Por un populismo de izquierda
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Por un populismo de izquierda

Chantal Mouffe, Soledad Laclau

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Por un populismo de izquierda

Chantal Mouffe, Soledad Laclau

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La hegemonía neoliberal que se impuso hasta la crisis financiera de 2008 es mucho más que políticas de austeridad, financierización de la economía a expensas de la economía productiva, gobierno de expertos y brecha cada vez mayor entre élites privilegiadas que toman las decisiones y una sociedad que sólo se despierta cuando ve afectada su capacidad de consumo. Esa hegemonía trajo consigo la posdemocracia, la indiferencia política, la sospecha de que no hay alternativas posibles a los dictados del establishment. O de que cualquier alternativa anti statu quo está marcada con el estigma del extremismo o el populismo.Este ensayo advierte cómo la crisis de la hegemonía neoliberal ha abierto un "momento populista", que equivale al regreso de la política y a la oportunidad de profundizar la democracia. El aumento de las desigualdades genera múltiples resistencias, demandas, luchas, y esas resistencias son transversales y heterogéneas: los trabajadores, los excluidos, los inmigrantes, las clases medias precarizadas, el movimiento de mujeres, la comunidad LGBT. ¿Qué significa esto para la izquierda? La ocasión de articular esas demandas con discurso y creatividad, y sin menospreciarlas, dando respuestas progresistas incluso a los reclamos (por orden, por seguridad) que sólo parece reconocer la derecha.Por un populismo de izquierda no llama a terminar con las instituciones de la democracia representativa, sino a revitalizarlas desde dentro, para que inclinen la balanza a favor de mayor igualdad. Pero para eso hay que trazar una frontera política entre un populismo de derecha que entiende al "pueblo" de manera restrictiva, dejando afuera a quienes "amenacen" la identidad nacional y las claves del consenso, y un populismo de izquierda que apueste a radicalizar la democracia. Esa frontera no implica alimentar un antagonismo vacío sino reinventar, para los ciudadanos, la posibilidad misma de elegir qué sociedad quieren construir.

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1. El momento populista
Quisiera dejar en claro desde el comienzo que no pretendo añadir otra contribución al campo ya pletórico de “estudios sobre el populismo”, y que no tengo ninguna intención de entrar en el estéril debate académico sobre la “verdadera naturaleza” del populismo. Este libro pretende ser una intervención política, y reconozco abiertamente su naturaleza partisana. Voy a definir lo que entiendo por “populismo de izquierda” y argumentar que, en la presente coyuntura, nos ofrece la estrategia adecuada para recuperar y profundizar los ideales de igualdad y soberanía popular que son constitutivos de la política democrática.
Mi modo de teorizar la política se basa en Maquiavelo, quien, como nos recordaba Althusser, siempre se situaba “en la coyuntura” en vez de reflexionar “sobre la coyuntura”. Fiel en este sentido al modelo de Maquiavelo, inscribiré mi reflexión en una coyuntura particular y buscaré lo que él denominaba la verità effetuale de la cosa (la verdad efectiva de la cosa) del “momento populista” que hoy atravesamos en los países europeos occidentales. Limitaré mi análisis a Europa Occidental porque, aunque sin duda la cuestión del populismo es relevante también en Europa del Este, esos países exigen un examen particular dado que están marcados por su historia específica bajo el comunismo y su cultura política presenta rasgos diferentes. Lo mismo puede decirse de las diversas formas de populismo latinoamericano. Aunque existen “parecidos de familia” entre los diversos populismos, cada uno corresponde a una coyuntura particular y requiere estudiarse según su propio contexto. Espero que mis reflexiones sobre la coyuntura de Europa Occidental aporten ideas que resulten útiles para analizar otras situaciones populistas.
Aunque mi objetivo es político, gran parte de mis reflexiones son de naturaleza teórica, ya que la estrategia populista de izquierda que procuro defender se fundamenta en un enfoque teórico antiesencialista que sostiene que la sociedad está siempre dividida y construida discursivamente a través de prácticas hegemónicas. Muchas de las críticas dirigidas al “populismo de izquierda” provienen de una falta de comprensión de este enfoque, y por esta razón es importante explicarlo con claridad. Para alcanzar este objetivo, en diversos puntos de mi argumento me referiré a los postulados centrales del enfoque antiesencialista, y al final del libro ofreceré mayores precisiones en un anexo teórico.
Para disipar posibles confusiones, empezaré por precisar qué entiendo yo por “populismo”. Comenzaré por descartar el significado peyorativo que le atribuyeron los medios de comunicación masiva para descalificar a quienes se oponen al statu quo. Y continuaré el enfoque analítico desarrollado por Ernesto Laclau, que permite tratar la cuestión del populismo de modo más fructífero.
En su libro La razón populista, Laclau define el populismo como una estrategia discursiva de construcción de una frontera política que divide a la sociedad en dos campos y convoca a la movilización de “los de abajo” contra “aquellos en el poder”.[1] No es una ideología, y no se le puede atribuir un contenido programático específico. Tampoco constituye un régimen político. Es un modo de hacer política que puede adoptar diversas formas ideológicas en función del momento y del lugar, y que es compatible con una variedad de marcos institucionales. Podemos hablar de un “momento populista” cuando, bajo la presión de transformaciones políticas o socioeconómicas, la multiplicación de demandas insatisfechas desestabiliza la hegemonía dominante. En este tipo de situaciones, las instituciones no logran garantizar la lealtad de la gente cuando intentan defender el orden vigente. Como consecuencia, el bloque histórico que constituye el basamento social de una formación hegemónica comienza a desarticularse, y surge la posibilidad de construcción de un nuevo sujeto de acción colectiva –el pueblo– capaz de reconfigurar un orden social experimentado como injusto.
A mi entender, esto es lo que caracteriza nuestra presente coyuntura, y por ese motivo resulta acertado calificarla como un “momento populista”. Este momento populista señala la crisis de la formación hegemónica neoliberal instaurada paso a paso en Europa Occidental durante los ochenta. Esta formación hegemónica neoliberal reemplazó al Estado de bienestar keynesiano socialdemócrata que, durante los treinta años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, fue el principal modelo socioeconómico en los países democráticos de Europa Occidental. El núcleo de esta nueva formación hegemónica está constituido por un conjunto de prácticas económico-políticas orientadas a imponer las reglas del mercado –desregulación, privatización, austeridad fiscal– y a limitar el rol del Estado a la protección de los derechos de propiedad privada, libre mercado y libre comercio. El término “neoliberalismo”, en la actualidad, hace referencia a esta nueva formación hegemónica que, lejos de estar limitada al dominio económico, conlleva una concepción general de la sociedad y del individuo basada en una filosofía del individualismo posesivo.
Implementado en varios países desde los ochenta en adelante, este modelo no tuvo que enfrentar cuestionamientos importantes hasta la crisis financiera de 2008, cuando comenzó a manifestar sus limitaciones. Esta crisis, iniciada en 2007 en los Estados Unidos con el colapso del mercado hipotecario de alto riesgo, derivó en una crisis financiera internacional de gran escala con la quiebra del banco de inversión Lehman Brothers al año siguiente. Para impedir el derrumbe del sistema financiero internacional fue necesario iniciar rescates masivos a las instituciones financieras. La posterior crisis económica mundial afectó de manera profunda a varias economías europeas, y provocó una crisis de deuda en el continente. Para lidiar con esta crisis, la mayoría de los países implementaron políticas de austeridad que tuvieron efectos drásticos, sobre todo en los del sur.
Durante la crisis económica se condensó una serie de contradicciones, lo que condujo a eso que Gramsci denominaba un interregnum: un período de crisis durante el cual se cuestionan varios principios del consenso establecido alrededor de un proyecto hegemónico. Todavía no se vislumbra una solución a la crisis, y esto es lo que caracteriza al “momento populista” que hoy vivimos. El “momento populista” es, por lo tanto, la expresión de una variedad de resistencias a las transformaciones políticas y económicas sufridas durante los años de hegemonía neoliberal. Estas transformaciones han conducido a una situación a la que podríamos denominar “posdemocracia”, para indicar la erosión de los dos pilares del ideal democrático: la igualdad y la soberanía popular. Más adelante explicaré cómo se produjo esa erosión, pero antes quisiera examinar el significado de “posdemocracia”.
Acuñado por Colin Crouch, el término señala el debilitamiento del rol de los parlamentos y la pérdida de soberanía como consecuencia de la globalización neoliberal. Según Crouch:
La causa fundamental de la decadencia de la democracia en la política contemporánea es el enorme desequilibrio que se está gestando entre el rol de los intereses corporativos y los de prácticamente todos los demás grupos. Junto con la inevitable entropía de la democracia, esto está conduciendo a que la política se convierta una vez más en un asunto de élites cerradas, como ocurría en tiempos predemocráticos.[2]
Jacques Rancière también utiliza el término, al que define de la siguiente manera:
La posdemocracia es la práctica gubernamental y la legitimación conceptual de una democracia posterior al demos, una democracia que liquidó la apariencia, la cuenta errónea y el litigio del pueblo, reductible por lo tanto al mero juego de los dispositivos estatales y las armonizaciones de energías e intereses sociales.[3]
Si bien no disiento de estas definiciones, mi uso del término es algo diferente ya que, mediante una reflexión acerca de la naturaleza de la democracia liberal, quiero resaltar un rasgo diferente del neoliberalismo. Como es bien sabido, el término “democracia” proviene del griego demos-kratos, que significa “el poder del pueblo”. Sin embargo, cuando hablamos de “democracia” en Europa, nos referimos a un modelo específico: el modelo occidental que resulta de la inscripción del principio democrático en un contexto histórico particular. Este modelo ha recibido diversos nombres: democracia representativa, democracia constitucional, democracia liberal, democracia pluralista.
En todos los casos, lo que está en tela de juicio es un régimen político caracterizado por la articulación de dos tradiciones diferentes: por un lado, la del liberalismo político –el Estado de derecho, la división de poderes y la defensa de la libertad individual–; por otro lado, la democrática, cuyas ideas centrales son la igualdad y la soberanía popular. No existe una relación necesaria entre estas dos tradiciones, sólo una articulación histórica contingente que, como ha señalado C. B. Macpherson, surgió de las luchas conjuntas de liberales y demócratas contra los regímenes absolutistas.[4]
Algunos autores, como Carl Schmitt, afirman que esta articulación produjo un régimen inviable, ya que el liberalismo niega a la democracia y la democracia niega al liberalismo. Otros, siguiendo a Jürgen Habermas, sostienen la “cooriginalidad” de los principios de libertad e igualdad. Schmitt tiene razón, sin duda, cuando señala la existencia de un conflicto entre la “gramática” liberal, que postula la universalidad y la referencia a la “humanidad”, y la “gramática” de la igualdad democrática, que requiere la construcción de un pueblo y una frontera entre un “nosotros” y un “ellos”. Pero considero que se equivoca al presentar ese conflicto como una contradicción que tarde o temprano llevará a la democracia liberal pluralista a la autodestrucción.
En La paradoja democrática concebí la articulación de estas dos tradiciones –de hecho, irreconciliables– como una configuración paradójica, como el locus de una tensión que define la originalidad de la democracia liberal como una politeia: una forma de comunidad política que garantiza su carácter pluralista.[5] La lógica democrática de construir un pueblo y defender prácticas igualitarias resulta necesaria para definir un demos y para subvertir la tendencia del discurso liberal al universalismo abstracto. Pero su articulación con la lógica liberal nos permite cuestionar las formas de exclusión que son inherentes a las prácticas políticas de determinación del pueblo que ha de gobernar.
La política liberal democrática consiste en un proceso constante de negociación entre las diferentes configuraciones hegemónicas de esa tensión constitutiva. Esta tensión, que se expresa en términos políticos en la frontera entre derecha e izquierda, sólo puede estabilizarse de manera provisoria mediante negociaciones pragmáticas entre las fuerzas políticas. Y estas negociaciones siempre establecen la hegemonía de una de ellas por sobre las otras. Si reexaminamos la historia de la democracia liberal, veremos que en ciertas ocasiones ha prevalecido la lógica liberal, mientras que en otras predomina la lógica democrática. No obstante, ambas lógicas permanecieron activas, y la posibilidad de una negociación “agonista” entre derecha e izquierda –propia del régimen democrático liberal– siempre se mantuvo vigente.
Las consideraciones previas se refieren de manera exclusiva a la democracia liberal concebida como un régimen político, pero resulta evidente que esas instituciones políticas nunca existieron con independencia de su inscripción en un sistema económico. En el caso del neoliberalismo, por ejemplo, estamos en presencia de una formación social que articula una forma particular de democracia liberal con el capitalismo financiero. Aunque debemos tomar en cuenta esta articulación cuando estudiamos una formación social específica, a nivel analítico es posible examinar la evolución del régimen democrático liberal como una forma política de sociedad, con el fin de destacar algunas de sus características.
La actual situación puede describirse como una “posdemocracia”, porque durante los últimos años, como consecuencia de la hegemonía neoliberal, la tensión agonista entre los principios liberales y los democráticos –que es constitutiva de la democracia liberal– fue eliminada. Con la extinción de los valores democráticos de igualdad y soberanía popular, han desaparecido los espacios agonistas donde podían confrontar los diferentes proyectos de sociedad, y los ciudadanos han sido despojados de la posibilidad de ejercer sus derechos democráticos. Sin duda, aún se habla de “democracia”, pero ha quedado reducida a su componente liberal y sólo expresa la presencia de elecciones libres y la defensa de los derechos humanos. Lo que ha cobrado una relevancia cada vez mayor es el liberalismo económico con su defensa del libre mercado, en tanto muchos aspectos del liberalismo político han sido relegados a un segundo plano, cuando no simplemente eliminados. Es esto lo que entiendo por “posdemocracia”.
En la arena política, la evolución hacia la posdemocracia se puso de manifiesto a través de aquello que en mi libro En torno a lo político propuse designar como “pospolítica”, que desdibuja la frontera política entre la derecha y la izquierda.[6] Bajo el pretexto de la “modernización” impuesta por la globalización, los partidos socialdemócratas han aceptado los diktats del capitalismo financiero y los límites que imponen a las intervenciones estatales y sus políticas redistributivas.
En consecuencia, el rol de los parlamentos y de las instituciones que permiten que los ciudadanos influyan en las decisiones políticas se ha visto limitado de manera drástica. Las elecciones ya no ofrecen la posibilidad de decidir entre alternativas reales a través de los “partidos de gobierno” tradicionales. Lo único que permite la pospolítica es la alternancia bipartidista del poder entre partidos de centroderecha y de centroizquierda. Todos aquellos que se oponen al “consenso en el centro” y al dogma que proclama que no existe ninguna alternativa a la globalización neoliberal son presentados como “extremistas” o descalificados como “populistas”.
Así, la política ha pasado a ser una mera cuestión de administración del orden establecido, un dominio reservado a expertos, y la soberanía popular ha sido declarada obsoleta. Se ha socavado uno de los pilares simbólicos fundamentales del ideal democrático –el poder del pueblo–, ya que la pospolítica elimina la posibilidad de una lucha agonista entre diferentes proyectos de sociedad, lo cual constituye la condición misma para el ejercicio de la soberanía popular.
Junto con la pospolítica, hay otro fenómeno que debemos tomar en cuenta para analizar las causas de la condición posdemocrática: la creciente “oligarquización” de las sociedades occidentales. Los cambios a nivel político han ocurrido en el contexto de una nueva forma de regulación del capitalismo, en la que el capital financiero ocupa un lugar central. La financierización de la economía produjo una gran expansión del sector financiero a expensas de la economía productiva. Esto explica el aumento exponencial en las desigualdades que hemos vivido en los últimos años.
Las políticas de privatización y desregulación también han contribuido al drástico deterioro en las condiciones de los trabajadores. Bajo los efectos combinados de la desindustrialización, la promoción de cambios tecnológicos y los procesos de relocalización de industrias en países con un costo más bajo de mano de obra, se perdieron muchos puestos de trabajo.
A raíz de las políticas de austeridad impuestas luego de la crisis de 2008, esta situación comenzó a afectar también a gran parte de la clase media, que ha entrado en un proceso de pauperización y precarización. Como resultado de este proceso de oligarquización, el otro pilar del ideal democrático –la defensa de la igualdad– también fue eliminado del discurso liberal democrático. Lo que impera ahora es una visión liberal individualista que celebra la sociedad de consumo y la libertad que ofrecen los mercados.
Es en este contexto posdemocrático de erosión de los ideales democráticos de soberanía popular e igual...

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