Europa o la filosofía
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Europa o la filosofía

Massimo Cacciari, Francisco Campillo

  1. 112 pages
  2. Spanish
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Europa o la filosofía

Massimo Cacciari, Francisco Campillo

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El presente libro, merecedor del I Premio de Ensayo Círculo de Bellas Artes, supone una aguda reflexión en torno a las raíces culturales europeas, más allá de estereotipos y tentativas de reducción. Continuador de la reflexión iniciada en Geofilosofía de Europa, Europa o la Filosofía, es un epílogo nada complaciente, un matiz más que pone en duda alguas de nuestras certezas. En una época de relaciones globales no es posible el planteamiento de una "gran política", sin un ejercicio crítico de nuestra historia como el que ofrecen estas páginas.

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Information

Year
2020
ISBN
9788491143017

Europa o la Cristiandad*

ειδοµεν παραδοξα σηµερον
San Lucas 5, 26




LA HISTORIA de la Cristiandad, o de Europa, es agonística, como lo es el carácter de la fe que la sustenta. Es imposible pensar la Cristiandad si no es en el hervidero de contradicciones que la deter- minan, y que la determinan justamente como relación viva con el Cristianismo, traditio christiana. La Revelación se nos presenta como algo ya dado; y aún así siempre exige la pregunta: Veritas indaganda, en el sentido de que es ella, en su inmanencia, la que exige; es la interrogación “exigente” de suyo. La Revelación excluye, ya desde su planteamiento, cualquier actitud meramente apologética1. La Cristiandad se encarna en la historia de las respuestas que osan desa- fiar Su pregunta: “¿Quién creéis que soy?” El Cristianismo lleva consigo esta desconfianza, y la Cristiandad no es sino la historia de su continuo renovarse o “reformarse”. La Cristiandad está llamada en cada momento crítico de la historia, es decir, siempre, a “reconvertirse” a esa pregunta, a experimentar todo su carácter abismal y a intentar responder. Por eso, el tono de la conversio es tan radicalmente diferente al de la metánoia2. La mente puede llegar a la contemplación de lo Incondicionado y subsistir allí en paz; la conversión cristiana, en cambio, se presenta como auténtica sólo en su incesante renovación a lo largo del tiempo. Parece que no eliminara la duda, sino, por el contrario, se alimentase de ella. Presu-ponemos, en definitiva, que pensar la Cristiandad significa comprender el sentido de su estar-en-cuestión, es decir, enfrentarse a esas preguntas que, con origen en su misma historia, pretenden, al mismo tiempo, constituir su juicio, su “crisis”, su realización. Sólo frente a la desconfianza que esas preguntas representan será posible preguntarse qué “re-conversión” de la Cristiandad al Cris- tianismo es concebible ahora.
¿Y desde dónde empezar, si no es desde la “sentencia” “Dios ha muerto”? En el mercado todos lo saben; sólo el loco merodea por allí gritando: “¡Busco a Dios!, ¡busco a Dios!”3. Y su búsqueda no suscita ningún escándalo, ninguna argumentación atea “seria”, sino una gran risa. ¿Qué puede producir tal divertida indiferencia?, ¿cómo explicar el hecho de que en el mercado el dramatismo de esa “sentencia” pueda parecer “superado”, de que el luto por esa muerte parezca ya perfectamente “consumado”? Porque toda la historia de la Cristiandad o Europa es la historia de la muerte de Dios; nosotros lo hemos matado, y buscar a Dios no puede ahora significar otra cosa que intentar comprender la voluntad de sus asesinos: fundar un reino en la tierra en el que Dios no sea sino la fórmula “de toda calumnia del más acá 4.
Pero entre los Hombres Superiores, los hombres totalmente “desesperados”, profetas de la necesidad del nihilismo, uno sólo, el viejo Papa, dispone de la verdadera scientia Dei; él también sabe cómo Dios murió5. Dios murió transformándose, deviniendo, en el proceso de sus distintas metamorfosis. Si su muerte fuera un mero haber- sido, Él trascendería incluso el acto del pensamiento que funda el reino en la tierra. La “sentencia” “Dios ha muerto” no expresa la constatación de un hecho, sino la actualidad de un pensamiento que propone la transformación del mismo. No se refiere a un absoluto por encima del cual el hombre no podría conseguir nada nuevo, sino, por el contrario, a la completa disponibilidad para el hombre de la totalidad de los entes. “Dios ha muerto” significa que Dios ha devenido Espíritu, Geist, principio de la contradicción que supera toda identidad abstracta y que en tal proceso subsiste como verdad de las diferencias. Aquí se realiza el gran salto hacia la incredulidad6. Convertido en Espíritu, Dios es conocido; en el discurso que sitúa a la sustancia como proceso, en la identidad de concepto y tiempo, la fe se hace verdadera de manera definitiva. Y la filosofía se hace teo-sofía (mucho más que teo-logía: en ésta última no puede faltar la conciencia dolorosa de la diferencia insuperable entre su lógos y el Logos del que, en su propia búsqueda, da testimonio). El salto decisivo a la incredulidad no es, por tanto, para Nietzsche, obra de quien “no piensa”, del stultus que niega la existencia de Dios, sino de aquél que lo entiende, radicalmente, como Espíritu, lógica inmanente del ser sobre el que se discute, porque Él mismo es “discurso”, devenir. En definitiva, la sentencia nietzscheana nos lleva de manera forzosa y muy clara a Hegel. Tomada al pie de la letra, podría parecernos sólo una variante de los argumentos del “tonto”; pero cuando, detrás de su máscara, destella la gran fórmula teosófica, Dios es Espíritu, entonces sí que el “escándalo” puede resultar decisivo para la Cristiandad.
La Cristiandad queda ahora “pendida” de las “traducciones” que ella misma sea capaz de dar a la siguiente Palabra: “el reino de Dios no vendrá de modo que puedas verlo, y nadie podrá decir: está aquí o está allí; el reino de Dios está en vosotros” (Lc, 17, 20-21); “el reino de Dios ha llegado a vosotros” (Mt, 12, 28); “su misterio os ha sido confiado” (Mar, 4, 11). La hora última, el éschaton supremo: la revelación del espíritu del hombre a sí mismo como reino de Dios (la identidad de Gottesreich y Geistesreich) es ya7. El carácter absoluto del Cristianismo es, para Hegel, incontestable, gracias precisamente a esa Palabra: de ningún modo es posible concebir una ulterior “superación” de semejante hundimiento en la interioridad del espíritu de toda exterioridad o trascendencia. Lo único que puede llevarse a cabo es una tarea de “fundación pensante”8 del anunciado reino de Dios, y de crítica radical a todas sus tergiversaciones. En particular, debemos tener claro que las palabras evangélicas en las que parece defenderse una separación entre Reino y Mundo desempeñan sólo una función polémica al servicio de un propósito propedeútico, y que son propias de una Iglesia aún no madura para una “sichere Existenz” de la autoconciencia teológica. Por otra parte, ¿las parábolas de la semilla y del grano de mostaza no indican con claridad cómo el proceso por el cual el Reino existe para nosotros está ya necesariamente contenido en su inicio? Ya se duerma o se permanezca en vela, la tierra producirá el brote, la espiga y finalmente el grano. La semilla ha venido, el grano ha sido sembrado; el Reino ha sido puesto en nosotros; pero, para que sea verdaderamente nuestro, debemos saber reconocerlo, debemos saberlo. No en otra cosa consiste la necesidad del proceso, de un discurso sobre Dios al término del cual toda creencia podrá ser superada, toda “discrepancia” entre fe y razón finalmente conciliada en el marco de una filosofía que se convertirá a su vez en Saber absoluto9.
La gravedad de la “decisión” que provoca la afirmación de la actualidad del Reino está clara, y no podría verse disminuida de ningún modo. No se puede sostener la existencia de ningún compromiso entre el desvelamiento de Dios como Espíritu y la devota custodia de unas tradiciones milenarístico-escatológicas, para las que el Reino se nos presenta, en la figura del Adveniens, como algo imprevisible e inalcanzable. Aquí, como es comprensible, lo que está en juego es bastante más que la crítica hegeliana a las ideas contemporáneas de la fe como “cuestión” de sentimientos, mero anhelo del corazón, nostalgia vana y vaga. Cuando se afirma que Dios es Espíritu se está afirmando que ya ninguna parábola es necesaria; se está afirmando que ya no queda ningún misterio oculto bajo la apariencia de ninguna forma: se afirma que la filosofía se ha conciliado plenamente con la religión (con esa religión que llevaba a su fin, y lo hacía a fondo, la historia de las representaciones religiosas), que Atenas ha sabido, finalmente, comprender y “salvar” a Jerusalén. Las consecuencias rigurosamente ateístas10 de este argumento (ejemplo extremo de ateísmo dentro de la Cristiandad) son aún más radicales que las sugeridas por Nietzsche, (y antes por Kierkegaard, extraviados ambos, como Marx, en su crítica a la forma teológica del idealismo hegeliano, forma completamente necesaria, ya que sólo en este lenguaje, habitándolo-transformándolo, la filosofía podía manifestarse como realización de la historia de Europa o la Cristiandad). No basta con afirmar que el Reino está y crece en nosotros, que se encarna en las contradicciones de nuestra historia “redimiéndolas” de lo meramente circunstancial y de la comprensión intelectual-abstracta, para eliminar cualquier exterioridad, todo Señorío del más allá. ¡Sólo de aquí parte el salto hacia la incredulidad que Hegel, implícitamente, lleva a cabo! El dogma de la encarnación, el Logos cristiano, superan sin duda la figura del Amo de incomprensible prepotencia frente a la potencia de nuestro espíritu, “transformándolo” ahora en el Padre, quien se com-padece y nos deja ser sus herederos perfectos; pero jamás, por la misma lógica intrínseca del discurso hegeliano, se podría permitir la total superación de la figura del Esclavo. El Esclavo, aunque com- padecido y liberado, lo sigue siendo; el Esclavo es confirmado en su condición en tanto ha sido hecho heredero. El Esclavo sigue siendo necesariamente Esclavo hasta que no se libera por sí. Se ve obligado, por tanto, a rechazar...

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