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Hablar bien diciéndolo mal
CÓMO DAR SENTIDO A LAS REGLAS DE UNA GRAMÁTICA CORRECTA, ELECCIÓN DE PALABRAS Y PUNTUACIÓN
Mucha gente tiene opiniones furibundas sobre la calidad de la lengua que utilizamos en la actualidad. Se escriben libros y artículos que deploran el habla de hoy, se envían cartas a los editores y se hacen llamadas a la radio con críticas y quejas. Me parece que pocas de esas objeciones guardan relación con la claridad, la elegancia o la coherencia. La única preocupación que tiene esa gente es el uso correcto: las normas propias de la lengua, como estas:
ponerflecha En una canción muy conocida se dice «Tú contestastes que no». La forma correcta del pretérito perfecto simple es ‘contestaste’. Posiblemente la incorrección se debe a la presencia habitual de una -s final en la segunda persona del plural de otros tiempos verbales.
ponerflecha Es un error decir *‘contra más’ o *‘contra menos’. La forma correcta es ‘cuanto más’ y ‘cuanto menos’.
ponerflecha El verbo *‘preveer’ no existe. Existe el verbo ‘prever’ y se conjuga como el verbo ‘ver’. No son correctas, por tanto, las formas *‘prevee’, ni *‘preveyó’ ni *‘preveyendo’, sino ‘prevé’, ‘previó’ y ‘previendo’.
Los puristas que se quejan de este tipo de errores los ven como síntomas de un declive en la calidad de la comunicación y de la argumentación razonada en la cultura actual. Como dijo un columnista: «Me preocupa un país que no está muy seguro de lo que está diciendo y al que, además, no parece importarle».
No es difícil ver cómo surgen estos problemas. Hay un tipo de escritor cuyos usos y costumbres son difíciles de ignorar. Esos escritores son negligentes y descuidados tanto en la lógica como en la historia de la lengua y los modos en que la han utilizado los mejores estilistas. Tienen un oído espantoso para advertir los errores semánticos y estilísticos. Demasiado perezosos para abrir un diccionario, solo los guía el instinto y la intuición, en vez de la atención a los especialistas más exigentes. Para esos escritores, la lengua no es un vehículo en el que expresarse con elegancia y claridad, sino un modo de dar a conocer que pertenece a un grupo social exclusivo.
¿Quiénes son esos escritores? Se podría pensar que me estoy refiriendo a los adolescentes que usan Twitter o a los universitarios novatos que se enredan en Facebook. Pero los escritores que tengo en mente son los puristas —también conocidos como tiquismiquis, pedantes, frikis, esnobs, cursis, repelentes, tradicionalistas, policías de la lengua, listillos, nazis gramaticales y la banda del «Te pillé»—. En su celo por purificar el uso de la lengua y salvaguardar el idioma, tienen dificultades a la hora de pensar claramente en la expresión adecuada y no hacen sino enfangar la tarea del arte de escribir.
El objetivo de este capítulo es intentar que el lector razone cuál es el mejor modo de evitar los principales errores de la gramática, la elección de las palabras y la puntuación. Al anunciar este objetivo casi inmediatamente después de burlarme de la policía de la lengua, puede parecer que me estoy contradiciendo. Si tal es la reacción del lector, es señal de que es víctima de una confusión propia de los tiquismiquis. La idea de que hay solo dos visiones del uso de la lengua —una, que todas las reglas tradicionales deben acatarse, y dos, que todo vale— es el mito fundacional de los tiquismiquis. El primer paso para emplear correctamente la lengua es comprender por qué este mito es erróneo.
El mito dice así:
Érase una vez un tiempo en el que la gente se preocupaba de emplear la lengua correctamente. Consultaban los diccionarios para obtener la información adecuada sobre el significado de las palabras y las construcciones gramaticales. Las personas que confeccionaban esos diccionarios eran los prescriptores: prescribían el uso correcto de la lengua. Los prescriptores mantenían los niveles de excelencia y un respeto por lo mejor de nuestra civilización, y eran un dique contra el relativismo, el populismo vulgar y la banalización de la cultura ilustrada.
En los años sesenta del siglo xx surgió una escuela de mentalidad opuesta, inspirada por lingüistas universitarios y por las teorías de una educación progresista. Los cabecillas de esta escuela eran los descriptivistas: describen cómo actúa y cómo se usa la lengua efectivamente, más que prescribir cómo debería utilizarse. Los descriptivistas creen que las reglas del uso correcto no son más que el saludo secreto de las clases dominantes, destinadas a mantener a las masas en su sitio. La lengua es un producto vivo y orgánico de la creatividad humana, dicen los descriptivistas, y a la gente se le debería permitir escribir como le viniera en gana.
Los descriptivistas son unos hipócritas: se adhieren a los modelos del uso correcto en su propia escritura, pero no recomiendan la enseñanza y la promoción de esos modelos para los demás, negando por tanto la posibilidad del progreso social a los menos privilegiados.
Los descriptivistas se mostraron al mundo con la publicación del Webster’s Third New International Dictionary de 1961, que aceptaba errores en inglés como ain’t o irregardless. Esto provocó una reacción que acabó con la publicación de algunos diccionarios prescriptivistas, como The American Heritage Dictionary of the English Language. Desde entonces, prescriptivistas y descriptivistas han mantenido una batalla sin cuartel en la que se dirime si los escritores deberían preocuparse por la corrección en la escritura o no.
¿Qué no funciona en este cuento de hadas? Casi todo. Para empezar, la mismísima idea de una corrección objetiva de la lengua.
¿Por qué decimos que en inglés es incorrecto acabar una frase con una preposición o utilizar decimate para indicar que se destruye la mayor parte de algo, en vez de decir que se destruye la décima parte de algo? ¿Qué significa que es incorrecto el uso (habitual en algunas regiones españolas) de la forma *‘han habido’ o el uso de ‘diezmar’ con el sentido general de ‘disminución’ o ‘merma’? (Los preceptos académicos recomiendan ‘diezmar’ con el sentido de ‘haber gran mortandad’ de animales o plantas, o la versión etimológica que hace referencia a «seleccionar a uno de cada diez» o «pagar diezmos»). Después de todo, no hay verdades lógicas en la lengua que uno pueda proponer como teoremas, ni son descubrimientos científicos que uno pueda contrastar en el laboratorio. Por otro lado, tampoco son estipulaciones de ningún cuerpo gubernamental, ni son como las reglas de la Federación Internacional de Fútbol. Mucha gente da por hecho que existe verdaderamente este cuerpo gubernamental o jurídico; en algunos países, como España, esta característica se atribuye a la Real Academia Española. En otros casos, esa autoridad se le concede a los lexicógrafos y a los especialistas que confeccionan diccionarios, pero como miembro que soy del Comité de Uso del famoso y prescriptivo American Heritage Dictionary (AHD), estoy aquí para decirles que esa suposición es completamente falsa. Cuando le pregunté al editor del diccionario cómo decidían él y sus colegas lo que se incluía y lo que no, me dijo: «Prestamos atención al modo como la gente utiliza la lengua».
Muy bien: así que cuando se trata de hablar correctamente una lengua, no hay nadie en el puesto de mando; los locos dirigen el manicomio. Los editores de un diccionario leen muchísimo y mantienen los ojos bien abiertos ante la irrupción de nuevas palabras y acepciones que puedan aparecer en los textos de los escritores y en distintos contextos, y los editores añaden o ca...