Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso
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Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

Roberto López Belloso

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Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

Roberto López Belloso

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Eduardo Germán María Hughes Galeano nació en 1940. De niño siempre quiso ser santo o futbolista, pero una crisis existencial, a los 19 años, cambió drásticamente su destino. Aquel joven cristiano, con aspiraciones deportistas, se despojó de viejas ataduras para convertirse en el Eduardo Galeano periodista, anticlerical, apasionado, indignado, en el patadura que abrazó la causa de los "nadies" y se volcó de lleno a establecer un vínculo de amor profundo con la realidad latinoamericana. Desde entonces, no hubo injusticia en esta Tierra que le fuera indiferente.Este libro se propone, de manera original, contarnos quién fue Galeano, esa figura tan intensa como fascinante que cultivó la amistad con Fidel Castro y Salvador Allende, que frecuentó al subcomandante Marcos en Chiapas y vibró con Nicaragua en plena Revolución. Pero los afectos no le impidieron "criticar de frente y elogiar por la espalda". Lejos de la apología, el brillante trabajo de Roberto López Belloso reúne a los mejores cronistas de la región y amigos entrañables como Serrat, Poniatowska y Salgado, quienes nos sumergen en su universo reconstruyendo la imagen poco conocida hasta ahora de un Galeano íntimo, de entrecasa, pero además la vida de un viajero infatigable, repleta de proyectos, militancia y aventuras. También nos llevan por los grandes temas de su obra (el amor, la política, la esperanza y, por supuesto, el fútbol) y por el modo particular en que sus textos resuenan, todavía hoy, en cada país de América Latina.De manera arbitraria (como a él le gustaba), este libro traza magistralmente el perfil de uno de los escritores más queridos por el gran público, y recorre una región que él supo contar como nadie. Autores que participan en este volumen: Elena Poniatowska, Sebastião Salgado, Joan Manuel Serrat, José Luis Novoa, Sabrina Duque, Álex Ayala Ugarte, Claudia Antunes, Daniel Gatti, Mónica Ocampo, Ana Artigas, Andrés Colman Gutiérrez, Joseph Zárate, Federico Bianchini

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Information

Year
2019
ISBN
9789876297172
Parte II
Las obsesiones del cazador
Juntos en la tempestad
Sebastião Salgado
Admiraba a Eduardo Galeano por todas las buenas razones: sus libros, sus principios, su pensamiento, su personalidad. Pero a eso no puedo dejar de añadir el privilegio de haber sido su amigo. Cuando por fin nos encontramos en los años ochenta, sentí que siempre nos habíamos conocido. Era natural que fuéramos amigos. Teníamos ya tanto en común: nos llevábamos apenas tres años de diferencia, veníamos de países vecinos, habíamos conocido el exilio por culpa de las dictaduras militares que oprimían a nuestro continente, compartíamos una visión política claramente de izquierda… y para hablar de cosas serias, ¡éramos los dos fanáticos de fútbol!
Sin embargo, mi primer contacto con Eduardo fue indirecto. Estaba trabajando en Ecuador en 1982, fotografiando comunidades indígenas en la región del volcán Chimborazo, para el que luego sería mi primer libro, Otras Américas. Tuve la suerte de tener como guía y traductor al padre Gabriel Barriga Arias, un sacerdote muy comprometido con su pueblo. Por esta vía, llegué a conocer al obispo de Riobamba, Leonidas Proaño Villalba, eminente filósofo y teólogo de la liberación de renombre continental. Y fue el mismo obispo Proaño quien me regaló un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina.
–Te va a ayudar entender bastante sobre nuestro continente –me dijo.
Así de sencillo. ¡Pero cuánta razón que tuvo! En las páginas de esta obra maestra encontré no sólo una radiografía antropológica, histórica y política de nuestro continente dolorido, sino también una inspiración literaria para el mosaico fotográfico de los pueblos de América Latina que yo aspiraba a crear. De cierta forma, cada una de mis fotografías del continente tenía un paralelo –o, al menos, una explicación– en la profunda intuición de Las venas abiertas… Algunos años después, en un ensayo notable, fue Eduardo quien dio palabras a las imágenes en mi libro, An Uncertain Grace [Una gracia incierta].
Nos conocimos primero de pasada en Nueva York, pero luego compartimos momentos memorables en otras ocasiones, cuando coincidimos en varios eventos organizados en Estados Unidos. Los que recuerdo son los que vivimos atrapados en el aeropuerto de Dallas por una feroz tempestad. Pasamos veinticuatro horas juntos, hablando de todo lo que se les ocurre a dos amigos del alma.
Claro, teníamos nuestras diferencias. ¡Cómo sería posible no tenerlas, yo como brasileño, él uruguayo, ambos devotos de nuestras respectivas selecciones nacionales de fútbol! Y cuando nuestros equipos se enfrentaban, intercambiábamos comentarios agudos y bien humorísticos sobre sus actuaciones. Sin duda ayudó cuando nuestras nuevas estrellas, Luis Suárez y Neymar, se juntaron para aumentar la gloria del Barcelona. Pero Eduardo siempre tuvo la última palabra. ¿No fue Uruguay la selección que destrozó los sueños de Brasil en la final de la Copa Mundial en Río de Janeiro en 1950? Y lo peor (o lo mejor para Eduardo) era que ambos nos acordábamos de cómo ese auténtico cataclismo había llegado a nuestra infancia.
Las conferencias de Eduardo eran siempre ejemplos de compromiso, claridad e idealismo, como cuando estuvimos juntos, por ejemplo, en 2002, participando en el Foro Social Mundial en Porto Alegre, Brasil. Un pequeño salto para Eduardo desde su casa en Montevideo, un largo viaje para mí desde mi base en París. Él era un hombre de izquierda, luchando sin parar por una América Latina diferente, pero resistiendo la tentación de ceder la independencia de su pensamiento a ideologías cerradas. Y cuando el mundo –y también nuestro continente– cambiaba, sentía toda la libertad para ajustar sus ideas a lo nuevo. Hasta su último día, fue un hombre de su tiempo.
Decir que lo extrañamos es otra manera de reconocer que, como amigo y compañero de experiencias divertidas e inolvidables, dejó un hueco en mi vida y en la de mi esposa, Lélia. Pero también dejó su huella en la historia de las letras y las ideas del siglo XX de nuestra América Latina. Ese será su legado más valioso y permanente.
4. Las guardianas de la montaña
Álex Ayala Ugarte
En una habitación con inabarcables carpetas llenas de recortes de periódicos, en la casa de Montevideo está uno de los tesoros de Galeano: un casco con su nombre regalado por los mineros.
Para el autor de Memoria del fuego, Bolivia fue uno de los territorios de la escritura y uno de los territorios del alma. La dureza de las condiciones de vida en los socavones, y la pobreza como contracara de la riqueza que de ahí se obtiene, está presente en casi todos los libros de Galeano. A partir de Espejos el tono cambia de la denuncia a la identificación. No oculta su alegría ante un hecho impensable en tiempos de Las venas abiertas de América Latina: Evo Morales, “indio aymara, pudo consagrarse presidente por una avalancha de votos”.
En el tramo final de su enfermedad, en su última aparición pública, recibió en su casa a un presidente que ya se había convertido en su amigo. Antes de sentarse juntos a charlar en el jardín del fondo, habían posado para las cámaras y hablado sobre la postergada salida al océano. “El mar robado”, le dijo a Evo Morales delante de la prensa, regalando un titular a sus colegas.
No era un acto de activismo más, sino la reafirmación de un compromiso que le venía de casi cuarenta años atrás. En El cazador de historias recuerda que estaba en el pueblo de Llallagua cuando los mineros lo rodearon y le pidieron que les contase cómo era el mar. El título que eligió en 2015 para una viñeta que recreaba un hecho de 1968 habla por sí solo de cómo lo impactó ese pedido. “Por qué escribo”, la tituló.
Este capítulo escrito por Álex Ayala Ugarte, que abre la segunda parte de este libro, también adopta la forma de viñetas. Busca a quienes hoy habitan aquellas minas. En un giro que sintoniza con los énfasis de Galeano, el foco no está puesto en los mineros, sino en sus mujeres.
Casco que le regalaron los mineros bolivianos. Fotografía: Pablo Bielli.
Aquel día, el que le robaron, Margarita Canaviri no se dio cuenta de nada. Llegaron sin hacer ruido, de madrugada. Drogaron a los perros. Amarraron la puerta de Canaviri con un alambre mientras descansaba. Reventaron las taquillas de los mineros y se llevaron lo que pudieron: sobre todo, lámparas recargables y los pulmosanes que utilizan los cooperativistas para protegerse de los gases tóxicos en los túneles, y evitar las partículas minúsculas que se cuelan por la garganta como si fueran balas perdidas.
Yo dormía profundamente y me levanté un poco más tarde de lo habitual. Le mandé a una de mis hijas fuera, a buscar carbón para cocinar, y recién nos dimos cuenta de que nos habían trancado con algo –dice esta experimentada guardiana de una de las bocaminas del Cerro Rico de Potosí, un queso gruyer con más de cuatro mil setecientos metros de altura atravesado por un laberinto, por más de noventa kilómetros de galerías estrechas y húmedas.
Margarita Canaviri es viuda y madre de cuatro hijos –tres mujeres de 12, 19 y 25 años, y un hombre de 22–. Tiene algunas patas de gallo y 47 años, y lleva más de veinte como cuidadora en esta montaña imposible: la leyenda dice que se podría construir un puente hasta España con toda la plata que se ha extraído de ella; algunos lugareños, que podría hacerse lo mismo con los cadáveres de la gente que se rompió los huesos o dejó de respirar en alguno de sus agujeros; y los supersticiosos, que ninguna mujer debería trabajar en su engranaje interno. Quizás por eso Canaviri se ha resignado a ocupar su puesto como vigía entre quince y dieciocho horas al día, a mirar hacia la nada permanentemente.
La nada es un territorio arisco, plagado de camiones con ruedas gigantescas y personas que menguan, que se encogen por el frío cuando anochece. Es un decorado de colores apocalípticos: azules, grises y amarillos. Una madriguera enorme habitada por alrededor de ciento treinta familias. Y también, un conglomerado de caminos desolados y largos que Margarita observa desde una atalaya privilegiada, desde una gran lengua de tierra que se extiende hacia el horizonte como si fuera una pasarela de moda. El día que les robaron, sin embargo, no intuyó a nadie agazapado en mitad de aquel paisaje abrupto.
Y cuando intenté salir de casa –recuerda–, no comprendía lo que pasaba. Cuando lo entendí, llamé a mi hermana, que vive cerca, para que nos abriera. Y cuando salí, mis perros, que son malos, muy malos, dormían. Seguramente me los “pildorearon”.
Margarita se apoya para caminar en una muleta. Hace un año trastabilló, cayó y se rompió un tobillo, y desde entonces cojea. Su trabajo consiste en vigilar los casilleros de los mineros, los depósitos con dinamitas, la maquinaria. Cuando algo desaparece, se lo descuentan del sueldo o la echan. Y su única protección son los palos que junta para sentirse menos desvalida y los explosivos que lanza cuando algún extraño se aproxima.
Al menos, son efectivos –me dice.
Denunciar los robos a la policía no sirve de nada.
Frases de autoayuda
En la calle Linares, en la oficina de la organización Solidaridad con las Mujeres (MUSOL), a pocas cuadras de la plaza principal de Potosí, las paredes están decoradas con frases que elevan la moral de los voluntarios. “Nunca digas no puedo ni en broma porque tu subconsciente no tiene sentido del humor. Lo tomará en serio y te lo recordará cada vez que lo intentes”, se lee en una de ellas. Ibeth Garabito Ovando, la directora de la organización, ha recibido en los mismos sillones que ahora ocupamos a decenas de mujeres ligadas al Cerro Rico: a las guardaminas, a las palliris que arañan los últimos restos de mineral en las escombreras, a las viudas de los mineros.
Nota del editor
Las mujeres de las zonas mineras de Bolivia son una presencia casi permanente en la obra de Galeano. Quien haya leído Memoria del fuego recuerda a Domitila. Si se vuelve al libro, se comprueba que aparece en cuatro viñetas del tercer tomo. Es probable que en el recuerdo quedase la sensación de que el personaje era casi un hilo conductor de aquella obra. Tanta es la fuerza de la historia de esta mujer de un pueblo minero que con otras cuatro inició una huelga de hambre que volteó a una dictadura.
Cuatro años después de publicado ese libro, Galeano viaja a Cochabamba a leer alguno de sus textos. Uno de sus anfitriones, Fernando Mayorga, le dice que entre el público, bien al final del auditorio de la universidad, escondiéndose entre las cabezas de los estudiantes, está Domitila. La llama desde el estrado. Se esconde más. Le insiste. Domitila no tiene más remedio que aparecer y se funden en un abrazo.
–Aquí las asesoramos, les informamos de sus derechos, les animamos a organizarse y a dar pelea –me explica.
Según Garabito, muchas de las mujeres que se casan con los mineros se quedan viudas demasiado jóvenes. Algunas pierden a sus maridos en accidentes, en ocasiones ni reciben siquiera la mitad de la indemnización que les corresponde y la mayoría tiene hijos pequeños y no sabe cómo mantenerlos.
Cuando ocurre una desgracia, para ellas es un golpe duro: despiden a su esposo por la mañana y por la tarde lo recogen muerto.
Rutina maldita
Todas las mañanas, Vilma Menacho, viuda de Soto, comienza la jornada laboral como cocinera en un pequeño centro diurno que atiende a algunos niños que residen en mitad del Cerro Rico; y después –para hacer unos pesos extra–, limpia casas particulares y oficinas. Cada mes, por dejarse el lomo trabajando, recibe alrededor de doscientos treinta dólares en la guardería –es decir, el salario mínimo–, y con eso mantiene a sus dos hijos (de 12 y 18 años) y paga el alquiler, la luz y el agua corriente.
–A veces pienso que es un milagro que nos alcance para todo –dice con una sonr...

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