III
Aún no es demasiado tarde
A inventar se empieza pronto. Luego, en la
mayoría de los casos, te arrebatan el hábito. El
arte de ser inventor consiste pues en no permitir
que la vida, la gente o el dinero te arrebaten, entre
otras cosas, el hábito de inventar.
STIG DAGERMAN, El hombre desconocido.
El sinsentido puede parecer una amenaza cuando el sentido que se persigue es el de una absoluta y abismal trascendencia; o pensándolo al revés: el sentido de completa trascendencia es un riesgo para la práctica de un ejercicio tan vital –es decir artístico– como el del sinsentido.
Donde una buena parte de los individuos temen perder de vista el para qué de sus acciones y desestiman todo aquello que no encuentre un significado progresivo, entonces, es allí mismo, donde radica el punto de partida de la libertad para inventar.
Libertad, por cierto, es una palabra desgastada, maltrecha y demasiado importante o sensible como para dejarla apenas enunciada. Por ello vale la pena aquí acercarse –aunque más no sea de forma fragmentaria– al texto de Peter Sloterdijk Estrés y libertad, para retomar una discusión que creemos esencial: el modo en que esta época provoca estrés e impide o prohíbe la emergencia de gestos y espacios libertarios.
El malestar que atraviesa nuestro tiempo se cimenta al interior de una civilización tecnocrática impregnada por una sensación de fugacidad cada vez más intensa y extendida; y este sentimiento, escribe el filósofo alemán: «Es indisociable de la conciencia de que nuestra “sociedad” […] está estresada a causa de su auto-conservación, que exige de nosotros un rendimiento insólito».17
Ese estrés ya no aquejaría a un grupo o un sujeto particular sino que abraza al conjunto de individuos casi sin excepción: la precipitación, las tensiones de los hombres y mujeres –y los niños y ancianos también– al borde de un ataque de nervios, las preocupaciones, la exaltación, se vuelven gestos primarios en el entramado social, tanto en virtud de una necesaria pero indigna adaptación como de su violenta confrontación o contestación.
Frente al estrés una cierta idea de libertad pareciera ser, aunque anacrónica y desgarbada, rebelde y anti–tiránica: un gesto de aislamiento o de repliegue en sí mismo, tanto para los individuos como para una determinada colectividad. De hecho éste sería su sentido más originario: «Aquello que los griegos llamaban eleutheria –una palabra que convencionalmente solemos traducir por libertad, lo cual da lugar a muchos malentendidos– en un principio no significaba otra cosa que el deseo de vivir autónomamente […] y no tener que someterse a la voluntad de un individuo demasiado engrandecido».18
Sloterdijk considera una de las escenas fundacionales de la idea europea de libertad, los pensamientos de Rousseau durante su exilio, más específicamente al conjunto de sus ensoñaciones acontecidas en el otoño de 1765 y reunidas en aquel extraño y apasionante libro Les rêveries du promeneur solitaire.19
Su atención se dirige con especial atención a una imagen contenida en el quinto paseo del texto de Rousseau. Allí podemos apreciar el encanto virtuoso del paso de las horas aquietadas, tranquilas, de sosiego, contemplativas, donde el filósofo francés se encuentra absorto en medio de un lago, sobre un bote y tumbado boca arriba.
Rousseau se deja seducir por las meditaciones sin rumbo ni finalidad, atraído por la densidad leve de sus ensoñaciones, donde sucumbe y se apaga la sucesión habitual y mortal de la cronología del tiempo y se manifiesta con intensidad el privilegio sentido de un instante plural y diversificado: el ahora.
El goce se hace presente allí, entonces, de una forma inédita: es el placer de la nada, de esa nada que es exterior a sí misma, de nada sino de la propia existencia ahora despojada de otras percepciones del deber y del reconocimiento de otros. En sus propias palabras:
¿Cuál era entonces esa felicidad, y en qué consistía su goce? Dejaré que lo adivinen todos los hombres de este siglo por la descripción de la vida que llevaba allí. El precioso farniente fue el primero y principal de esos goces que quise saborear en toda su dulzura, y todo lo que hice durante mi estadía no fue, en efecto, sino la ocupación deliciosa y necesaria de un hombre que se consagró a la ociosidad.20
Los paseos y las ensoñaciones de Rousseau quizá nos enseñen a celebrar la presencia de la inutilidad, de la inutilidad escogida, alejada de toda pretensión o imposición identitaria y cotidiana; esa alegría tibia, tímida, de modo alguno desaforada, que descubre la vida fuera de todo vínculo con el rendimiento y la ocupación frenética: «Así pues, libre es quien logra conquistar la despreocupación. En un sentido de lo más actual, libre es aquel que experimenta el descubrimiento de una desocupación sublime en su interior […]. Según Rousseau, el hombre libre descubre que es el hombre más inútil del mundo; y le parece bien».21
¿La despreocupación es acaso suficiente para paliar el dolor del mundo y la rabia o la exigencia de sobre-adaptación del individuo? Por supuesto que no, sería ingenuo ofrecer solamente paseo y contemplación a los dañados y rotos de todas las épocas.
La subestimación del dolor es tan peligrosa como la exaltación de la mentira. Porque: ¿es la solución disimular las tragedias y maquillarlas sólo como efectos colaterales? ¿Ha sido acaso una respuesta justa aquella de crear sola y exclusivamente subjetividades de abundancia incluso para los individuos carentes? ¿Se trata entonces de hallar la solución al enigma o bien en posiciones burguesas de apartamiento del barullo social –a la Rousseau o a la Montaigne– o bien en figuras no menos individualistas que consisten en dotar del anhelo de acumulación de bienes a quienes carecen por completo de ellos? ¿Todo es cuestión de más y más trabajo que nada tiene que ver con una formación donde se aprenda el bello y arduo –y siempre inconcluso– arte de vivir?
La controversia parece ser infinita: este mundo del rendimiento agota la vida, mundo y vida se separan en lenta agonía, y el triunfo del mundo acelerado sobre la vida aquietada se vuelve más que evidente.
Nuestro siglo se ufana de ser el de la vida intensa y esa vida intensa no es sino una vida agitada, porque el signo de nuestro siglo es la carrera, y los más bellos descubrimientos de que se enorgullece no son descubrimientos de sabiduría, sino de velocidad […]. En nuestros días no hay nadie más ocupado que un ocioso. ¿Conocéis a uno solo de estos que no se declare agotado y que no aspire a un reposo que nadie le prohíbe?22
Quizá por ello la rebelión se encuentre en la soberanía estética del instante, es decir, en el adueñarse del único tiempo no apresado por las redes de comunicación inmediatas, ni por las insulsas cronologías productivistas, ni por el abuso de la aceleración, sino por la pausa, por la hondura de lo incalculable.
Es bien cierto que no se sabe lo que dura un instante, pero sí que su intensidad y magnitud se vuelve tarea incesante de la poesía –de cierta poesía– y de la filosofía –de cierta filosofía–; una tarea austera, aletargada, serena, que consiste, entre otras cosas, en oponer la vida contemplativa, la detención, a la vida de acción constante.
La experiencia del instante, como ruptura contingente de la sucesión fatídica del tiempo, es común y corriente, incluso simple: algunos la llaman epifanía, y su contingencia no proviene ni es el resultado de ninguna extravagancia peculiar: «El instante tiene una potencia subversiva gigantesca. Es una experiencia temporal que es capaz de contrarrestar la velocidad a la que estamos sujetos. Permite huir del tiempo actual y de la lógica de la aceleración que arrastra todo tras de sí».23
Acontece como si, de repente, un asombro o una perplejidad detuvieran la sucesión de los segundos, minutos y horas; la mirada se abriese mucho más que de costumbre; se escuchase incluso lo imperceptible, y los misterios y las incógnitas de la vida se despertasen tímidamente.
La experiencia del instante ha sido vinculada frecuentemente al aión griego –en alusión al Dios de la eternidad–, es decir, a ese pasaje de sentido que es inmedible y relativo a lo que hay de más vivo en la vida y que, por ello mismo, no contiene ni un principio ni un final.
No por casualidad la mitología le atribuye la virtud de la generosidad –a diferencia del cronos, incesante y mezquino devorador del tiempo–, aquello que no puede ser planificado y que convida al acto en sí, por sí mismo, sin otra razón ni fundamento previo; tampoco es por acaso que se lo representara tanto bajo la forma de la juventud –la intensidad perenne– como de la ancianidad –el dueño del tiempo, inmóvil, detenido–.
¿Pero dónde está la infancia en esta época, dónde hallarla, en medio de tanto mundo obsesionado por el puro futuro, la urgencia de cada acto y la estrechez ambiciosa del presente?
La infancia no es la niñez, no es un espacio delimitado por la cronología del tiempo, no toma el cuerpo humano apenas los primeros cinco o seis años de vida. No tiene que ver con aquello que sucede a partir del nacimiento y se extiende por un breve tiempo, ese tiempo que describen con cierta soberbia o austeridad la psicología, la pedagogía o el derecho; no procede ni deviene de un rasgo de lo incompleto o de la carencia, de la incapacidad o la precariedad.
Es, para expresarlo con todo el ...