrones girando frenéticamente en torno a un núcleo de protones y neutrones apretados como una frambuesa. No, Dalton no estaba concentrado en la forma o la estructura interna del átomo, porque para él se trataba de una entidad indivisible y sin “partes internas”. Aun así, la revolución en química había comenzado.
Ni el término ni las ideas eran nuevos. De hecho, la noción de átomo (con varios seudónimos como “corpúsculo”, “molécula”, “partícula”) estaba muy en boga en el siglo XVII, mucho antes de que a John Dalton se le ocurriera siquiera nacer. Y tampoco era nueva entonces; había nacido con los griegos en el tercer siglo antes de Cristo, había sido atacada por uno de sus más grandes filósofos, había cautivado a pensadores helénicos y había sido consagrada en verso por un poeta romano de los tiempos de Julio César; había sobrevivido, casi olvidada, toda la Edad Media, y había escandalizado a los religiosos del Renacimiento; había gozado de la predilección de pensadores penetrantes y contaba entre sus fans al más reverenciado hombre de ciencia y héroe personal de John Dalton: sir Isaac Newton.
¿Por qué entonces se le atribuye a Dalton la teoría atómica?
La respuesta es que Dalton puso esas ideas en términos científicos, mientras que las formulaciones anteriores eran de naturaleza filosófica. ¿Cuál es la diferencia? ¿Por qué en un caso una idea es científica y en el otro no? En este capítulo viajaremos atrás en el tiempo para ver qué creían esos extravagantes griegos y romanos en sus sabias túnicas. Así, al volver al futuro, podremos comparar sus ideas con las de los industriosos científicos ingleses, con sus bombines negros, tés de las cinco y guardapolvos blancos.
Los átomos de la Antigüedad
La primera mención de la idea de átomo –y de la palabra misma– se le atribuye a Demócrito (allá por el 300 a.C.), quien seguramente la tomó de Leucipo (alrededor de 450 a.C.). La palabra significa “sin partes” (y resulta obvio por qué a Dalton le gustaba). El prefijo “a” denota carencia, como en las palabras “acéfalo” –sin cabeza– o “apático” –sin pasión–; “tomos”, a su vez, quiere decir “parte”, como en los tomos de una enciclopedia. La idea no nació de la inspección cuidadosa de la realidad, o de experimentos químicos, sino como una ingeniosísima forma de resolver un problema filosófico mayúsculo.
El problema tenía que ver con el cambio y la permanencia, cuestiones realmente profundas que uno no necesariamente asocia con el día a día de una ciencia física (y con razón). Las cosas cambian, pero siempre hay ciertos aspectos que permanecen inalterables. ¿Cuál es la esencia del cambio? ¿Y cuál la de la permanencia?
Cambio y permanencia
Las soluciones clásicas a este problema son dos extremos. Parménides sostenía que todo cambio es ilusorio, que sólo existe un único ente universal que nunca cambia, a pesar de lo que se observe al tomar el café de ayer o al encontrarse en la calle con el ex novio de hace diez años. Aunque la idea parezca descabellada, tenía argumentos que eran convincentes para sus contemporáneos, y los griegos se la tomaban muy en serio. La posición opuesta fue mantenida por Heráclito, que imaginaba que todo es cambio y que aquello que creemos permanente es la ilusión; así como creemos que un remolino en el agua es “algo” aun cuando es simplemente la forma que las aguas asumen al moverse. La posición de Heráclito tiene más que ver con el sentido común y responde a asumir que nuestros sentidos nos muestran la realidad. Es una posición más cercana a la de un empirista, alguien como Robert Brown, preocupado por describir esa realidad que se ve. La posición de Parménides, en cambio, asume que los sentidos nos engañan, que la realidad es más profunda y sólo puede ser aprehendida por la razón, a través de la lógica. Es la posición de un teórico, alguien como Charles Darwin, deseoso de describir esa realidad que se imagina.
La gran dicotomía entre Parménides y Heráclito fue establecida entre los años 500 y 450 a.C. Leucipo y Demócrito buscaron dar solución a este conflicto. ¿Cómo es posible que haya cambio y permanencia al mismo tiempo? ¿Qué tipo de esquema es compatible con todos los cambios y las permanencias que observamos? Lo que se les ocurrió es brillante. Su esquema se basaba en las siguientes premisas:
  1. Todo el Universo está hecho de tan sólo átomos y vacío.
  2. Los átomos son partículas de materia increíblemente pequeñas, y por lo tanto invisibles.
  3. Los átomos son indivisibles, indestructibles, eternos e incambiables.
  4. Hay una inmensa cantidad de tipos de átomos distintos.
  5. Los átomos pueden combinarse y desagregarse para formar todo lo que percibimos a nuestro alrededor.
Como vemos, esto resuelve de alguna manera el conflicto planteado. Los átomos y el vacío son permanentes: es imposible destruir o crear o cambiar ningún tipo de átomo. Esto es lo que permanece, y es subyacente a todo tipo de cambio. Lo que vemos cambiar, aducían los filósofos, es la configuración de estos átomos: cómo se juntan y se reordenan y acomodan.
Con el esquema propuesto se lograba “explicar” una serie de cosas. Veamos algunos ejemplos.
  • Al morir, decían, nada de nuestros seres realmente desaparece, sino que simplemente nuestros átomos se disgregan, pasan a la tierra y al aire y se transforman en nuevas cosas. Asimismo, al nacer, nada surge de la nada sino que se trata de átomos reuniéndose en nuevas configuraciones.
  • Al comer, ingerimos conjuntos de átomos configurados como alimento y, mediante nuestro sistema digestivo, somos capaces de desorganizarlos, reorganizarlos y forzarlos a transformarse en nosotros.
  • En los sólidos, los átomos están agarrados unos a otros, quizá con fuertes ganchos, de manera que siempre permanecen juntos. En los líquidos, en cambio, los átomos no tienen ganchos sino que son lisos y resbaladizos y se mueven unos contra otros como un barril lleno de bolitas de vidrio. Al igual que los líquidos, las bolitas pueden ser vertidas y fluyen.
  • El vino (un favorito griego) fluye mejor que el aceite de oliva (otro favorito griego) porque sus átomos son más lisos.
Pero, a pesar de estas explicaciones, debemos ser conscientes de que el propósito de la idea atómica no consistía en explicar fenómenos particulares o cierto conjunto de observaciones (como lo haría una teoría científica) sino de dar una visión general del funcionamiento del universo que permitiera entender el cambio y la permanencia como tales.
Átomos romanos
Las ideas de Demócrito y Leucipo fueron criticadas por otros filósofos griegos, especialmente por Aristóteles. De todas formas, en los tiempos en que Grecia estaba ya sumida en el Imperio de Alejandro Magno, apareció un seguidor de las ideas atomistas. Se trataba de Epicuro de Samos, el cual le daría al atomismo un giro y sabor muy particulares que signarían el destino de la idea de átomo hasta casi el día de hoy. Para Epicuro, el problema central era defender una actitud ética que minimizara el dolor de la vida. La doctrina atomista le venía de perlas: sostenía que el alma estaba hecha de átomos y que, al morir, los átomos del alma se desagregaban y el alma moría. Esto, para él, constituía una salvación: era el fin del dolor. Un fin que ni siquiera los dioses podían controlar.
Varios poetas romanos siguieron las doctrinas de Epicuro; los más conocidos son quizás Horacio (quien escribió el famoso “Carpe diem” de la película La sociedad de los poetas muertos) y Lucrecio. Este último escribió un extenso poema (que muchos juzgan de gran belleza) acerca de la constitución atómica del Universo. Casi todo lo que se sabe hoy día sobre las ideas antiguas acerca de los átomos está escrito en su poema De Rerum Natura (sobre las cosas de la naturaleza). De nuevo, los átomos se invocan para dar respuesta a tribulaciones filosóficas, no científicas.
Algunas similitudes entre esquemas científicos y esquemas filosóficos
El “atomismo” tiene muchos de los atributos de una verdadera teoría científica como la entendemos hoy en día. Primero y principal, es un esquema simple y general que puede explicar una serie de fenómenos. Por explicar entendemos que la idea de átomos da inmediatamente un sentido a los fenómenos que vemos y los ordena bajo una misma visión. Los átomos propuestos no se ven; de hecho, no hay prueba directa alguna de su existencia. Se los propone, o imagina, simple y sencillamente para dar coherencia a los fenómenos que sí podemos observar. En algún sentido, los grandes esquemas filosóficos y las grandes teorías científicas cumplen objetivos similares: condensar nuestro entendimiento con unas pocas ideas simples y poderosas que dan sentido a una realidad variada, compleja y sutil. De esta manera, nuestras mentes sienten que pueden aprehender esa realidad.
Otra de las similitudes entre las teorías modernas y las creencias de los atomistas griegos es que este último esquema, y a diferencia de muchas otras filosofías antes y después de Demócrito, no lidia con “propósitos”. Demócrito no se pregunta “para qué fluye el agua”. Más bien se pregunta “por qué” y lo explica en términos de las características de los átomos constituyentes. Otros esquemas filosóficos, notablemente el de Aristóteles, otorgan gran importancia a la “causa final” o “causa última” de los fenómenos, que no es otra cosa que su “propósito”. Esta idea es ajena al atomismo y también a la ciencia moderna, que reconoce que pueden asignarse propósitos a objetos creados por el ser humano, pero que en el caso de objetos naturales la pregunta cae fuera del campo de la ciencia.[2] Para ser más precisos aún: las ideas atomistas están basadas en el fundamento de que para la explicación de lo que vemos no hace falta invocar ningún designio ni mente divina planeando lo que sucede (no hay Providencia). Dentro de esta doctrina, los eventos no son más que interacciones entre objetos materiales (los átomos) sin ningún espíritu o voluntad detrás de ellos. Este tipo de actitud, de algún modo típica de la ciencia, es denominada “materialismo”. Los atomistas eran materialistas.
Primeros enemigos
Las ideas atomistas despertaron rechazo y críticas desde el comienzo. En la época de Epicuro surgió una escuela filosófica antagónica, a la que se conoce con el nombre de estoicos. Para los estoicos existía en el Universo, además de la materia, una suerte de inteligencia cósmica que guiaba el destino de los sucesos y fenómenos; la idea de que todos los fenómenos pudieran reducirse a colisiones de átomos, sin un designio que los guiara, les parecía totalmente absurda, cuando no francamente repugnante. Su argumento principal consistía en que la asombrosa complejidad del mundo que vemos no puede producirse por los choques azarosos de partículas. Sería lo mismo, pensaban, que arrojar una infinidad de fichas marcadas con letras sobre el suelo y esperar que fortuitamente cayeran justo en forma tal que escribieran, sin errores ni omisiones, todo el cuento “La biblioteca de Babel” de Jorge Luis Borges. ¡Imposible! Sólo la conducción de una inteligencia cósmica (Dios, la Providencia) puede producir orden. Es interesante notar que éste es, esencialmente, el mismo argumento en contra de la evolución biológica: que la complejidad observable en los seres vivos no pudo haber surgido por eventos azarosos (las mutaciones). La evolución biológica implica que todas las formas de animales y plantas que vemos son el producto de numerosos y minúsculos cambios genéticos al azar. Sus detractores, en especial los religiosos, sostienen que quien observe algo tan complejo como un elefante no puede dejar de sentir que algo así sólo pudo haber sido diseñado por una mente superior, un creador. En otras palabras, en las cosas muy complicadas (el mecanismo de un reloj, los sistemas de órganos de un ser humano, las espirales de una galaxia) se ve, sostienen, la evidencia de la voluntad y la inteligencia divinas. Desde tiempos inmemoriales, los pensadores encuentran en la complejidad del mundo una razón de peso para invocar la agencia de una voluntad con propósitos en la creación de las cosas. Sin un diseñador, sin una inteligencia planeando y creando, ¿cómo es posible que existan lagos y cerezos o la estructura delicada de una hoja de helecho? El atomismo de Demócrito y Epicuro era una amenaza para tal postura, y en el fondo negaba la necesidad de la existencia de esa voluntad divina.
Los estoicos tendían a ridiculizar y vilipendiar a los epicúreos, tildándolos no sólo de ateos, sino de libertinos y hedonistas, de personajes abandonados a la adoración de los vicios y placeres físicos. Esta caracterización siguió tiñendo por siglos la visión de las doctrinas de Epicuro, incluso sus ideas atomistas, a las que con frecuencia se asoció no sólo con el ateísmo sino con la decadencia moral.
Las críticas de los estoicos se vieron reencarnadas durante la Edad Media en el rechazo de la Iglesia católica al atomismo, y en formas variadas y a veces casi imperceptibles siguieron representando un escollo para los atomistas hasta casi el siglo XX.
[2] En el caso de las estructuras biológicas pueden establecerse “propósitos” funcionales que tienen que ver con la economía del organismo. En ese caso, se habla de “teleología” y es un tema debatido entre biólogos. Un interesante ensayo al respecto puede encontrarse en El azar y la necesidad, de J. Monod (Tusquets, 2002).
Primer interludio
Pantalones, vacío y filosofía
El logo de los pantalones Levi’s muestra un par de jeans atados por ambos lados a sendos caballos que tiran y tiran de la prenda sin poder romperla. Esta imagen es evocativa de –y hay quienes dicen que directamente inspirada en– un grabado de 1657 que muestra no dos, sino ocho caballos de cada lado, tirando no de pantalones irrompibles sino de una esfera de metal de aproximadamente medio metro de diámetro. El experimento de los caballos fue realizado varias veces en plazas públicas y hasta en presencia de reyes por el inventor e investigador Otto von Guericke, originario de la ciudad alemana de Magdeburgo. Y es una de esas demostraciones, como la de Galileo tirando pelotas desde la Torre de Pisa, que han pasado al imaginario popular. Pero ¿por qué querría un señor alemán hacer que un circo de caballos tire en vano en direcciones opuestas de una esfera metálica?
La esfera eran, en realidad, dos semiesferas huecas (conocidas hoy como los hemisferios de Magdeburgo). Lo interesante de la demostración es que las semiesferas no estaban pegadas ni atornilladas ni soldadas ni sostenida la una con la otra de manera alguna. Von Guericke simplemente las puso juntas para formar la esfera (hueca) completa y luego, a través de un agujero, procedió a evacuar el aire de su interior por medio de una bomba. Y he ahí la magia: una vez que en el interior de la esfera no había nada (es decir, había vacío), ni todos los caballeros ni todos los caballos del rey pudieron partir a Humpty-dumpty en dos. Intuitivamente, uno piensa que la succión del vacío mantiene a las dos semiesferas unidas; en realidad, es la presión del aire ...

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