Éxodo
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Éxodo

Inmigrantes, emigrantes y países

Paul Collier, Miguel Ros

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Éxodo

Inmigrantes, emigrantes y países

Paul Collier, Miguel Ros

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El éxodo de cada individuo es un triunfo del espíritu, el valor y el ingenio humano sobre las barreras que imponen los ricos. Desde este punto de vista, cualquier política migratoria que no sea la de puertas abiertas parece miserable. No obstante, la propia inmigración también puede tildarse de egoísta: los emprendedores dejan a su suerte a los menos capacitados.En este ensayo Paul Collier intenta responder a todas las preguntas que plantea el movimiento migratorio, prestando especial atención al lado que nunca vemos: el de los que quedan atrás. Con rigor y sin más dramatismo que el que aportan los datos, construye el marco esencial para comprender la emigración en relación con la desigualdad.

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Information

Publisher
Turner
Year
2016
ISBN
9788415832782

SEGUNDA PARTE

LAS SOCIEDADES DE ACOGIDA
¿Bienvenida o resentimiento?

III

LAS CONSECUENCIAS SOCIALES

En esta parte abordaré la pregunta de cómo la inmigración futura podría afectar a las poblaciones nativas de las sociedades de acogida. La palabra clave en esta frase es “futuro”. Lo que más me interesa no es la pregunta: “¿Las consecuencias de la inmigración han sido malas o buenas?”. Si me obligasen a responder, me inclinaría por el “buenas”, pero esta no es la pregunta pertinente. Imaginemos, por un momento, lo improbable: el consenso de que la respuesta adecuada es “malas”. Incluso en este caso, ninguna persona en su sano juicio defendería que los inmigrantes y sus descendientes deberían ser repatriados. En las sociedades ricas modernas, las expulsiones masivas resultan inconcebibles. Así pues, a pesar de que la pregunta “¿Las consecuencias de la inmigración han sido malas o buenas?” sea concreta y muy significativa, es igual de irrelevante que preguntar: “¿Deberías haber nacido?”. La pregunta que en última instancia abordaré es hipotética: si la inmigración aumentase considerablemente, ¿cómo afectaría a las poblaciones de acogida? Tal y como mostré en el capítulo II, la inmigración se acelera a menos que se le imponga un control eficaz; así pues, aunque la pregunta sea hipotética, es pertinente. Para orientar la opinión del lector, mi respuesta aproximada sería que los efectos de la inmigración siguen una forma de U invertida, con beneficios si hay una inmigración moderada y pérdidas si la inmigración es alta. Por lo tanto, la clave no está en si es mala o buena, sino en: “¿Qué cantidad es la mejor?”. A su vez, explicaré que la respuesta a ese “¿Qué cantidad?” depende de la velocidad con que los inmigrantes se fusionen con la sociedad nativa.
Como esta parte trata sobre los efectos en las poblaciones de acogida, he de admitir que algunos economistas creen que es inútil plantear la pregunta, por no hablar ya de intentar responderla. El marco ético que más se usa en economía es el utilitario: “La mayor felicidad para el mayor número”. Si lo aplicamos a temas globales como la inmigración, esto conduce a una respuesta sencilla y llamativa: lo que les ocurre a las poblaciones nativas de los países de acogida es irrelevante siempre y cuando, a nivel global, se produzcan ganancias fruto de la inmigración. Aunque esta brújula moral –universalista y utilitaria- sea el estándar para el análisis económico, apenas si tiene relación con la forma de pensar de la mayoría de la gente. Volveré sobre el tema más adelante. Otra objeción al planteamiento mismo de la pregunta, que adelantó Michael Clemens –un importante abogado y economista, partidario del aumento de la inmigración-, consiste en decir: “¿Quiénes somos ‘nosotros’?”.1 Clemens afirma que, visto desde la perspectiva de un siglo futuro, el “nosotros” serán tanto los descendientes de los nativos como de los inmigrantes actuales. Para él, la pregunta pertinente es si la inmigración beneficia a largo plazo a estos descendientes. Como veremos, considero que estos futuros imaginarios pueden ser de ayuda; sin embargo, en este caso el argumento recuerda a un juego de manos: para ver las limitaciones de un argumento, a veces ayuda llevarlo hasta un extremo absurdo. Supongamos, en un ejercicio hipotético puro, que la inmigración masiva condujese al éxodo de la mayoría de población nativa, pero que el resto, casado con inmigrantes, y sus descendientes mestizos, acabasen en una situación mejor. De saber esto de antemano, la población nativa podría determinar, y con razón, que la inmigración masiva no le interesaba. En este caso, la pregunta de si sería legítimo que este egoísmo percibido se tradujese en unas restricciones a la entrada dependería de si la libertad de movimiento se considera un derecho global.
Un argumento relacionado es que todas las poblaciones indígenas son mestizas, por las oleadas previas de inmigrantes. Hasta qué grado esto es así varía considerablemente según las sociedades. Como parece evidente, este es especialmente el caso de las zonas que recibieron inmigrantes en el siglo XIX: Norteamérica y Australasia. Como el Reino Unido es una isla, es obvio que toda la población indígena es, en algún punto, descendiente de inmigrantes; sin embargo, hasta mediados del siglo XX la población había permanecido extraordinariamente estable. Los recientes avances en el estudio del ADN han permitido establecer la descendencia genética para cada género: hijo-padre-abuelo, y así sucesivamente, remontándose en el tiempo; e hija-madre-abuela… Sorprende saber que en torno al 70% de la población actual del Reino Unido desciende directamente de las gentes que habitaron las islas británicas en el Preneolítico, antes del 4.000 a. de C.2 Desde entonces las islas se han enriquecido periódicamente con oleadas de inmigrantes: la cultura y la tecnología neolítica fueron, muy probablemente, introducidas por los inmigrantes; los descendientes de los inmigrantes anglosajones y normandos forjaron la lengua inglesa, y estos orígenes multiculturales son responsables de su inigualable riqueza de vocabulario. Los inmigrantes hugonotes y judíos fueron estímulos importantes para el comercio. No obstante, el total de estas migraciones, que se extienden durante un periodo de 6.000 años, es, visto lo visto, bastante modesto. La estabilidad tiene una consecuencia: a lo largo de un periodo tan prolongado, los matrimonios endogámicos generan un patrón por el que cualquier miembro del pasado con descendientes vivos hoy en día tiene muchas posibilidades de ser un ancestro de toda la población nativa. En este sentido, la población nativa comparte literalmente una historia común: tanto los reyes y las reinas como sus siervos son los ancestros comunes de los británicos actuales. Dudo mucho que el Reino Unido sea una excepción en este sentido, aunque, por el momento, la cuestión es: ¿el hecho de que las propias poblaciones nativas sean descendientes de inmigrantes en un pasado muy remoto elimina el derecho a restringir la inmigración? Quienes han tenido la buena suerte de subir una escalera no deberían quitarla una vez arriba. No obstante, que esta sea una analogía apropiada para la inmigración depende del contexto. Los pueblos preneolíticos que llegaron al Reino Unido se asentaron en un territorio deshabitado, como hacen todas las primeras colonias en cualquier lugar del mundo. No se estaban aprovechando de una brecha salarial entre sociedades establecidas como la que motiva a los inmigrantes del presente. De hecho, pasados miles de años desde el primer asentamiento, Europa no era más próspera que otros lugares del mundo. Los primeros colonizadores no estaban subiendo una escalera, con lo que sus descendientes no podían quitarla.
Sin embargo, por ahora le pediré al lector que deje aparcada la cuestión de si los controles a la inmigración son inmorales o no. Independientemente de que las poblaciones de acogida tengan o no el derecho moral de gestionar la inmigración según sus propios intereses, la realidad es que actualmente tienen el derecho legal de hacerlo. Como poquísimos gobiernos reivindican el derecho legal para restringir la salida, todos los controles a los flujos migratorios globales acaban determinándose según los intereses que perciben las poblaciones de acogida. Sin embargo, a pesar de que los países ricos son democracias, a menudo sus políticas migratorias no han reflejado la opinión del electorado nativo. En el Reino Unido, por ejemplo, el 59% de la población (que incluye a los inmigrantes) considera que ya hay “demasiados” inmigrantes. En cualquier caso, a largo plazo, las poblaciones nativas de las democracias solo van a permitir la inmigración mientras la perciban como un beneficio para ellas.
Dicho esto, y sin más preámbulos: ¿cuáles son los efectos de la inmigración sobre las poblaciones nativas, y cómo podrían variar esos efectos dependiendo de su volumen? Por suerte, recientemente se ha investigado bastante sobre el tema. Como es natural, al ser economista exploré, en primer lugar, los efectos económicos. Sin embargo, acabé percatándome de que en este ámbito los efectos económicos pocas veces resultan decisivos. A pesar de las polémicas afirmaciones que se hacen desde los dos bandos del debate sobre la inmigración, las pruebas sugieren que los efectos netos suelen ser modestos en la mayoría de las sociedades; las políticas migratorias no deberían determinarse en función de los efectos económicos. Así pues, pondré los efectos sociales por delante de los económicos, y luego intentaré valorarlos en conjunto.

EL APRECIO MUTUO

Las consecuencias sociales de la inmigración dependen del modo en que los inmigrantes se relacionan con sus sociedades de acogida. En un extremo se les trata como trabajadores sin más, y no se les permite entrar en ningún otro ámbito de la sociedad. Unas pocas sociedades de acogida adoptan este enfoque, y para ellas los efectos son, claro está, puramente económicos. Sin embargo, en la mayoría de los países los inmigrantes pasan a formar parte de la sociedad, y no solo de su fuerza de trabajo, con lo que establecen todo tipo de relaciones con otra gente. Los inmigrantes aumentan la diversidad de la sociedad, y en algunos aspectos esto es beneficioso: a mayor diversidad mayor variedad, luego más estímulos y elecciones. No obstante, la diversidad también acarrea problemas porque, en una economía moderna, el bienestar se ve enormemente potenciado por lo que podríamos describir como “aprecio mutuo”.
Con aprecio mutuo me refiero a algo más fuerte que el respeto mutuo: algo parecido a la simpatía o a la empatía benigna. El respeto mutuo se puede lograr solo con mantener una distancia respetuosa con respecto a los otros –con el mero “no me faltes al respeto”. En contraste, el aprecio mutuo favorece dos tipos de comportamiento que son fundamentales para las sociedades que funcionan.
Uno es la inclinación de la gente próspera a financiar las transferencias a los menos prósperos. Aunque estas transferencias se han politizado sobremanera y se han disfrazado como un conflicto entre las ideologías del hiperliberalismo y el socialismo, su verdadera raíz está en el aprecio mutuo de los ciudadanos. Con esto no pretendo establecer cómo habría de medirse el grado de bienestar de otras personas en cualquier lugar del planeta –tal y como ocurre en la versión universalista del utilitarismo que tanto se estila en economía-, sino cómo consideramos a los otros miembros de nuestra propia sociedad y, por extensión, cómo definimos los límites de la sociedad a la que reconocemos pertenecer. El aprecio mutuo, o la simpatía, da pie a unos sentimientos de lealtad y solidaridad hacia los miembros menos afortunados de nuestra comunidad.
La otra manera clave en que afecta el aprecio mutuo a los resultados económicos es a través de la cooperación: al cooperar, la gente es capaz de tener acceso a unos bienes públicos que, de lo contrario, no estarían bien distribuidos por la mera dinámica del mercado. La cooperación se ve potenciada por la confianza, pero, para no ser solo quijotesca, esa confianza ha de estar respaldada por la presunción razonable de que será recíproca. Los cimientos de la confianza racional están en la conciencia de que la sociedad se caracteriza por un aprecio mutuo: la gente siente algo de simpatía por su prójimo, con lo que es razonable suponer que la acción cooperativa será correspondida.
Los resultados de esta cooperación suelen ser frágiles. El organismo público más popular del Reino Unido es el Servicio Nacional de Salud.* En teoría, el NHS hace las transferencias basándose en los impuestos más que en la cooperación, pero en realidad se fundamenta en los dos. Una costumbre tácita ha sido la tendencia a ser indulgentes con los errores menores. En los últimos tiempos, esta costumbre ha ido perdiéndose, con lo que una proporción cada vez mayor del presupuesto del NHS se destina a pagar indemnizaciones. Una vez que estas solicitudes se vuelven comunes, sería quijotesco que quienes son víctimas de un error no pidiesen dinero en compensación. Sin embargo, es inevitable que esto reduzca la calidad de la asistencia que puede financiarse. Otra consecuencia es que ahora el NHS es menos propenso a admitir sus errores, y por lo tanto aprender de ellos. El que se haya sustituido la tolerancia por las demandas de compensación es un ejemplo del derrumbe del frágil equilibrio cooperativo.
El balance entre los beneficios fruto de la mayor variedad y los costes provocados por la reducción del aprecio mutuo ha de ser abordado por cada sociedad, pero hay un principio que está lo bastante claro: los beneficios de la mayor variedad están sujetos a la ley de los rendimientos decrecientes, y es que, al igual que ocurre con la mayoría de aspectos del consumo, cada unidad extra produce menos beneficios extras. Por el contrario, al superar un punto que nos es imposible conocer, las pérdidas provocadas por la reducción del aprecio mutuo tienen muchas posibilidades de aumentar bruscamente, con lo que se atraviesa el umbral en que la cooperación se vuelve inestable. Los juegos de cooperación son frágiles porque, si se llevan demasiado lejos, acaban derrumbándose. En un lenguaje más sofisticado: el equilibrio solo es estable a nivel local. Así pues, la inmigración moderada produce unos beneficios sociales generales, mientras que una inmigración rápida y constante entrañaría el riesgo de unos costes sustanciales. En el resto de este capítulo se corroboran dichos riesgos potenciales.

EL APRECIO MUTUO: CONFIANZA Y COOPERACION

Gracias a la investigación en economía experimental ahora entendemos qué permite que siga habiendo resultados fruto de la cooperación. En un cierto sentido, la cooperación es un milagro menor, ya que si casi todo el mundo coopera, cualquiera que sea el objetivo podrá lograrse incluso sin la ayuda de un individuo; así pues, este individuo podría preguntarse: “¿Por qué debería tomarme la molestia de ayudar?”. Cuando el resultado de la cooperación plena se acerca, cada individuo tiene un fuerte incentivo para comportarse como un oportunista, con lo que la cooperación, por regla general, debería ser inestable. La persistencia de la cooperación depende de algo más que de una benevolencia generalizada: el ingrediente vital es que también haya un suficiente número de personas que hagan un esfuerzo extra, y este esfuerzo consiste en castigar a quienes no cooperan. En la mayoría de las sociedades modernas, la gente se ha vuelto cada vez más reacia a criticar el comportamiento de los otros. Sin embargo, el rostro reconfortante de la benevolencia depende de una minoría severa y crítica: castigar sale caro, así que la gente solo estará preparada para hacerlo cuando haya interiorizado lo suficiente no solo la benevolencia, sino también la indignación moral hacia los oportunistas. Los resultados de la cooperación son frágiles porque si un número suficiente de personas evita castigar, entonces la no cooperación se vuelve la estrategia racional. El papel de héroe, interpretado por quienes castigan la no cooperación, posibilita, a su vez, la aparición de los villanos definitivos: mientras que los villanos menores son aquellas personas que no cooperan, los supervillanos son quienes castigan a los héroes. Una vez más, y habida cuenta de que castigar sale caro, la satisfacción sistemática de castigar a los héroes solo puede surgir si algunas personas, en lugar de sentir indignación moral hacia quienes minan la cooperación, la sienten hacia las personas que intentan reforzarla. ¿Y a santo de qué habría de tener cierta gente unos códigos morales tan disfuncionales? Es concebible que haya quien se oponga ideológicamente a la cooperación, creyendo que el individuo lo es todo, de suerte que quienes intentan reforzar la cooperación se conviertan, a sus ojos, en enemigos de la libertad. Sin embargo, la posibilidad más plausible es que algunas personas consideren que ser castigados es una afrenta a su honor, aun cuando sean culpables de los cargos que se les imputan. Por extensión, hay quien podría sentir una lealtad personal predominante hacia los otros, aunque sean oportunistas, e indignarse con quienes los castigan por serlo.
La confianza y la cooperación no surgen de manera natural. No son atributos esenciales del “buen salvaje” que resultan socavados por la civilización: Jean-Jacques Rousseau estaba absolutamente equivocado. Las pruebas sugieren justo lo contrario: la confianza y la cooperación fuera de la familia se adquieren como parte de las actitudes funcionales que se generan en la sociedad moderna próspera. Un motivo por el que las sociedades pobres son pobres es que carecen de esas actitudes. Dos excelentes y nuevos estudios sobre África ilustran cómo se ha perpetuado la falta de confianza. Uno recurre a la reconstrucción meticulosa del pasado profundo del continente, que los historiadores han recopilado en las décadas recientes. En total, los historiadores han registrado más de ochenta conflictos intergrupales violentos ocurridos antes del año 1600. Timothy Besley y Marta Reynal-Querol pensaron en codificar todos estos conflictos según sus coordinadas espaciales e investigar si tenían alguna relación con los conflictos modernos.3 La correlación resultó ser extraordinariamente fuerte, y se demostró que la violencia ocurrida hace más de 400 años seguía persistiendo, de manera inquietante, a día de hoy. Así pues, ¿qué mecanismos producen esta persistencia? Los investigadores sugieren que el mecanismo de transmisión es la falta de confianza creada por la violencia, cuyos ecos resuenan a través de las décadas. La no cooperación puede verse reforzada por su propio código de honor moral: la venganza, donde los errores se pagan con errores. Las venganzas son un aspecto normal de las sociedades organizadas en clanes, que, históricamente, han sido la base más común para la organización social, y en muchos países pobres siguen siéndolo.4 Tal y como muestra Steven Pinker, las venganzas se ven reforzadas porque las víctimas exageran sistemáticamente los errores mientras que los culpables los minimizan, con lo que la represalia por el error inicial que las víctimas consideran justificada crea un nuevo error a ojos de las nuevas víctimas.5 Las venganzas solo acaban cuando se abandona todo el código de honor moral. Un ejemplo clásico de esta transición es la desaparición de los duelos en la Europa occidental durante el siglo xix, gracias a una revolución cultural que los hacía parecer ridículos.
El otro estudio reciente sobre África analiza el legado del comercio de esclavos. Mientras que los conflictos entre tribus llevaron al desmoronamiento de la confianza entre grupos, el comercio de esclavos destruyó la confianza dentro de ellos: a menudo la gente vendía a sus propios familiares a los esclavistas. Nathan Nunn y Leonard Wantchekon demuestran cómo la intensidad del comercio de esclavos hace varios siglos se ve reflejada en la reducida renta per cápita actual.6 El mecanismo de transmisión era, una vez más, la persistencia de esa falta de confianza.
Entre las sociedades con las que estoy familiarizado, la que menor nivel de confianza tiene es la nigeriana. Nigeria me parece un país estimulante, lleno de vida, con un pueblo muy participativo e ingenioso. Sin embargo, los nigerianos desconfían, radical y profundamente, de sus conciudadanos. El oportunismo es el resultado de décadas, quizá siglos, en los que la confianza habría sido quijotesca, y ahora está integrado en el comportamiento general. El oportunismo tampoco es un reflejo de la pobreza: cuando visito Nigeria suelo quedarme en buenos hoteles, en donde ninguno de los huéspedes es pobre. Mi habitación siempre incluye el siguiente aviso: “Honorable huésped: antes de su salida todos los objetos de esta habitación serán contrastados con nuestro inventario”. El hotel ha aprendido que, de lo contrario, sus honorables huéspedes se largarían con sus objetos. Un aspecto más serio del oportunismo social es que los nigerianos no pueden obtener un seguro de vida porque, dado el oportunismo en las profesiones pertinentes, se puede adquirir un certificado de defunción sin pasar por el inconveniente de morirse. Durante un tiempo esto hizo que, para esos nigerianos que daban más valor a una buena suma de dinero caída del cielo que a la mala conciencia, fuese muy atractivo cobrar las pólizas de los seguros de vida. Sin embargo, a m...

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