Ni esencia ni sustancia
Casi todo el mundo está de acuerdo en que la idea de pueblo ha dejado de ser lo que fue.
Cuando el primer peronismo hablaba de pueblo, se trataba de un conglomerado, cuyo eje era la clase obrera y su columna vertebral, el sindicalismo. Durante décadas, los peronistas se referían al pueblo adosándole un adjetivo inevitable: pueblo peronista, adjetivo que también acompañaba a la clase obrera como su sombra ideológica. En los años de la lucha armada, la idea de pueblo proporcionaba la garantía última a la que se remitían todos los actos. El pueblo era, al mismo tiempo, el protagonista y el destinatario, la causa y el motivo, el motor y la masa. Sólo la izquierda más roja colocaba al pueblo por detrás de la categoría fuerte de su imaginario, la clase obrera. Durante la dictadura, quedaba claro que un pueblo, es decir una mayoría a la que pertenecían los obreros, los estudiantes, los pequeños y medianos burgueses, los intelectuales, estaba separado por una línea, generalmente nítida, de los militares en el poder y sus seguidores civiles. En 1983, fue en nombre del viejo pueblo que el Partido Justicialista quiso gobernar de nuevo, considerándose el más legítimo representante de esa totalidad ideológica. También fue el pueblo el que entonces dio la victoria al partido radical. En verdad, la noción de pueblo comenzó a resquebrajarse en ese momento, porque hubo “pueblo” en las dos opciones de voto. Como sea, la democracia, en esos primeros años de la transición, restituyó al pueblo una centralidad, porque sucede con las dictaduras que proyectan un enemigo, generalmente llamado pueblo, que termina participando de una forma u otra en su desplazamiento.
Pero, silenciosamente primero y espectacularmente después, las cosas estaban cambiando. La movilización de Semana Santa contra la insurrección de los carapintadas fue sin duda popular y probablemente pueda pensarse como uno de los últimos actos de aparición pública, masiva, del pueblo. Ya estaba en curso un proceso de fragmentación, de donde emergerían varios pueblos. Y, como es obvio, la idea de que pueden existir varios pueblos es contraria a la noción misma de pueblo, entidad que, por definición, es una, única e, incluso, unánime.
La fragmentación es el efecto llamado “posmoderno”. Un sociólogo francés, Michel Maffesoli, propone pensar la escena contemporánea como un espacio donde deambulan tribus culturales, diferentes e inestables agrupaciones de interés (por la música, por el deporte, por el vestido, por la droga, por la sexualidad, por el vecindario, por la edad). No hay pueblo, dice Maffesoli, sino grupos que, como en un caleidoscopio, toman configuraciones distintas que duran lo que dura el acto que los convoca: los cristales, antes estables, del pueblo, se reordenan formando figuras intensas pero efímeras.
Durante buena parte del siglo XX, el pueblo fue una sustancia casi material, una entidad consolidada que tenía una historia y, sobre todo, prometía un futuro a quien supiera interpretar sus necesidades y sus deseos. Desde hace unos pocos años, el pueblo se ha debilitado como categoría política y cultural. Los políticos hablan de “la gente”, tratando de purificar su discurso de todo eco que provenga de esa larga novela histórica que tuvo al pueblo como protagonista. Los analistas culturales también hablan de “la gente”, porque este sujeto colectivo es más cómodo en el momento de pensar a las audiencias de los medios de comunicación de masas y los compradores que deambulan en el mercado.
Por un lado, produce una especie de alivio pensar que se ha ausentado del escenario esa entidad, el pueblo, a la cual había que interpretar incluso cuando no hablara. También produce alivio pensar que la dupla Pueblo-Nación no es obligatoria. La idea de ciudadano es más formal que la de miembro del pueblo. El ciudadano se define por sus derechos, no por sus esencias.
Por otro lado, la sustancia pueblo, que se ha ido escurriendo por las fisuras y las fallas de las sociedades actuales, tenía la cualidad de producir un sujeto colectivo que podía protagonizar las peores aventuras (como la de apoyar una guerra descabellada: los argentinos tenemos el recuerdo de la Plaza de Mayo bramando contra los ingleses ante la mirada del dictador Galtieri). Pero ese sujeto colectivo también era el punto donde se entrecruzaban sentimientos de pertenencia. Y es precisamente el sentido de pertenencia lo que está más carcomido por la tribalización cultural y la atomización del interés común en los intereses particulares.
No es casual que estén debilitadas al mismo tiempo la idea de pueblo, como principio descriptivo y como valor, y las presencias reales con que esa idea se materializaba. Cuando los políticos leen las encuestas como el oráculo cuantitativo de un oficio que hoy tiene mucho de administrativo-técnico-mediático, buscan un mapa del territorio que antes se creía conocer porque el pueblo definía sus límites y su fisonomía. Un político lee una encuesta y cree saber lo que piensa “la gente”. Desprovisto de una idea más elaborada sobre “la gente”, los porcentajes de una encuesta le garantizan, por lo menos, que en tal semana de tal mes, una muestra representativa de los habitantes de tales lugares, coincidían en pensar de tal manera. La palabra “tal” es el nudo de la cuestión: señala un conjunto estadístico en el que la idea de pueblo termina de disolverse.
Por definición, el pueblo no es contable (como no es contable el agua o la manteca), de allí que tantas veces en la historia la idea de pueblo funcionara de manera antirrepublicana: no eran votos que podían contarse, sino mayorías inconmensurables. “La gente”, en cambio es contable: en este sentido, “la gente” sería una palabra más adecuada para pensar a los ciudadanos. Pero la idea de pueblo también estaba acompañada de algo que parece singularmente ausente de la escena política contemporánea. En la medida en que presuponía conflicto de intereses con el anti-pueblo, y eran populares algunos intereses (más justos) e impopulares otros (excesivos, ilegítimos), la idea de pueblo le daba a la política una cualidad épica, de gran relato, con protagonistas nítidos. Esa nitidez es la que ha desaparecido.
Sin embargo, nadie podría decir que desaparecieron las necesidades y los intereses en conflicto. Lo que queda del pueblo, después de las transformaciones culturales de la posmodernidad y, en el caso argentino, de la revolución neoliberal menemista, son los pobres que, hoy, entre otras cosas, ya no son para nadie la levadura de la historia.