Tiempo presente
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Notas sobre el cambio de una cultura

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Tiempo presente

Notas sobre el cambio de una cultura

About this book

Beatriz Sarlo nos ofrece un recorrido por distintos paisajes reales e imaginarios de la cultura contemporánea. Escritos en "tiempo presente", estos artículos también abren una reflexión sobre las formas en las que el presente se hace cargo de la historia. Sarlo captura escenas cotidianas y las mira en detalle, como si fueran textos que deben ser interrogados en su densidad. En los pliegues de pequeñas narraciones, de descripciones y prácticas, señala nudos de sentido que no siempre son dichos o escuchados.Tiempo presente agrupa textos sobre diversos temas. Pero, a medida que la lectura avanza, se encuentra el hilo conductor: una visión comprometida y crítica sobre el mundo actual y una discusión permanente con lo que la autora ha llamado el "populismo celebratorio".Los motivos que Sarlo encuentra para realizar su ejercicio crítico son las nuevas formas de la ciudad, la Guerra de Malvinas, el Mundial del 78, la sociedad de consumo, Rodrigo, Soledad, la new age, la izquierda, la política, el mercado y el Estado, los intelectuales, las identidades culturales, el prejuicio. Intensa y a veces irónica, alejada de toda nostalgia, Sarlo toma partido y nos invita a preguntarnos por los cambios en la cultura y el modo inexorable en que repercuten sobre nuestra vida cotidiana.

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Information

1. AYER Y HOY
Crisis y consumo
Hace unos quince años, estaba yo en una cervecería de Montevideo, vacía, esperando la llegada del verano. Conversaba descansadamente con el mozo, cuando me sobresalté ante una frase dicha sin malicia: “Estamos deseando que vengan los argentinos, que son tan consumistas”. No se refería simplemente a una capacidad económica sino a una actitud cultural.
En aquel entonces, al comienzo de la transición democrática, sólo algunos hablaban, sin que nadie les hiciera caso, de que los argentinos teníamos una visión equivocada de nuestras posibilidades. Por el contrario, casi todos pensaban que iba a llegar una larga racha de bienestar. Estos humores colectivos no tienen que ver sólo con los indicadores económicos, sino con una coalición de factores, en la que la recuperación de la democracia no era un dato menor. Se confiaba en que si habíamos reinstalado las instituciones, seríamos capaces de regresar hacia una Argentina de ensueño, con fábricas y alto consumo.
Las cosas no fueron así. Pero se vivieron algunos años de espejismo: siguieron los viajes al exterior inaugurados con el dólar bajo de Martínez de Hoz, época grosera donde todo se compraba por duplicado; llegó el deslumbramiento del shopping, la entrada triunfal de todas las marcas internacionales, el franchising, la era de las zapatillas a cien dólares, exigidas por cualquier estudiante que hubiera aprobado con cuatro algunas materias del secundario.
Mientras este impulso cultural prevalecía, se estaban instalando los índices de desocupación y comenzaba el vértigo descendente de las capas medias. Pero durante algunos años, a medida que franjas de pequeñoburguesía iban perdiendo casi todas las apuestas, otras franjas, más afortunadas, se consolidaban y creyeron que ese fenómeno era duradero.
Por su parte, el ostentoso consumo que acompañó a las altas esferas políticas y sociales durante el menemismo siguió dando imágenes que, aunque se contraponían con lo que estaba sucediento en la sociedad, todavía tenían su poder de persuasión. Todos miraban por televisión a la Argentina de la risotada y el lujo. Y muchos pensaron, por lo menos hasta mediados de los noventa, que no iban a quedar afuera.
Por supuesto, fue una equivocación. Hoy tenemos shoppings sobredimensionados, factory outlets desiertos, y gente que busca promos, ofertas, premios y cupones. El gran patio de compras y comidas que Buenos Aires creyó ser, fugazmente, se está vaciando. La cosa no sería tan grave si el fin de la fiesta no afectara, probablemente para siempre, la vida de los más pobres. Una fantasía omnipotente se topó con la cara desagradable de la miseria.
La deuda
La lista de lo que nos falta es interminable. Cualquiera puede anotar los temas. Somos una formidable tarea inconclusa. Debe haber algo, sin embargo, que permita pensar el contorno preciso del vacío: ¿qué forma tiene lo que nos falta? Yo le daría la caracterización moral y jurídica de la deuda. Las naciones modernas surgieron sobre la base de promesas: pertenecer a la nación quiso decir ser titular de un crédito cuyo cumplimiento la nación debía garantizar. Este crédito son nuestros derechos y, por definición, es inagotable en la medida en que el espacio cultural de nuevos derechos no queda limitado de una vez y para siempre. La imposibilidad de ejercer un derecho equivale a una sustracción; la magnitud de lo que se pierde aumenta con el tiempo; crece, dramáticamente, cuando otros campos de derecho se abren para algunos y excluyen a la mayoría.
En la Argentina se ha contraído una deuda: el Estado no garantiza aquello que se había obligado a garantizar para ser reconocido legítimamente como Estado. En pocas palabras, no asegura los derechos. Por el contrario, en el caso de los derechos sociales actúa como si no formaran parte de la cuenta de un crédito impago.
La Argentina vive, entonces, como acreedora de sí misma porque millones de personas no pueden ejercer los derechos de los que son titulares. La deuda es la forma actual de la realización incompleta de nuestra vida en sociedad. A diferencia de las deudas comunes y corrientes, esta deuda puede no ser percibida como tal incluso por quienes tienen más necesidad de que se la reconozca. La deuda asume, además, una dimensión histórica irreparable porque deja marcas que no se borrarán con el cumplimiento futuro de las obligaciones. Aun cuando se la pague, las heridas de la deuda no cierran del todo.
Quiero decir que, incluso en una situación más benigna, el perjuicio subsistirá para quienes no pudieron acceder a los bienes materiales o simbólicos que necesitaban de modo perentorio, para quienes vieron que su vida se percudía como consecuencia de la deuda impaga. Se han deteriorado los cuerpos, que no admiten ni dilación ni diferimiento de lo prometido.
Los cuerpos no mienten. Hay decenas de miles de jóvenes sin dientes en las villas miseria que rodean Buenos Aires. Hay decenas de miles de chicos que no comen todos los días, panzones y achaparrados, raquíticos y vulnerables. Hay decenas de miles de adolescentes que nunca salen de las manzanas de su barrio, por miedo, por distancia cultural, por diferencia material. Otros miles dejan el barrio para siempre y son los habitantes de la noche, de los túneles, de los umbrales y los andenes. Esos cuerpos grabados por la miseria quizá puedan recibir mañana un alimento que nunca compensará el que no recibieron hoy. Los cuerpos están siendo maltratados, injuriados, despreciados, sometidos.
Hace años no parecía posible escribir estas frases en la Argentina. Y hoy son verosímiles, aunque se discutan porcentajes o responsabilidades. Los cuerpos no dejan mentir; forman la ola que desembarca sobre las estaciones, las calles y los subterráneos de Buenos Aires, desde las nuevas y viejas villas miserias. Los que recorren el cinturón que rodea la ciudad, vuelven con historias literalmente increíbles, en las que los cuerpos provocan asombro, distancia y escándalo: los niños adormilados por el hambre, los bebés catatónicos, los viejos enloquecidos por la privación, encerrados en la obsesión de su miseria, los cuerpos inclinados de los hombres jóvenes rechazados por un mercado que no los necesita. Marcas de situaciones indignas aparecen en los cuerpos de los excluidos, acreedores de la deuda impaga.
Una sociedad no se sostiene sólo en sus instituciones, sino en la capacidad de generar expectativas de tiempo. El cuerpo y el tiempo están unidos: eso es una vida, un cuerpo en el tiempo. La deuda es también una deuda de tiempo porque, cuando el cuerpo no recibe lo que necesita, el tiempo se vuelve abstracto, inaprensible para la experiencia: cuando un cuerpo padece, sale del tiempo de la historia, pierde su posibilidad de proyectarse hacia adelante, borra las señales de sus recuerdos.
Los pobres tienen cuerpos sin tiempo. Por eso parecen tan viejas esas mujeres de treinta años con sus ocho hijos y su marido desocupado o preso. Por eso parecen aniquilados los cuerpos de los viejos pobres. El tiempo ya ha pasado por completo sobre ellos: han nacido, han crecido, han envejecido en el lapso en que un joven próspero está entrando en la primera etapa de la madurez.
Sin tiempo de proyecto y de futuro, los cuerpos corren los riesgos provocados por la deuda impaga: la violencia, la ruptura de todas las tramas sociales, la droga salvaje o el tetrabrik salvaje son los desafíos aceptados como única afirmación posible de la identidad. Donde se ha roto la expectativa de un tiempo futuro, donde ya nadie se siente acreedor ni titular de derechos, los cuerpos se rebelan en la violencia.
La deuda social ha herido el cuerpo. Acostumbrados a pensar a los ciudadanos de un modo abstracto, sería bueno que los pensáramos en esa materialidad que estalla en las necesidades incumplidas, cuyo pago diferido es irrisorio porque las consecuencias de no haber recibido nada en término han transformado por completo al acreedor. El Estado pierde las bases de su legitimidad frente a los cuerpos destrozados por incumplimiento de un pacto que nos hace a todos titulares de derechos. La deuda impaga pesa sobre los cuerpos. Frente al destrozo de la miseria, salvo que se mire hacia otra parte, los cuerpos ofrecen la inscripción de lo adeudado, que además, por estar escrita en ellos materialmente, puede ignorarse pero no borrarse.
¿Cómo sentirse parte de una nación si no es a través de un imaginario articulado en signos de pertenencia concreta? Cuando ser argentino no significa ni trabajo, ni comida, ni tiempo, vale poco ser argentino. La nacionalidad no es sólo imaginaria. Se arraiga en su inscripción material sobre los cuerpos. Cuando después de dictaduras y aventuras nacionalistas la cuestión nacional parecía, en buena hora, cerrada para siempre, ella reaparece bajo una forma elemental del reclamo de nacionalidad: el pago de una deuda que es la condición de una sociedad a la que entregamos parte de nuestras libertades para que ella exista y nosotros existamos en ella como ciudadanos.
Queda bastante poco de lo que la Argentina fue como nación. Las instituciones que producían nacionalidad se han deteriorado o han perdido todo sentido. Pasan a primer plano otras formas de identidad, que existieron antes, pero que nunca como ahora cubren los vacíos de creencia e incluyen a quienes, de otro modo, se abandona. Del estallido de identidades no surgió una nación plural, sino su supervivencia pulsátil. La nación se perdió en el extremo laberinto de la pobreza.
Ni esencia ni sustancia
Casi todo el mundo está de acuerdo en que la idea de pueblo ha dejado de ser lo que fue.
Cuando el primer peronismo hablaba de pueblo, se trataba de un conglomerado, cuyo eje era la clase obrera y su columna vertebral, el sindicalismo. Durante décadas, los peronistas se referían al pueblo adosándole un adjetivo inevitable: pueblo peronista, adjetivo que también acompañaba a la clase obrera como su sombra ideológica. En los años de la lucha armada, la idea de pueblo proporcionaba la garantía última a la que se remitían todos los actos. El pueblo era, al mismo tiempo, el protagonista y el destinatario, la causa y el motivo, el motor y la masa. Sólo la izquierda más roja colocaba al pueblo por detrás de la categoría fuerte de su imaginario, la clase obrera. Durante la dictadura, quedaba claro que un pueblo, es decir una mayoría a la que pertenecían los obreros, los estudiantes, los pequeños y medianos burgueses, los intelectuales, estaba separado por una línea, generalmente nítida, de los militares en el poder y sus seguidores civiles. En 1983, fue en nombre del viejo pueblo que el Partido Justicialista quiso gobernar de nuevo, considerándose el más legítimo representante de esa totalidad ideológica. También fue el pueblo el que entonces dio la victoria al partido radical. En verdad, la noción de pueblo comenzó a resquebrajarse en ese momento, porque hubo “pueblo” en las dos opciones de voto. Como sea, la democracia, en esos primeros años de la transición, restituyó al pueblo una centralidad, porque sucede con las dictaduras que proyectan un enemigo, generalmente llamado pueblo, que termina participando de una forma u otra en su desplazamiento.
Pero, silenciosamente primero y espectacularmente después, las cosas estaban cambiando. La movilización de Semana Santa contra la insurrección de los carapintadas fue sin duda popular y probablemente pueda pensarse como uno de los últimos actos de aparición pública, masiva, del pueblo. Ya estaba en curso un proceso de fragmentación, de donde emergerían varios pueblos. Y, como es obvio, la idea de que pueden existir varios pueblos es contraria a la noción misma de pueblo, entidad que, por definición, es una, única e, incluso, unánime.
La fragmentación es el efecto llamado “posmoderno”. Un sociólogo francés, Michel Maffesoli, propone pensar la escena contemporánea como un espacio donde deambulan tribus culturales, diferentes e inestables agrupaciones de interés (por la música, por el deporte, por el vestido, por la droga, por la sexualidad, por el vecindario, por la edad). No hay pueblo, dice Maffesoli, sino grupos que, como en un caleidoscopio, toman configuraciones distintas que duran lo que dura el acto que los convoca: los cristales, antes estables, del pueblo, se reordenan formando figuras intensas pero efímeras.
Durante buena parte del siglo XX, el pueblo fue una sustancia casi material, una entidad consolidada que tenía una historia y, sobre todo, prometía un futuro a quien supiera interpretar sus necesidades y sus deseos. Desde hace unos pocos años, el pueblo se ha debilitado como categoría política y cultural. Los políticos hablan de “la gente”, tratando de purificar su discurso de todo eco que provenga de esa larga novela histórica que tuvo al pueblo como protagonista. Los analistas culturales también hablan de “la gente”, porque este sujeto colectivo es más cómodo en el momento de pensar a las audiencias de los medios de comunicación de masas y los compradores que deambulan en el mercado.
Por un lado, produce una especie de alivio pensar que se ha ausentado del escenario esa entidad, el pueblo, a la cual había que interpretar incluso cuando no hablara. También produce alivio pensar que la dupla Pueblo-Nación no es obligatoria. La idea de ciudadano es más formal que la de miembro del pueblo. El ciudadano se define por sus derechos, no por sus esencias.
Por otro lado, la sustancia pueblo, que se ha ido escurriendo por las fisuras y las fallas de las sociedades actuales, tenía la cualidad de producir un sujeto colectivo que podía protagonizar las peores aventuras (como la de apoyar una guerra descabellada: los argentinos tenemos el recuerdo de la Plaza de Mayo bramando contra los ingleses ante la mirada del dictador Galtieri). Pero ese sujeto colectivo también era el punto donde se entrecruzaban sentimientos de pertenencia. Y es precisamente el sentido de pertenencia lo que está más carcomido por la tribalización cultural y la atomización del interés común en los intereses particulares.
No es casual que estén debilitadas al mismo tiempo la idea de pueblo, como principio descriptivo y como valor, y las presencias reales con que esa idea se materializaba. Cuando los políticos leen las encuestas como el oráculo cuantitativo de un oficio que hoy tiene mucho de administrativo-técnico-mediático, buscan un mapa del territorio que antes se creía conocer porque el pueblo definía sus límites y su fisonomía. Un político lee una encuesta y cree saber lo que piensa “la gente”. Desprovisto de una idea más elaborada sobre “la gente”, los porcentajes de una encuesta le garantizan, por lo menos, que en tal semana de tal mes, una muestra representativa de los habitantes de tales lugares, coincidían en pensar de tal manera. La palabra “tal” es el nudo de la cuestión: señala un conjunto estadístico en el que la idea de pueblo termina de disolverse.
Por definición, el pueblo no es contable (como no es contable el agua o la manteca), de allí que tantas veces en la historia la idea de pueblo funcionara de manera antirrepublicana: no eran votos que podían contarse, sino mayorías inconmensurables. “La gente”, en cambio es contable: en este sentido, “la gente” sería una palabra más adecuada para pensar a los ciudadanos. Pero la idea de pueblo también estaba acompañada de algo que parece singularmente ausente de la escena política contemporánea. En la medida en que presuponía conflicto de intereses con el anti-pueblo, y eran populares algunos intereses (más justos) e impopulares otros (excesivos, ilegítimos), la idea de pueblo le daba a la política una cualidad épica, de gran relato, con protagonistas nítidos. Esa nitidez es la que ha desaparecido.
Sin embargo, nadie podría decir que desaparecieron las necesidades y los intereses en conflicto. Lo que queda del pueblo, después de las transformaciones culturales de la posmodernidad y, en el caso argentino, de la revolución neoliberal menemista, son los pobres que, hoy, entre otras cosas, ya no son para nadie la levadura de la historia.
Identidades culturales. Las marcas del siglo XX
La llegada del milenio invita a hacer un balance. Aunque todavía es difícil pensar al siglo XX como un período cerrado, los números redondos tienen una gravitación por la que todos nos sentimos atraídos. Además, en el Río de la Plata, dentro de diez años, estaremos recordando el bicentenario de la Revolución de Mayo que, en 1910, en ocasión del primer centenario, también fue un momento de balances.
Malestar en la cultura
En aquel entonces, los intelectuales se preguntaron qué se había cumplido del programa de las elites vencedoras en las batallas de la organización nacional. Fuera cual fuera la respuesta, lo que se había cumplido era el programa inmigratorio y la liquidación de los indios. Entre los años 1880 y 1910, la demografía argentina había cambiado dramáticamente. Era un país nuevo, sobre todo en el litoral del Río de la Plata y en una circunferencia que rodea a la pampa húmeda hasta, por lo menos, la ciudad de Córdoba. El resto, las provincias andinas, iba a seguir otro camino donde enfrentaría dificultades casi insuperables.
El nacionalismo cultural de los años del cente...

Table of contents

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Copyright
  4. Advertencia
  5. 1. Ayer y hoy
  6. 2. Con­tras­tes en la ciu­dad
  7. 3. Trans­for­ma­cio­nes
  8. 4. Mi­tos
  9. 5. Con­tar la his­to­ria
  10. 6. Pri­me­ra per­so­na
  11. 7. In­te­lec­tua­les
  12. Fuentes originales de los textos