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La realidad
Hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso.
Jorge Luis Borges, «Avatares de la tortuga»
La Realidad es aquello que, incluso aunque dejes de creer en ello, sigue existiendo y no desaparece.
Philip K. Dick
Un hombre recibe la visita de un vendedor de Biblias. Entre las diversas obras que este le ofrece hay una diferente a todas los demás: un libro infinito. Aunque su apariencia es normal (tiene cubiertas, lomo, hojas), los variados experimentos a los que el protagonista lo somete constatan esa imposible dimensión infinita. Por ello, tras examinarlo, el protagonista concluye: «Esto no puede ser», a lo que el vendedor de Biblias, que ya preveía esa reacción (porque él también piensa lo mismo), contesta de un modo lacónico: «No puede ser, pero es». Dentro de la idea de lo real que comparten los personajes del cuento, la existencia de un libro infinito es imposible: como dice el protagonista, «Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad». El problema es que, pese a todo, el libro está ahí. Una presencia imposible que también se impone al lector real, que ve cuestionada su propia idea de realidad. Su propio mundo.
En esta escena de su relato «El libro de arena», Borges identifica magistralmente la esencia de toda narración fantástica: la confrontación problemática entre lo real y lo imposible. Ese «No puede ser, pero es» que destruye las convicciones del personaje y del receptor acerca de lo que se considera como real. Individuos desdoblados, tiempos y espacios simultáneos, monstruos, rupturas de la causalidad, fusión de sueño y vigilia, disolución de los límites entre la realidad y la ficción, objetos imposibles... los motivos que componen el universo fantástico son expresiones de una voluntad subversiva que, ante todo, busca transgredir esa razón homogeneizadora que organiza nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos.
En el prólogo a su libro Cuentos de los días raros, José María Merino, uno de los grandes maestros españoles de lo fantástico, afirma que «Frente al sentimiento avasallador de aparente y común normalidad que esta sociedad nos quiere imponer, la literatura debe hacer la crónica de la extrañeza. Porque en nuestra existencia, ni desde lo ontológico ni desde lo circunstancial hay nada que no sea raro. Queremos acostumbrarnos a las rutinas más cómodas para olvidar esa rareza, esa extrañeza que es el signo verdadero de nuestra condición». Y lo fantástico es un camino perfecto para revelar tal extrañeza, para contemplar la realidad desde un ángulo de visión insólito. Porque el relato fantástico sustituye la familiaridad por lo extraño, nos sitúa inicialmente en un mundo cotidiano, normal (el nuestro), que inmediatamente es asaltado por un fenómeno imposible –y, como tal, incomprensible– que subvierte los códigos –las certezas– que hemos diseñado para percibir y comprender la realidad. En definitiva, destruye nuestra concepción de lo real y nos instala en la inestabilidad y, por ello, en la absoluta inquietud.
Para comprender las implicaciones de esa confrontación entre lo real y lo imposible, es necesario empezar por examinar qué idea de realidad estamos manejando. Porque lo fantástico va a depender siempre, por contraste, de lo que consideremos como real.
Una realidad (aparentemente) estable y objetiva
La literatura fantástica nació en un universo newtoniano, mecanicista, concebido como una máquina que obedecía leyes lógicas y que, por ello, era susceptible de explicación racional. El Racionalismo del siglo Xviii había convertido a la razón en la única vía de comprensión del mundo.
Hasta ese momento habían convivido sin demasiados problemas tres explicaciones de lo real: la ciencia, la religión y la superstición. Fantasmas, milagros, duendes y demás fenómenos sobrenaturales eran parte de la concepción de lo real. Eran extraordinarios, pero no imposibles.
Si bien en el siglo Xvi el importante desarrollo de la mentalidad científica ya había empezando a poner en duda ciertas explicaciones mágicas y supersticiosas de la realidad (la ciencia, como afirma Pilar Alonso, vino a «desencantar» el mundo), ello no impidió la proliferación de obras que –combinando ciencia y religión– tenían por objeto atestiguar la existencia efectiva de numerosas manifestaciones de lo sobrenatural y extraordinario. Así, los fenómenos recogidos en los libros de prodigios, en las misceláneas y en los tratados de demonología aceptaban sin dudarlo la existencia efectiva de tales fenómenos. Pese al importante desarrollo científico, podemos decir que la relación de credulidad respecto a lo sobrenatural fue la dominante hasta la época de la Ilustración.
Pero en el siglo Xviii la relación con lo sobrenatural cambió radicalmente. La razón se convirtió en el paradigma explicativo fundamental, lo que se tradujo en una separación entre razón y fe, dos perspectivas que, como he dicho, hasta ese momento funcionaban integradas o, por lo menos, no se excluían entre sí. A partir de entonces, en lo que se refiere a la materia religiosa el individuo tendrá libertad de creer o no creer, pero en materia de conocimiento dominará la razón (aunque ello no se traducirá en una reivindicación del ateísmo), que se convierte en el discurso hegemónico que determina los modelos de explicación y representación del mundo.
Así, el nuevo paradigma del mecanicismo deviene la herramienta fundamental para comprender la realidad: «El universo se concibe como una serie de elementos cuyas relaciones pueden ser formalizadas por leyes geométricas o matemáticas, al modo de cualquier máquina; unas leyes que existen en la naturaleza porque Dios así lo ha querido y a través de cuyo conocimiento es posible ver el mundo como una obra llena de belleza y armonía que nos habla de la existencia de Dios sin necesidad de exégesis bíblica o revelación alguna» .
Ese rechazo de lo sobrenatural se tradujo también en la condena de su uso literario y estético. Las preceptivas ilustradas de la segunda mitad del siglo xviii enarbolaron los conceptos de verosimilitud y mímesis como armas fundamentales para desterrar la presencia de lo sobrenatural y lo maravilloso de los textos literarios por su falta de verdad, por su inverosimilitud. Lo que la razón no podía explicar era imposible y, por lo tanto, mentira, y no tenía lugar en la narrativa de la época, orientada fundamentalmente hacia el didactismo y la moralidad. Esa concepción «realista» de la verosimilitud y de la mímesis traducía en cierto modo uno de los cambios fundamentales que se habían producido en los intereses estéticos dieciochescos: el descubrimiento de la sociedad como materia literaria. La novela del siglo xviii cambió su objeto de imitación para centrarse en la realidad que circundaba al hombre, y encontró su razón de ser en la expresión de lo cotidiano.
¿Cómo pudo surgir la literatura fantástica en un ámbito aparentemente tan poco idóneo? Para responder a esta pregunta hay que tener en cuenta que si bien el desarrollo del racionalismo eliminó la creencia en lo sobrenatural, ello no supuso la desaparición de la emoción que producía como encarnación estética del miedo a la muerte y a lo desconocido (un sentido de lo sobrenatural ajeno al que exploraba, por ejemplo, el cuento de hadas). Una célebre frase de Madame du Deffand acerca de la existencia de los fantasmas resume perfectamente esta idea: «No creo en ellos, pero me dan miedo». La emoción de lo sobrenatural, expulsada de la vida, encontró refugio en la literatura.
Ese nuevo interés estético coincide (y no por casualidad) con el desarrollo del gusto por lo horrendo y lo terrible, una nueva sensibilidad –lo sublime– que tomaba el horror como fuente de deleite y de belleza. Basta recordar que en los primeros años del siglo xviii se divulga el De Sublime del Pseudo-Longino a través de los comentarios de Boileau (que lo había traducido en 1674) y de Bouhours. La categoría de lo sublime abarca lo extraordinario, lo maravilloso y lo sorprendente, lo que no forma parte del sistema establecido en las cánones de belleza neoclásicos, y se traduce en un sentimiento de terror, una de las pasiones más elevadas (como ya destacara Aristóteles). Así, ya a principios de siglo, Joseph Addison, en Los placeres de la imaginación (1712), estudia las nociones de lo bello, lo sublime y lo pintoresco, advirtiendo cómo el placer estético puede surgir también de lo desproporcionado, lo grande o lo extraño. Resulta muy iluminadora su reflexión sobre lo terrorífico cuando plantea la posibilidad de sentir placer ante un objeto terrible si estamos seguros de no recibir daño alguno. Ideas que Edmund Burke desarrollará más tarde en su ensayo ...