1. Investigación anfibia
Los derechos humanos y la investigación-acción en un mundo multimedia
César Rodríguez Garavito
Hacer investigación-acción es llevar una doble vida. Es experimentar, en cuestión de horas, el paso del mundo introvertido de las aulas de clase al extrovertido de los medios de comunicación y las reuniones con activistas y funcionarios públicos. El contraste se siente en la piel: el calor húmedo del trabajo de campo dista mucho del aire climatizado de las oficinas universitarias, los despachos judiciales o las fundaciones filantrópicas.
El contraste es aún más marcado cuando la investigación-acción se practica en contextos altamente violentos y desiguales, como los que frecuenté en ocasión de un proyecto de investigación-acción sobre los conflictos socioambientales que estallaron en América Latina en la última década, a medida que las economías de la región giraron hacia la explotación de recursos naturales para satisfacer la creciente demanda global de minerales, petróleo y energía. En otro lugar llamé “campos minados” a estos sitios y a las esferas de interacción social que se producen en ellos (Rodríguez Garavito, 2012). Son campos minados tanto en sentido sociológico como económico. En términos sociológicos se trata de verdaderos campos sociales (Bourdieu, 1977), propios de las economías extractivas de enclave, caracterizados por relaciones de poder profundamente desiguales entre empresas mineras y comunidades locales, y por la escasa presencia del Estado. Son campos minados por ser muy riesgosos: en ellos dominan las sociabilidades violentas y desconfiadas, donde cualquier paso en falso puede resultar letal.
Los llamo campos minados también porque lo son en sentido económico: en muchas ocasiones giran alrededor de la explotación de una mina de oro, platino, coltán u otro mineral valioso. En otros casos, como en varios proyectos de explotación de recursos naturales que estudié en Colombia, lo son también en el sentido más literal del término: los territorios en disputa están plagados de minas antipersonal, sembradas por guerrillas de izquierda y paramilitares de derecha como estrategia de guerra y de control territorial.
En este breve trabajo reflexiono sobre la naturaleza y los desafíos de la investigación-acción a partir de mi experiencia en esos campos minados. Específicamente, me baso en los datos y las vivencias de tres estudios de caso sobre conflictos socioambientales en territorios indígenas que alcanzaron gran visibilidad nacional e internacional: la disputa por la construcción de la represa de Belo Monte en la Amazonia brasilera, el conflicto sobre la explotación de petróleo en territorio del pueblo sarayaku en la Amazonia ecuatoriana y la lucha alrededor de la construcción de la represa de Urrá en el norte de Colombia.
El texto está dividido en tres secciones. En la primera, caracterizo la práctica de la investigación académica con vocación de impacto público en estos contextos y subrayo las que considero sus cuatro fortalezas científicas y políticas principales. En la segunda, paso a discutir los dilemas de la investigación-acción y destaco los cuatro retos que son la otra cara de las ventajas comentadas en la primera parte. Cierro el trabajo con una propuesta de solución a algunos de estos dilemas mediante estrategias que componen una aproximación que llamo “investigación anfibia”, que sea capaz de respirar en los dos mundos de la academia y la esfera pública, de sintetizar en una sola las dos vidas del investigador sin que este se ahogue en el intento. Al defender la idea de la investigación anfibia, resalto la necesidad de multiplicar los tipos de textos y los formatos de difusión del trabajo investigativo para aprovechar las oportunidades de un mundo que es cada vez más multimediático, como lo es por definición la investigación-acción.
El poder del viento: el potencial del molino de la investigación-acción
Uno de los mejores retratos de la práctica de la investigación-acción es el hermoso artículo de Michael Burawoy (2010) sobre Edward Webster, el conocido sociólogo laboral surafricano que fundó el Society, Work and Development Institute (SWOP) de la University of the Witwatersrand, en Johannesburgo. Burawoy describe el trabajo diario de Webster con la metáfora del molino: como este, el investigador-actor está en constante movimiento, propulsado por las varias aspas que componen su actividad profesional: la investigación y la docencia académicas, la participación en la esfera pública (los medios, los movimientos sociales, etc.), la incidencia en políticas públicas y la construcción de instituciones que encarnen y promuevan la investigación-acción (por ejemplo, centros de investigación y ONG). Gracias a la rotación y la interacción de las cuatro aspas, la imaginación sociológica se convierte en imaginación política, de la misma forma en que los giros incesantes de un molino tornan el aire en energía.
A miles de kilómetros de distancia, en el corazón de la Amazonia, el molino surafricano resonaba durante mi trabajo en los campos minados. Yo había llegado hasta allí propulsado por las diversas aspas que me llevaron de la investigación académica y el debate público sobre los derechos indígenas en Colombia al trabajo de abogacía en derechos humanos en Washington, y de allí a nuevas rondas de investigación y activismo en Brasil y Ecuador, todo ello como parte del trabajo de consolidación de dos instituciones en cuya fundación participé: el Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad (Dejusticia) y el Programa de Justicia Global y Derechos Humanos de la Universidad de los Andes.
Comencé el proyecto con un estudio sobre la represa de Urrá, ubicada en el norte de Colombia, en el mismo lugar donde tuvo su sede principal el sangriento movimiento paramilitar que, en oscuras alianzas con las fuerzas armadas y la clase política, se ha disputado el control del territorio y el negocio del narcotráfico con las igualmente violentas guerrillas de izquierda, en especial las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) (mapa 1.1). En el medio del fuego cruzado quedó el pueblo embera-katío, que perdió al menos veintiún líderes asesinados por uno y otro bando y, tras veinte años de desplazamiento forzado y pérdidas humanas y ambientales por los efectos catastróficos de la represa, hoy corre el riesgo de extinción física y cultural.
Aunque llegué a Urrá con la intención de documentar lo que había pasado durante esos veinte años –y, en ese sentido, traía puesto mi sombrero de sociólogo profesional–, desde un principio el proyecto de investigación tuvo un componente de acción. De hecho, me enteré del caso de Urrá cuando trabajaba con la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) en tareas de activismo para la defensa de los derechos de los pueblos indígenas. Con mi otro sombrero profesional (me gradué de abogado antes de estudiar sociología), había asesorado a la ONIC sobre estrategias jurídicas para defender los territorios y los pueblos. Por eso, desde el primer viaje que hice a Urrá estuve acompañado de investigadores de Dejusticia y por estudiantes del programa de derechos humanos que coordino en la Universidad de los Andes, con el fin de explorar con la comunidad embera-katío alternativas de defensa de sus derechos.
Mapa 1.1
Pueblos indígenas y conflictos socioambientales: localizando la investigación anfibia
Fuente: Dejusticia.
Aún recuerdo de forma vívida la llegada a Urrá. Ante la vista inusual de un grupo de investigadores y estudiantes en una de las zonas más violentas de uno de los países más violentos, los militares que custodiaban con celo la entrada nos saludaban con interrogatorios desconfiados: “¿Quiénes son?”, “¿a qué vienen?”. Una vez superados los retenes, las razones de la desconfianza quedaban patentes. Mientras nos adentrábamos en el río que alimenta la represa, veíamos pasar las lanchas rápidas de la Armada Nacional que perseguían, como en un juego del gato y el ratón, a las embarcaciones ilegales que transportaban cocaína fabricada en laboratorios en las laderas del río.
Dejándome llevar por la secuencia impredecible de la investigación-acción, llegué al segundo lugar del proyecto: la represa de Belo Monte, en la Amazonia brasilera. El estudio sobre Urrá me llevó a involucrarme en la defensa jurídica de pueblos indígenas que, como los embera-katío, no habían sido consultados antes de la construcción de proyectos de desarrollo en sus territorios, a pesar de que prácticamente todos los países latinoamericanos ratificaron el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que establece la obligación de hacer consultas previas. Al participar como abogado en una audiencia sobre este tema ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 2010, me enteré de que acababa de llegar a la Comisión una queja sobre un caso similar presentada por pueblos indígenas y organizaciones ambientalistas que acusaban al gobierno brasileño de no haber consultado a los indígenas amazónicos antes de autorizar la construcción de Belo Monte, que sería la tercera represa más grande del mundo. El caso se convirtió de inmediato en noticia internacional, dado que el gobierno brasileño había declarado de interés nacional la represa como parte de los planes de convertirse en potencia económica, y que personajes de la farándula internacional habían viajado a la región para expresar su solidaridad con los indígenas. Cuando el gobierno brasileño se negó a obedecer la orden de la Comisión Interamericana de suspender la construcción de la obra mientras examinaba la queja, varias organizaciones y académicos de derechos humanos viajamos a la zona de la represa para documentar la situación y expresar nuestra condena por esta decisión.
Habiéndome involucrado en el caso de Urrá como investigador académico y en Belo Monte como abogado, mi intuición de sociólogo comparatista me llevó a buscar un tercer caso de movilización jurídica y política que, a diferencia de aquellos, hubiera terminado en una decisión judicial favorable a los pueblos indígenas. La oportunidad de completar la muestra para el estudio se dio a mediados de 2012, cuando la Corte Interamericana de Derechos Humanos celebró una audiencia en el territorio del pueblo sarayaku en la Amazonia ecuatoriana, que auguraba un fallo a favor de los indígenas. Cuando viajé a Quito y al territorio sarayaku para hacer trabajo de campo, los abogados y la comunidad estaban expectantes sobre el fallo de la Corte, que fue publicado un día después del final de mi visita. En una decisión histórica, la Corte condenó al Estado ecuatoriano a indemnizar al pueblo indígena por haber autorizado la exploración de petróleo sin una consulta previa, y le ordenó hacerla (CIDH, 2012).
Con este estudio de caso mi recorrido había descrito el círculo completo del molino: de la investigación académica a la intervención en las cortes y los medios como abogado de derechos humanos, pasando por la participación en debates sobre los derechos indígenas en los tres países, para finalizar una vez más en la investigación académica. Como suele suceder, años después no son claros para mí la identidad ni el rol preciso que tengo en el proyecto; son todos ellos a la vez, y ninguno en particular. Tampoco sé cuándo dejaré los casos porque, a diferencia de los académicos de tiempo completo, no puedo simplemente abandonar el proyecto cuando publique el libro que lo sintetizará. Como mi compromiso es con la causa subyacente de derechos humanos y con las personas y las comunidades que confiaron en nuestro trabajo, no puedo tan solo pasar la página.
En otro lugar, doy cuenta detallada del marco teórico y jurídico del estudio (Rodríguez Garavito, 2012). Para los efectos de este texto, me limito a señalar las cuatro ventajas de la investigación-acción ejemplificadas por el tipo de proceso que describí. Primero, el rápido cambio de roles y de identidad permiten ver una misma realidad social desde distintos ángulos (el del científico, el activista, el juez y el funcionario público). El resultado, creo yo, es una mayor densidad y precisión empírica que la alcanzada en otros tipos de investigación. Por ejemplo, a lo largo de los varios años del proyecto, tuve la oportunidad de interactuar con un amplio espectro de actores que defienden posiciones muy distintas sobre el desarrollo económico, los derechos indígenas y el medioambiente. En docenas de reuniones, debates públicos y visitas de campo, las visiones de líderes indígenas, activistas de derechos humanos, funcionarios públicos, jueces, periodistas, representantes de las empresas, académicos y funcionarios de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y el sistema interamericano me ayudaron a entender tanto la complejidad como los patrones claros que atraviesan la tumultuosa realidad diaria de los conflictos socioambientales en América Latina y otras regiones.
Segundo, el diseño, las preguntas y los resultados de la investigación son informados de forma directa por interacciones con los actores de la realidad estudiada y planeados con varias audiencias en mente. El resultado es una mayor relevancia de la investigación para múltiples audiencias, que se traduce en influencia en los resultados de las causas que se estudian.
Siguiendo el hilo de los acontecimientos en los tres casos, y manteniendo el compromiso con las causas de largo plazo de las comunidades y organizaciones involucradas en ellos, pudimos aportar información y análisis útiles en coyunturas importantes. Cuando el presidente de Ecuador se volvió contra las organizaciones indígenas y ambientalistas al cancelar sus licencias de operación y perseguir penalmente a sus líderes bajo acusaciones de “terrorismo” por organizar protestas callejeras, usamos la información que habíamos recogido en Ecuador y trabajos previos sobre gobiernos autoritarios de otros países de la región para contribuir a un informe que documentó la violación frecuente de los derechos a la protesta y a la libertad de expresión en ese país (DPLF, Dejusticia e IDL, 2014). El hecho de que el informe fuera ampliamente difundido y discutido en Ecuador –entre otros por el presidente Rafael Correa, quien se vino lanza en ristre contra él en su programa de televisión y en las redes sociales– es una señal de relevancia de este tipo de trabajo. También en Brasil, en Colombia y otros países de la región, nuestro equipo de investigación-acción de Dejusticia se convirtió en un punto de referencia en los debates sobre los derechos indígenas, y en colaborador frecuente en programas de formación sobre el tema para comunidades de base, jueces, funcionarios de derechos humanos y otras audiencias.
Tercero, al dejarse llevar por el ritmo de los acontecimientos, el investigador-actor tiende a tener acceso inmediato y continuado a los lugares y los actores de sus estudios, que lo ven como un actor más y no como un intruso interesado en extraer información. La intervención mediante formatos ágiles (como columnas de opinión y otras apariciones en medios) les dan también una inmediatez a los productos de la investigación que no tiene la producción académica tradicional, que tarda varios años en ver la luz. A diferencia del investigador convencional –para quien la práctica social es un laboratorio al que entra con guantes y disecciona con el frío bisturí analítico de la ciencia profesional, y del que se retira intocado para nunca volver–, los investigadores-actores a menudo mantienen el diálogo con las personas y las colectividades para las cuales esas prácticas no son un laboratorio, sino su vida. Esto crea un lazo interpersonal esencial –la confianza– que le da acceso continuo al investigador y, lo que es más importante, lleva a los actores sociales a pedirle que se involucre, como lo han hecho líderes sociales, funcionarios y jueces progresistas con los que trabajamos.
Cuarto, la investigación-acción tiene una fortaleza, de tipo emocional, que fue poco analizada en la literatura al respecto. Porque se hizo en contacto directo con los acontecimientos y con una multitud de personas –y por estar inspirada explícitamente en convicciones morales (la defensa de una causa de justicia social, la construcción de una institución que las represente)–, la investigación-acción es una fuente constante de motivación. La adrenalina que corre por las venas al estar entre las aspas del molino es un estímulo poderoso para continuar trabajando, que tiende a faltar en la labor solitaria del investigador profesional, de quien se espera deje sus compromisos morales para su vida fuera de la academia. Como dice Burawoy (2010: 5) al hablar del molino investigativo, “cuando los vientos soplan con fuerza, es imposible acercarse al molino sin dejarse llevar por su vórtice”. Es una experiencia apasionante.
Lo es aún más porque siempre se trata de una vivencia colaborativa; solo el trabajo colectivo de equipos de investigadores-actores bastante motivados puede cumplir sus muchos compromisos y actividades. El proyecto sobre conflictos socioambientales y derechos indígenas al que hice referencia involucró cerca de veinte profesionales a lo largo de los años, e incluyó a investigadores jóvenes excepcionales, abogados de derechos humanos, equipos de producción de video, diseñadores gráficos y expertos en internet, sin los cuales el proyecto y sus varios productos habrían sido imposibles. En línea con el espíritu del esfuerzo, varios de los textos resultantes fueron escritos en coautoría con jóvenes académicos-activistas que se formaron en investigación-acción dentro del proyecto (Rodríguez Garavito y Baquero, en prensa; Rodríguez Garavito y Orduz, 2012). En las varias ocasiones en las que el cansancio o el fracaso de nuestro trabajo me generaron dudas y desilusión, su profundo compromiso, su talento y su entusiasmo fueron más que suficientes para seguir adelante.
A mi manera de ...