Matar a nuestros dioses
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Matar a nuestros dioses

José María Mardones Martínez

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Matar a nuestros dioses

José María Mardones Martínez

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Este libro póstumo es el testamento espiritual de José María Mardones. Lo terminó uno o dos días antes de su muerte, acaecida el 23 de junio de 2006. El 19 de abril le anunciaba en un correo a su amigo y compañero Patxi Loidi: "Ando tentado -ya he empezado- de escribir sobre las imágenes de Dios: matar a nuestros falsos dioses. Un intento de presentar siete imágenes de Dios perversas, que habría que sustituir por otras positivas. Un libro, quizá, pastoral. ¿Qué te parece? Te envío la presentación y el primer capítulo: a ver qué te sugiere. Quiere ser legible, sencillo, sin notas, aunque al final, inevitablemente, se me va el aspecto cultural. Pero quizá esto no sea un defecto. ¿Cómo lo ves? Un abrazo amistoso, cálido y pascual".En la homilía del funeral al día siguiente de su muerte, Pedro Olalde, que convivió los últimos años con José María Mardones, decía: "Esta última semana estabas dedicado intensamente, con ilusión, a la elaboración de un libro sobre las imágenes de Dios. Me diste los tres primeros capítulos para que los revisara. Lo hice y te di mi impresión en la mañana de ayer, el mismo día de tu partida. Dios no es alguien terrible, decías, sino un Padre con entrañas de misericordia. Dios es amor y todo lo hace por amor. Quiere envolvernos en su amor, invitándonos a acoger y desarrollar esta potencia creadora. No hay cosa más nefasta, añadías, que una mala imagen de Dios. Detrás de muchos conflictos humanos y psicológicos subyace un problema religioso. Por eso te dedicaste en cuerpo y alma a iluminar nuestras mentes con una teología y antropología serias. Gracias, Chema, por tu ingente labor. Gracias por ser un faro potente en nuestra condición de itinerantes hacia la plenitud".

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Information

Publisher
PPC Editorial
Year
2010
ISBN
9788428822602
1

IMÁGENES IDÓLATRAS DE DIOS

Los creyentes tenemos imágenes idólatras de Dios. Adoramos en nuestra mente y corazón representaciones más que torcidas, malsanas, de Dios. Dios se convierte así en un ídolo de miedo, temor, sumisión, coacción, represión. Un Dios más digno de rechazo que de aceptación. Este Dios es una carga, una opresión, no ensancha el alma, sino que la empequeñece y nos reduce a enanos.
El Dios de Jesús no puede ser esto. Sería la inversión y deformación de los evangelios. Es una enorme tergiversación. Lo más santo, amoroso y liberador lo convertimos en lo más temible y rechazable. Hay algo de espantoso en esta capacidad humana por dar la vuelta a todo y convertir lo mejor en lo peor. Ni la imagen de Dios ha escapado a esta capacidad humana de corromper hasta lo más santo. Incluso, como ya vio el filósofo judío Martin Buber: «¡Qué otra palabra del habla humana ha sufrido tantos abusos, ha sido tan corrompida, tan profanada! Toda la sangre inocente por ella derramada la ha despojado de todo su esplendor. Toda la injusticia con ella cubierta ha borrado sus rasgos salientes. Cuando oigo llamar “Dios” a lo más elevado, me parece a veces casi una blasfemia».
Y, sin embargo, es necesario seguir refiriéndonos a Dios, al misterio de Dios, como tendríamos que decir siempre, con un gesto interno de respeto y adoración, mental y de todo nuestro ser. Porque Dios es siempre el Misterio que nos abraza y acoge, que da sentido a nuestra vida y a toda la realidad. Pero siempre permanece como Misterio, es decir, no es una oscuridad impenetrable, sino una realidad inagotable, nunca decible del todo y, por ello, siempre explorable.
En este primer capítulo queremos combatir decididamente algunas imágenes torcidas y muy extendidas de Dios. Imágenes que hacen daño y no permiten que el creyente crezca adulto y sano. Son imágenes que nos encontramos fácilmente en la pastoral, en la catequesis, en las homilías, en conferencias, en programas de radio y en charlas cotidianas. Representaciones de Dios que salen en cualquier conversación o al hilo de un suceso o acontecimiento lamentable o feliz. Un «Dios lo quiere así», o es «su voluntad», o esto «lo manda Dios», cuando no se oyen todavía cosas peores en intervenciones políticas lamentables, asesinas, que quieren cubrirse con el manto de lo divino o de lo querido por Dios.
Urge cambiar estas imágenes de Dios. Este «imaginario» es perverso y está enfermo. Mientras tengamos estas imágenes de Dios, algo no funcionará bien en nuestra espiritualidad y en las relaciones del creyente con Dios.
Abordamos cinco imágenes de Dios que hay que cambiar. Proponemos sustituirlas por lo que encubren y no dejan ver, por el verdadero rostro del Dios de Jesús. No queremos derribar sin más, queremos derribar construyendo al mismo tiempo una alternativa mejor.
1. Del Dios del temor al Dios del amor
El ídolo del miedo es la imagen de Dios más extendida. Nunca se presenta sola, sino unida a otras representaciones torcidas y distorsionadas de Dios. Pero en nuestro intento de sanar la imagen de Dios tenemos que destruir primero esta imagen perversa y fea del rostro de Dios, especialmente del Dios de Jesús. Las imágenes del temor, del miedo, como sabe la psicología, no son fáciles de liquidar. Parecen huir, pero retornan por los caminos más inesperados. El miedo es un enemigo que yace agazapado en lo más profundo del ser humano esperando su ocasión para salir de nuevo a flote. Si Dios es un portador del miedo en vez del amor, estamos usando lo más santo de la forma más temible y degradante. Tenemos que luchar a brazo partido contra esta imagen negra y amenazadora de Dios. Al Dios del miedo y del temor solo lo podemos combatir y sanar con su opuesto, que es el Dios del amor, que es el Dios de Jesús por excelencia.
a) Un ser débil e inseguro que busca sentido
La experiencia del miedo echa pronto raíces en el suelo humano. Nos descubrimos vulnerables, nos pueden herir con facilidad en la carne y en el espíritu. El ser humano aparece con una piel delicada en su exterior e interior. Esta capacidad para recibir heridas, para ser herido, hace al ser humano huidizo, temeroso y buscador de protección.
Somos seres inseguros. No tenemos unos instintos que nos dirijan con seguridad por el camino de la vida. Tenemos que aprender a orientarnos y a caminar hacia nuestra casa. A menudo nos desorientamos y nos perdemos. Nos rodea la incertidumbre.
Vulnerabilidad e incertidumbre son dos componentes del ser humano por las que corre el miedo. La debilidad humana atada al temor de ser heridos o de extraviarnos nos hace dependientes del poder. Del miedo brota el afán de poder. Buscamos defensa y seguridad. Miramos hacia el poder para que nos defienda y nos dé seguridad. La otra cara del miedo es el poder. Miedo y poder parecen estar unidos por un material fuerte, como la cara y cruz de las monedas. El evangelio de Lucas 12,30s nos da una versión ligeramente diferente: el miedo provoca la búsqueda de seguridad que proporcionan las riquezas. Se pone la confianza en el dinero, que se convierte así en dios, en el poder salvador.
Todas las cosas importantes se pueden ver y utilizar desde su haz y su envés. El envés del miedo, como decimos, es el poder que nos puede dar seguridad y nos proporciona la coraza para defender nuestra débil condición. Por este camino podemos sospechar que en el origen del poder humano está el miedo.
Algunos pensadores, como el ruso Mijail Baktin, llegan a lanzar la hipótesis de si el poder humano no será fruto del primer movimiento miedoso del corazón humano. Un miedo o temor cósmico
¿Al principio el temor cósmico? Al principio estaría la experiencia temerosa ante la magnificencia y desmesura de la naturaleza. El ser humano habría experimentado una gran emoción turbadora y miedosa ante la suntuosidad del firmamento, de las montañas, del mar o de los ríos. Y ante sus catástrofes incontroladas. M. Baktin no pone ninguna emoción religiosa, ninguna suerte de fascinación o temblor ante un «sagrado» percibido en el fondo de la grandeza de la naturaleza o de sus fuerzas desatadas. Estaría el puro temor, el miedo y la impotencia en estado puro ante el tamaño y la fuerza invencible de la naturaleza.
El «terror cósmico» pone de relieve la enorme debilidad humana ante la grandiosidad de la naturaleza. Por una parte aparece un ser asustadizo, frágil y quebradizo, y, por otro, la enormidad del universo. El filósofo alemán H. Blumenberg se ha dado cuenta también de este sentimiento de impotencia y horror que nace en el corazón humano ante la desmesura del cosmos, ante lo desconocido y prepotente, lo que denomina «el absolutismo de la realidad». O. Spengler ya había hablado de la «angustia cósmica» ante la confrontación del hombre con el «caos de impresiones primigenias».
Las religiones, a través de los mitos, tratan de transformar la angustia cósmica en confianza cósmica. La calma viene a través de la capacidad humana de dar nombre a lo hostil y extraño. El lenguaje humano elabora narraciones, relatos, mitos, que transmuta los espantos de un universo desconocido en historias con sentido. De la amenaza de la desnuda realidad sin sentido se pasa a ver la realidad, la naturaleza, incluso en sus peores manifestaciones, como algo querido o expresión del Ser supremo, de Dios. La religión produce así una gran transmutación: sustituye la extrañeza y hostilidad de la naturaleza, del cosmos, por el «Otro», Dios, al que pone nombre, rostro, y hace cercano y accesible.
Ahora bien, M. Baktin y otros antes de él sugieren que las religiones utilizan el terror cósmico para justificarse a sí mismas. Es decir, las religiones apelan a un Dios soberano para calmar el miedo nacido de la vulnerabilidad e incertidumbre humanas. Las religiones manejan el miedo: lo usan para lograr poder sobre los pobres seres humanos miedosos y desvalidos. Dicen poseer los mecanismos que tienen la capacidad para convertirlas en intercesoras e implorar la benevolencia divina, aplacar su ira, lograr bendiciones, etc. De esta manera obtienen la aceptación de los creyentes.
¿Podemos aceptar esta teoría o concepción del miedo como origen de la idea de Dios?
Parecería que la experiencia de muchos creyentes cristianos lo confirmaría. Recuerdo la visita a un grupo de unas diez mujeres maduras, de mediana edad, que querían formar un grupo de fe. Al charlar con ellas sobre sus motivaciones y experiencias religiosas, enseguida salió a relucir el miedo como un elemento de fondo. Sin excepción, este hecho me llamó la atención, todas habían sufrido con el miedo producido por la imagen de Dios recibida en la educación religiosa. Algunas no se habían atrevido hasta muy recientemente a confesar este miedo; alguna decía incluso que hasta pensar acerca de Dios «de otra manera» le parecía estar prohibido. Otra declaraba que, al llegar hacia los cuarenta años, se había «saltado a la torera» el Dios del miedo, vigilante, normativo y castigador. Había prescindido de Dios, aunque le quedaba un rastro de molestia y culpabilidad.
La religión y el miedo no es todo. Vamos viendo que, según estas interpretaciones, las religiones son hijas del miedo, de la búsqueda humana de contrarrestar el temor cósmico, el terror de lo desconocido y de la incertidumbre. El corazón humano busca protección y certezas. Uno de los caminos avistados es recurrir a un soberano del universo. Alguien superior a la naturaleza.
Muy distinta es la visión de otros autores, historiadores y pensadores de la religión, que, como M. Eliade, ponen en el origen de la experiencia religiosa una visión que contrasta radicalmente con la anterior. El terror cósmico no sería la experiencia radical. La experiencia de la extrañeza, de la desmesura del universo y de los desgarros y rupturas humanas no sería lo definitivo.
El ser humano busca desesperadamente el sentido. Quiere vivir con sentido, descubrir el fundamento de las cosas, la realidad última. M. Eliade dirá que el hombre tiene el deseo irresistible de trascender el tiempo y la historia a la búsqueda de lo que le proporcione las claves de este mundo y de la vida, con sus desgarros y momento...

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