La búsqueda de la felicidad
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La búsqueda de la felicidad

Victoria Camps

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La búsqueda de la felicidad

Victoria Camps

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La historia de la felicidad a lo largo de miles de años de pensamiento: una alternativa filosófica a la literatura "amarilla" de autoayudaPreguntarse por la naturaleza de la felicidad equivale a cuestionar el sentido y el fin de la existencia. La felicidad es una búsqueda a lo largo de la vida de cada persona; la infelicidad, en cambio, es el abandono del deseo de seguir viviendo. Más que una meta, la felicidad es un estado de ánimo, el anhelo de una vida plena.No es objeto de la filosofía determinar en quéconsiste ser feliz, pero filósofos y pensadores, desde Aristóteles hasta Aldous Huxley, han reflexionado a lo largo de la historia sobre esta cuestión esencial: cuáles son las limitaciones de quienes aspirana ser felices; qué valor tienen la amistad, el amor, el deseo o la libertad en la consecución de la felicidad; cómo se relacionan el individuo y el grupo en este camino. La lección que se extrae de las enseñanzas de los filósofos es que la felicidad, en efecto, es el mayor bien, pero un bien que exige esfuerzo, paciencia, perseverancia y tiempo.La búsqueda de la felicidadno contiene recetas para lograr la plenitud, pero sí abundantes razones para no sucumbir al desánimo de una existencia que es paradójica, contingente y limitada, pero también rica y esperanzada.

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Information

Publisher
Arpa
Year
2019
ISBN
9788417623081






1

La vida buena




Moderación


«Tanto el vulgo como los cultos piensan que vivir bien
y obrar bien es lo mismo que ser feliz».
aristóteles

Así empieza uno de los tratados de ética más conocidos de la historia, la Ética a Nicómaco de Aristóteles. Con la convicción de que la vida feliz y la vida buena —o, como decían los filósofos griegos, la vida virtuosa—, son lo mismo.
Aristóteles fue un filósofo realista si lo comparamos con Platón, que pensaba que vivimos en un mundo en el que solo conocemos sombras de una realidad que está más allá de nuestro alcance inmediato, constituida por grandes ideas como el Bien, la Verdad, la Belleza. Aristóteles fue realista y sistemático: se propuso enseñar cómo aproximarnos a un bien alcanzable, el auténtico fin de la vida humana. Escribió más que ningún otro sabio griego sobre lo que en la jerga filosófica denominamos «filosofía práctica»; a saber, la ética y la política. Es ahí donde formula el principio de que el fin (o el bien) del hombre es ser feliz y cuanto haga en esta vida va dirigido a tal fin. Lo que no implica que siempre acierte en el empeño de encontrar lo mejor. Aristóteles advierte que el bien no se consigue viviendo de cualquier manera ni procurando satisfacer cualquier tipo de deseo. Lo que la ética enseña, precisamente, es a seleccionar los deseos y separar los que nos convienen para vivir bien de los inconvenientes. Dicho de una forma más académica, el ser humano debe aprender a distinguir entre varios tipos de bienes, tres en concreto: los bienes del alma, que son los primeros, los más importantes, internos a la persona; los bienes del cuerpo, como la salud y la belleza; y los bienes externos, como la riqueza, la nobleza o el éxito. Todos contribuyen de algún modo a conformar una vida buena, pues sin salud, sin belleza ni prosperidad, sin dinero ni reconocimiento público, será más complicado ser buena persona. Pero si no hay virtud y solo hay salud, belleza y prosperidad, difícilmente habrá felicidad.
Las observaciones de Aristóteles son las de un aristócrata que pertenece a los estratos más nobles de la sociedad, por lo que carece de preocupaciones materiales. Aristóteles dedicó parte de su vida a vivir con el rey de Macedonia, Filipo, y con el hijo de este, Alejandro, del que fue tutor durante unos años. Cuando regresó a Atenas, enseñó en el Liceo, entre otras materias, la ética y la política. Aunque hay que precisar para ser rigurosos que la palabra «ética» (ethiké) como tal no fue usada por Aristóteles. El nombre fue adjudicado a los cursos que dio en el Liceo, recopilados luego como libros de ética (Ética a Nicómaco, Ética a Eudemo). Allí es donde se establecen las ideas básicas para la reflexión sobre los fines de la existencia humana, ideas que vinculan la vida feliz a la ética o vida virtuosa.
Volvamos al argumento principal: todos, cultos e incultos, piensan que ser feliz y obrar bien es lo mismo. Lo que distingue a los sabios de los ignorantes es que aquellos saben dónde se encuentra la felicidad: «Sobre lo que es la felicidad discuten y no lo explican del mismo modo el vulgo y los sabios». Incluso una misma persona tiene opiniones distintas al respecto según cuál sea su situación concreta: si está enferma, dirá que la felicidad está en la salud; si es pobre, pondrá la felicidad en la riqueza; si es ignorante, añorará el saber que no tiene. No somos iguales, anhelamos bienes de distinto tipo. El bien «se dice de muchas maneras», una de las frases canónicas de Aristóteles. Por eso no es inteligente querer definir el bien en general, como quiso hacer Platón, convirtiéndolo en una idea de la que los bienes percibidos por los seres terrenales son escaso y pálido reflejo. Aristóteles parte de la experiencia que le dice que los bienes que las personas buscan son tan variados como la vida que le toca vivir a cada uno.
No obstante, aunque el bien de cada persona sea distinto, e incluso cambie de sentido, debido a las circunstancias de la vida, lo que a Aristóteles le parece indiscutible es que, hagamos lo que hagamos, intentamos estar bien con nosotros mismos, ser felices. Podemos equivocarnos en la búsqueda, pero lo que pretendemos es vivir mejor de lo que vivimos. Querer ser feliz es, pues, el fin más perfecto, el que se busca por sí mismo. Al tratar de concretar algo más en qué puede consistir ese bien último, el filósofo ve la necesidad de distinguir los tipos de bienes referidos hace un momento: los del alma, los del cuerpo y los externos. Y, aunque los dos últimos sean necesarios para poder buscar los bienes del alma, hay que convencerse de que son estos, los del alma, los únicos que permiten hablar con propiedad de una vida feliz.
Esta distinción de bienes le permite al filósofo distinguir lo que, a su juicio, es la función propia y exclusiva del ser humano, aquella que no comparte con los seres vivientes, plantas o animales, que se limitan a sentir, a crecer, a nutrirse y a reproducirse. Además de sentimientos y necesidades fisiológicas, el ser humano tiene razón y lenguaje, lo cual hace posible una actividad especial, propia de la vida no solo vegetativa y sensitiva, sino racional. Es en la realización de dicha actividad racional donde se cumple la función humana de vivir bien y obrar bien. La razón orienta a la persona y le indica cómo debe actuar para vivir mejor y acercarse a la felicidad. Los animales no humanos tienen instinto, en algunos casos, similar a esa actividad racional, pero no alcanzan el desarrollo racional y lingüístico que puede lograr el hombre.
A partir de dicha premisa, la doctrina aristotélica sobre la ética consistirá en explicar cuáles son las virtudes que ha de adquirir la persona para llevar una vida buena. La lista es extensa y pone de manifiesto el retrato de lo que caracteriza al buen ciudadano que vive en la Atenas del siglo IV a. C. Servir a la ciudad es la forma más excelente de vivir para el individuo que está en condiciones de hacerlo. Dedicarse al bien de la polis es un fin superior que dedicarse a un bien individual, sencillamente porque «el todo es mayor que las partes», y el bien de la colectividad será un bien mayor. Las virtudes que deben configurar la manera de ser del ciudadano son varias, pero tienen un denominador común, que es la moderación, lo que Aristóteles denomina «el justo medio». Ser valiente, temperante, justo, prudente, magnánimo, generoso significa aprender a encontrar el término medio entre el exceso y el defecto. Pongamos un solo ejemplo: ser valiente es buscar el término medio entre la cobardía y la temeridad. El ejercicio de la virtud supone constancia, hábitos y esfuerzo, el esfuerzo de una vida entera.
En resumen, y para no desviarnos del tema en el que estamos, a juicio de Aristóteles son cuatro las ideas que se articulan en la consideración de la vida feliz como el bien al que el ser humano aspira. La primera y definitoria, si se puede decir así, de la vida feliz, es que esta consiste en actuar de acuerdo con la virtud, que es la actividad racional, específica del ser humano. La segunda, que los bienes más materiales, los del cuerpo y los externos, son necesarios para poder esmerarse en la vida virtuosa. Estamos en el siglo IV a. C., muy lejos aún del reconocimiento de valores como la igualdad de derechos. Aristóteles no tiene escrúpulos en excluir de esa vida que para él es la vida feliz a quienes tienen que ocuparse en menesteres viles como son trabajar para sobrevivir o estar al servicio de las personas libres. No entran en su idea de felicidad ni los esclavos ni las mujeres. La tercera idea es la del justo medio como definición de virtud. La vida feliz tiene que ver con la moderación de los deseos, con el conocimiento de la medida que evita los excesos, con eso que llamamos prudencia, capacidad de discernir la acción más conveniente en cada caso. Finalmente, la cuarta idea que transmite la ética aristotélica es que el bien individual se consigue cuando se busca al mismo tiempo el bien colectivo. A saber, que la ética bien entendida tiene que ser también política. Que la búsqueda de la felicidad personal es indisociable del empeño en la felicidad colectiva.
Comenta Bertrand Russell en La conquista de la felicidad que «la doctrina del justo medio no es interesante». Pero, añade, es una teoría verdadera puesto que trata del «equilibrio entre el esfuerzo y la resignación». Quiere decir con ello que la felicidad no nos viene dada porque hayamos nacido con suerte, aunque la suerte sea un dato importante (Aristóteles lo subraya); la felicidad es una conquista. Dependerá en parte de las circunstancias que nos rodean y que no siempre dependen de nosotros, pero sobre todo depende de uno mismo. Llegará un momento, varios siglos después de las enseñanzas griegas, en que esa conquista, la búsqueda de la felicidad, será proclamada como un derecho universal. Hoy corresponde a los poderes públicos de los estados de derecho esforzarse en poner las condiciones que hagan posible para todo individuo conquistar la felicidad. Aun así, estamos lejos de conseguir esas garantías. Lo veremos en otro capítulo. Quedémonos por ahora con la idea de que, desde el principio de los tiempos, al plantearse los primeros filósofos qué debemos hacer para ser felices, se fijan, efectivamente, en las circunstancias materiales en las que se desenvuelve la vida de cada uno, pero la tesis que van a defender por encima de todo es que la felicidad es un compromiso y una conquista personal. Si unos lo consiguen más que otros no es porque estén más dotados para conseguir ese fin, sino porque son más sabios. La clave de la vida buena o de la felicidad está en el conocimiento.
Si la clave está en el conocimiento es porque el ser humano es ignorante de entrada y si no lo remedia lo será toda la vida. Intentar ser feliz equivale a superar la ignorancia, algo que está —mejor, debería estar— al alcance de cualquier persona, pero que, aunque la oportunidad se dé, puede ser inútil si uno no sabe aprovecharla. Decir que el arte de vivir es un aprendizaje supone aceptar que somos seres limitados, que somos contingentes, no todo depende de nosotros, y el porvenir es incierto. A pesar de asumir esa limitación, existe un arte de vivir, es posible aprender a vivir bien. La virtud de la prudencia, que para los griegos es la síntesis de todas las virtudes, se cultiva practicándola, es un saber práctico que no consiste en someterse a una serie de consejos pusilánimes, sino en pensar antes de decidir qué hacer en cada caso, acostumbrarse a aplicar la regla de la acción correcta.




Autarquía


«Que el hombre no se deje corromper ni dominar por las cosas exteriores y solo se admire a sí mismo, que confíe en su ánimo y esté preparado a cualquier fortuna, que sea artífice de su vida».
séneca

Si, como defiende Aristóteles, la felicidad es comportarse de acuerdo con la virtud moral, es fácil concluir que ese propósito no es de suyo muy agradable, no es placentero, pues las virtudes se adquieren con discernimiento y esfuerzo y obligan a controlar el deseo. A Aristóteles no se le oculta este inconveniente. Al contrario, le dedica casi la totalidad del último capítulo de la Ética a Nicómaco. De entrada rechaza el antihedonismo, piensa que buscar el placer es positivo, aunque se resiste a identificar sin más la felicidad con el placer. El problema que se le plantea al relacionar felicidad y placer es un problema insoluble, lo sigue siendo aún para nosotros. Es el siguiente: cómo convencernos de que el esfuerzo y el control intelectual de deseos en principio incontrolados puede llegar a ser agradable y hacernos felices. De no ser así, ¿qué puede tener que ver la felicidad con todo ello? No podemos decir que la respuesta aristotélica es del todo satisfactoria. Es más académica que práctica. Aristóteles resuelve la aparente disparidad entre felicidad y placer por la vía conceptual, negando que los placeres corporales, los que no provienen del intelecto, que es la parte más excelsa del ser humano, sean superiores a los que proporciona la inteligencia. Algunos placeres no son perfectos porque la única perfección es la que puede proporcionar el intelecto.
Quienes agarran más el toro por los cuernos y tratan la cuestión desde una perspectiva más cercana a lo que se vive como una paradoja irresoluble son los estoicos. La filosofía de las llamadas escuelas helenísticas —básicamente, estoicos y epicúreos— pretende ser más útil para la vida de lo que lo eran las largas disertaciones de Platón o de Aristóteles. No les falta una teoría ni una visión general de la naturaleza, de la que extraen sus propuestas normativas sobre el comportamiento humano. Pero lo que les preocupa por encima de todo es poner la teoría al servicio de las inquietudes del hombre concreto. Séneca escribe un librito titulado De vita beata, que no es un gran tratado sobre la felicidad, sino una serie de observaciones y directrices para evitar lo que solo es motivo de infelicidad en la vida humana. Lejos de pasar por alto la oposición entre el placer y la virtud que ya había atormentado a Aristóteles, Séneca la aborda de entrada y sin remilgos. «También el alma tiene sus placeres», afirma en la línea de lo dicho por su predecesor, pero reconoce que ser bueno no siempre es placentero ni la vida mejor es la más agradable. El mensaje ahora es: no hay que practicar la virtud porque se espere de ella algún placer; a la virtud hay que acostumbrarse a quererla por sí misma y, en todo caso, el placer, si se da, se dará por añadidura.
Los filósofos estoicos son duros a la hora de reconocer verdades difíciles de aceptar, no se enredan en especulaciones que el vulgo considera inútiles o hueras. Parten de la premisa a su juicio indudable de que la filosofía tiene que ser un «arte de vivir», para lo cual hay que conocer y aceptar antes que nada las limitaciones humanas. Conocerlas y aceptarlas, porque es evidente que venimos a este mundo no solo para gozar, sino ta...

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