El Libertador
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El Libertador

Elena G. de White, Eduardo Kahl Fichtenberg, Carolina Ramos, Walter E. Steger

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El Libertador

Elena G. de White, Eduardo Kahl Fichtenberg, Carolina Ramos, Walter E. Steger

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Esta es la historia de un rescate heroico. La autora nos cuenta cómo Jesucristo, el Hijo de Dios, arriesgó todo para venir a la Tierra y reconquistar este planeta en rebelión. Él no podría haberlo hecho si hubiera permanecido en la comodidad y la seguridad del cielo, donde recibía reverencia y adoración. Tuvo que dejar todo atrás, nacer en este mundo como un bebé indefenso en una familia humilde y vivir como uno de nosotros. El enemigo estaba determinado a lograr una eterna separación entre Dios y el hombre. Pero Jesús, al tomar nuestra naturaleza, se unió a los seres humanos por medio de lazos que jamás serán desatados. El Libertador es una de las mejores y más completas biografías de Jesús. Es una invitación a observar de cerca la increíble trayectoria del Salvador de la humanidad, desde su nacimiento en Belén hasta su entrada triunfal en el cielo. Prepárate para ver lo que se oculta detrás del velo, y conocer los sorprendentes detalles de la mayor demostración de amor del universo, que unió para siempre el Cielo y la Tierra.

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Information

Year
2019
ISBN
9789877980486

Capítulo 1

Cristo antes de venir a la Tierra

Desde los días de la eternidad, el Señor Jesucristo era uno con el Padre; era la imagen de Dios, expresión de su gloria. Jesús vino a este mundo oscurecido con el fin de mostrar esa gloria y revelar la luz del amor de Dios. Isaías profetizó de él: “Lo llamarán Emanuel (que significa ‘Dios está con nosotros’) ” (Mat. 1:23; ver Isa. 7:14).
Jesús era “la Palabra de Dios”: el pensamiento de Dios hecho audible. Dios no dio esta revelación solamente para sus hijos nacidos en la tierra. Nuestro pequeño mundo es el libro de texto del universo. Tanto los redimidos como los seres no caídos hallarán en la cruz de Cristo su ciencia y su canto. Todos verán que la gloria que resplandece en el rostro de Jesús es la gloria del amor abnegado. Verán que la ley del amor que renuncia a sí mismo es la ley de vida para el cielo y la tierra. El amor que “no exige que las cosas se hagan a su manera” emana del corazón de Dios, y se puede ver en Jesús, el humilde y tierno de corazón.
En el principio, Cristo puso los cimientos de la tierra. Fue su mano la que colgó los mundos en el espacio y modeló las flores del campo. Él llenó la tierra con belleza y el aire con cantos (ver Sal. 65:6; 95:5). Sobre todas las cosas escribió el mensaje del amor del Padre.
Ahora el pecado ha estropeado la obra perfecta de Dios; sin embargo, esa escritura permanece. Con la excepción del corazón humano egoísta, no hay nada que viva para sí. Cada árbol, arbusto y hoja emite oxígeno, sin el cual ni el hombre ni los animales podrían vivir; y el hombre y el animal, a su vez, cuidan la vida del árbol, el arbusto y la hoja. El océano recibe los ríos de todo continente, pero recibe para dar. Los vapores que ascienden de él caen en forma de lluvias para regar la tierra, para que esta produzca y florezca. Para los ángeles de gloria, dar es una alegría. Ellos traen a este oscuro mundo luz desde lo alto, y obran sobre el espíritu humano para poner a los perdidos en comunión con Cristo
Pero más allá de todas las representaciones menores, contemplamos a Dios en Jesús. Vemos que la gloria de Dios consiste en dar. “Yo no busco mi propia gloria”, dijo Cristo, “sino al que me envió” (Juan 8:50; 7:18). Cristo recibió todas las cosas de Dios, pero tomó para dar. A través del Hijo, la vida del Padre fluye hacia todos. A través del Hijo, vuelve como una marea de amor a la gran Fuente de todo, en forma de servicio alegre. Así, a través de Cristo, se completa el círculo de bendición.

¡Esta ley fue quebrantada en el cielo!

El pecado se originó con el egoísmo. Lucifer, el querubín cubridor, deseó ser el primero en el cielo. Quiso distanciar a los seres celestiales de su Creador y recibir el homenaje él mismo. Acusó al amante Creador de poseer sus propias características malignas, e hizo que los ángeles dudaran de la palabra de Dios y desconfiaran de su bondad. Satanás los indujo a considerarlo como severo e implacable. Así engañó a los ángeles. Del mismo modo engañó a los seres humanos, y la noche de sufrimiento envolvió este mundo.
La tierra quedó a oscuras por causa de una falsa interpretación de Dios. Con el fin de que el mundo pudiera ser traído de nuevo a Dios, debía romperse el poder engañoso de Satanás. Dios no podía hacerlo por la fuerza. Él desea solo el servicio de amor, y el amor no puede ganarse por la fuerza o la autoridad. Solo el amor puede generar más amor. Conocer a Dios es amarlo. Debemos ver su carácter en contraste con el carácter de Satanás. Había un solo Ser que podía realizar esta obra. Únicamente aquel que conocía la altura y la profundidad del amor de Dios podía darlo a conocer.
El plan de nuestra redención no fue un plan formulado después de la caída de Adán. Fue “su misterio durante largos siglos” (Rom. 16:25). Fue una manifestación de los principios que desde la eternidad habían sido el fundamento del Trono de Dios. Dios previó que el pecado podría existir, e hizo provisión para enfrentar esta terrible emergencia. Se comprometió a dar a su Hijo unigénito “para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16).
Lucifer había dicho: “¡Levantaré mi trono por encima de las estrellas de Dios! [...] Seré semejante al Altísimo”. Pero Cristo, “aunque era Dios, [...] renunció a sus privilegios divinos, adoptó la humilde posición de un esclavo y nació como un ser humano” (Isa. 14:13, 14; Fil. 2:6, 7).

Un sacrificio voluntario

Jesús podría haberse quedado en la gloria del cielo. Pero prefirió bajar del Trono del universo para traer vida a los que perecían.
Hace más de dos mil años, se oyó en el cielo una voz que decía:
“Me preparaste un cuerpo. [...] ‘Aquí me tienes –como el libro dice de mí–. He venido, oh Dios, a hacer tu voluntad’ ”
Hebreos 10:5-7.
Cristo estaba por visitar nuestro mundo y hacerse de carne y sangre. Si hubiese aparecido con la gloria que tenía antes de que existiese el mundo, no podríamos haber soportado la luz de su presencia. Para que pudiésemos contemplarla y no ser destruidos, él ocultó su gloria y veló su divinidad con humanidad.
Símbolos e ilustraciones habían representado este gran propósito. La zarza ardiente, en la cual Cristo se apareció a Moisés, revelaba a Dios. En esta humilde arbusto, aparentemente sin atractivos, se encontraba el Dios infinito. Él ocultó su gloria para que Moisés pudiese mirarla y vivir. De forma similar, en la columna de nube durante el día y la columna de fuego durante la noche, la gloria de Dios estaba velada, con el fin de que los hombres mortales pudiesen contemplarla. Así Cristo debió venir “como un ser humano”. Era Dios hecho carne, pero su gloria estaba velada, con el fin de que pudiera acercarse a hombres y mujeres afligidos y tentados.
Durante la larga peregrinación de Israel en el desierto, el Santuario estuvo con ellos como símbolo de la presencia de Dios (ver Éxo. 25:8). Del mismo modo, Cristo armó su tienda al lado de nuestras tiendas con la intención de que nos familiaricemos con su vida y carácter divinos. “La Palabra se hizo hombre y vino a vivir entre nosotros. Estaba lleno de amor inagotable y de fidelidad. Y hemos visto su gloria, la gloria del único Hijo del Padre” (Juan 1:14).
Porque Jesús vino a vivir con nosotros, cada hijo e hija de Adán puede comprender que nuestro Creador es el amigo de los pecadores. En toda atracción divina de la vida del Salvador sobre la tierra, vemos a “Dios [que] está con nosotros”.
Satanás pinta a la Ley de amor de Dios como una ley egoísta. Declara que es imposible que obedezcamos sus preceptos. Él acusa al Creador por la caída de Adán y de Eva, nuestros primeros padres, y lleva a la humanidad a considerar que Dios es el autor del pecado, el sufrimiento y la muerte. Jesús debía desenmascarar ese engaño. Siendo uno de nosotros, debía dar un ejemplo de obediencia. Por eso tomó sobre sí nuestra naturaleza y pasó por las experiencias que nosotros pasamos. “Era necesario que en todo sentido él se hiciera semejante a nosotros, sus hermanos” (Heb. 2:17). Si tuviésemos que soportar algo que Jesús no soportó, Satanás tomaría ese detalle y diría que el poder de Dios no nos es suficiente. Por tanto, Jesús “ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros” (Heb. 4:15). Soportó toda prueba que podríamos enfrentar, y no ejerció en su favor poder alguno que no se nos haya ofrecido generosamente. Como todo ser humano, hizo frente a la tentación y venció con la fuerza que Dios le daba. Dejó en claro cuál es el carácter de la Ley de Dios, y su vida es una prueba de que nosotros también podemos obedecer la Ley de Dios.
Por medio de su humanidad, Cristo tocó a la humanidad; por medio de su divinidad se aferró al trono de Dios. Como Hijo del hombre nos dio un ejemplo de obediencia; como Hijo de Dios nos imparte poder para obedecer. Nos dice: “Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra” (Mat. 28:18). “Dios está con nosotros” es la garantía de que seremos salvados del pecado, la seguridad de que tendremos el poder para obedecer la Ley del cielo.
Cristo reveló que su carácter es el extremo opuesto del carácter de Satanás. “Cuando apareció en forma de hombre se humilló a sí mismo en obediencia a Dios y murió en una cruz como morían los criminales” (Fil. 2:7, 8). Cristo tomó la forma de un siervo y ofreció el sacrificio; él mismo fue el sacerdote, él mismo fue la víctima sacrificada. “Él fue [...] aplastado por nuestros pecados; fue golpeado para que nosotros estuviéramos en paz” (Isa. 53:5).

Fue tratado como nosotros merecemos

Cristo fue tratado como nosotros merecemos, para que nosotros pudiésemos ser tratados como él merece. Fue condenado por causa de nuestros pecados, en los que no había participado, con el fin de que nosotros pudiésemos ser justificados por medio de su justicia, en la cual no habíamos participado. Él sufrió la muerte que era nuestra, para que pudiésemos recibir la vida que era suya. “Gracias a sus heridas fuimos sanados” (Isa. 53:5).
Satanás estaba determinado a lograr una eterna separación entre Dios y los hombres; pero, al tomar nuestra naturaleza, el Salvador se unió con la humanidad por medio de un vínculo que nunca se romperá. “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito” (Juan 3:16). Lo dio no solo para morir como nuestro Sacrificio; lo dio para que llegase a ser uno más de la familia humana, y retuviese para siempre su naturaleza humana.
“Pues nos es nacido un niño, un hijo se nos es dado; el gobierno descansará sobre sus hombros”. Dios adoptó la naturaleza humana en la persona de su Hijo, y la ha llevado al más alto cielo. El “Hijo del hombre” será llamado “Consejero Maravilloso, Dios Poderoso, Padre Eterno, Príncipe de Paz”. (Isa. 9:6, énfasis añadido). El que es “santo y no tiene culpa ni mancha de pecado”, no se avergüenza de llamarnos hermanos y hermanas (Heb. 7:26; 2:11). El cielo está dentro de un cuerpo humano, y el Amor infinito abraza a toda la humanidad.
La exaltación de los redimidos será un testimonio eterno de la misericordia de Dios. “En los tiempos futuros”, Dios nos pondrá “como ejemplos de la increíble riqueza de la gracia y la bondad que nos tuvo, como se ve en todo lo que ha hecho por nosotros, que estamos unidos a Cristo Jesús”, “para mostrar la amplia variedad de su sabiduría a todos los gobernantes y autoridades invisibles que están en los lugares celestiales” (Efe. 2:7; 3:10).
A través de la obra de Cristo, el gobierno de Dios queda justificado. El Omnipotente se da a conocer como el Dios de amor. Cristo refutó las acusaciones de Satanás y desenmascaró su carácter. El pecado nunca podrá entrar nuevamente en el universo. A través de las edades eternas, todos estarán seguros contra la apostasía. Por medio del amor que se sacrifica a sí mismo, Jesús unió tierra y cielo con el Creador por medio de vínculos irrompibles.
Allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. La tierra, el mismo territorio que Satanás reclama como suyo, será honrada por encima de todos los demás mundos en el universo. Aquí, donde el Rey de gloria vivió, sufrió y murió, aquí es donde Dios vivirá con la humanidad, “Dios mismo estará con ellos como su Dios” (Apoc. 21:3). A través de las edades sin fin, los redimidos lo alabarán por este don tan maravilloso que no puede describirse con palabras: Emanuel, “Dios está con nosotros”.

Capítulo 2

El pueblo que debía recibirlo

Por más de mil años el pueblo judío había esperado la venida del Salvador. Y sin embargo, cuando vino, no lo conocieron. No vieron en él hermosura que lo hiciera deseable a sus ojos (ver Isa. 53:2). “Vino a lo que era suyo, pero los suyos no lo recibieron” (Juan 1:11).
Dios había elegido a Israel para preservar los símbolos y las profecías que señalaban al Salvador, para que fuesen como manantiales de salvación para el mundo. El pueblo hebreo entre las naciones debía revelar a Dios a los hombres. Al llamar a Abraham, el Señor le había dicho: “Por medio de ti serán bendecidas todas las familias de la tierra” (Gén. 12:3). El Señor declaró, por medio de Isaías: “Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos” (Isa. 56:7).
Pero los israelitas pusieron sus esperanzas en la grandeza mundanal y siguieron las costumbres de los paganos. No cambiaron cuando Dios les mandó advertencias por medio de sus profetas. No cambiaron cuando sufrieron el castigo de la conquista y la opresión pagana. A cada reforma le seguía una apostasía más profunda.
Si Israel hubiese sido fiel a Dios, él los habría elevado “muy por encima de todas las otras naciones que creó”, con “alabanza, honra y fama”. Les aseguró: “Cuando esas naciones se enteren de todos estos decretos, exclamarán: ‘¡Qué sabio y prudente es el pueblo de esa gran nación!’” (Deut. 26:19; 4:6). Pero a causa de su infidelidad, Dios solo pudo realizar sus planes a través de continua adversidad y humillación. Fueron llevados en cautiverio a Babilonia y dispersados por tierras de paganos. Mientras se lamentaban por el santo templo que había quedado desolado, hicieron resplandecer el conocimiento de Dios entre las naciones. Los sistemas paganos de sacrificios eran una distorsión del sistema que Dios había señalado; y muchos aprendieron de los hebreos el significado de los sacrificios como Dios los había planeado, y con fe aceptaron la promesa de un Redentor.
Muchos de los exiliados perdieron la vida por negarse a violar el sábado y observar fiestas paganas. Al levantarse los idólatras para aplastar la verdad, el Señor puso a sus siervos cara a cara con reyes y gobernantes, con el fin de que estos y sus pueblos pudiesen recibir luz. Los más grandes reyes fueron inducidos a proclamar que el Dios a quien adoraban los cautivos hebreos era supremo sobre todos.
Durante los siglos que siguieron a la cautividad en Babilonia, los israelitas fueron curados de la adoración a las imágenes, y se convencieron de que su prosperidad dependía de su obediencia a la ley de Dios. Pero la obediencia de muchos del pueblo era por un motivo egoísta. Servían a Dios como medio para alcanzar la grandeza nacional. No llegaron a ser la luz del mundo, sino que se aislaron con el fin de escapar de la tentación. Dios había restringido que se asociaran con los idólatras para impedir que adoptaran prácticas paganas. Pero malinterpretaron esa instrucción. La usaron para construir un muro de separación entre Israel y las demás naciones. El pueblo de Israel, de hecho, estaba celoso ¡de que el Señor mostrara misericordia a los gentiles!

Cómo se distorsionaron los servicios del Santuario

Después de regresar de Babilonia, por todo el país se erigieron sinagogas, en las cuales los sacerdotes y escribas explicaban la ley. Había escuelas que sostenían que enseñaban los principios de la justicia. Pero durante el cautiverio, muchos del pueblo habían adquirido ideas paganas, y las fueron incorporando a su ceremonial religioso.
Cristo mismo había instituido esos rituales. Todo el servicio ritual era un símbolo de él, y estaba lleno de vitalidad y belleza espiritual. Pero el pueblo israelita perdió la vida espiritual de sus ceremonias y confió en los sacrificios y los ritos en sí mismos, en vez de confiar en aquel a quien estos señalaban. Con el fin de suplir lo que habían perdido, los sacerdotes y los rabinos agregaron muchos requerimientos de su invención. Cuanto más rígidos se volvían, tanto menos del amor de Dios mostraban.
Los que trataban de observar los rigurosos y agobiantes preceptos rabínicos, no podían hallar descanso de una conciencia intranquila. Así Satanás obraba para desanimar al pueblo, para rebajar su concepto del carácter de Dios y para dejar en ridículo la fe de Israel. Esperaba demostrar lo que había sostenido cuando se rebeló en el cielo: nadie puede obedecer los requerimientos de Dios. Él declaraba que incluso Israel no guardaba la Ley.

A la espera de un falso mesías

El pueblo de Israel no tenía un verdadero concepto de la misión del Mesías. No buscaban ser salvados del pecado, sino ser liberados de los romanos. Esperaban que el Mesías exaltara a Israel al dominio universal. Así se fue preparando el camino para que rechazaran al Salvador.
En el tiempo cuando Cristo nació, la nación estaba irritada bajo el gobierno de sus amos extranjeros y atormentada por divisiones internas. Los romanos nombraban o removían al sumo sacerdote, y a menudo personas corruptas llegaban a ese cargo por medio de sobornos y aun homicidios. Así, el sacerdocio se volvió cada vez más corrupto. El pueblo estaba sujeto a exigencias despiadadas, y también a los costosos impuestos de los romanos. El descontento, la codicia, la violencia, la desconfianza y la apatía espiritual estaban socavando el corazón de la nación. El pueblo, en sus tinieblas y opresiones, anhelaban que alguien le devolviera el reino a Israel. Habían estudiado las profecías, pero sin percepción espiritual. Interpretaban las profecías de acuerdo con sus deseos egoístas.

Capítulo 3

El pecado de Adán y Eva, y “el tiempo establecido”

Cuando Adán y Eva oyeron por primera vez la promesa de la venida del Salvador, esperaban que se cumpliese muy pronto. Le dieron la bienvenida a su hijo primogénito, esperando que fuese el Libertador. Pero los que recibieron primero la promesa murieron sin verla cumplida. La promesa fue repetida por medio de los patriarcas y los profetas, manteniendo viva la esperanza de su llegada. Y sin embargo, no vino. La profecía de Daniel revelaba el tiempo de su advenimiento, pero no todos interpretaban correctamente el mensaje. Transcurrió un siglo tras otro. Naciones ocuparon y oprimieron a Israel, y muchos se inclinaban a exclamar: “Su cumple el tiempo, pero no la visión” (Eze. 12:22).
Pero como las estrellas que cruzan los cielos en su órbita señalada, los planes de Dios no tienen prisa ni pausa. En el concilio celestial se había determinado la hora en que Cristo debía venir. Cuando el gran reloj del tiempo marcó esa hora, Jesús nació en Belén.
“Cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo” (Gál. 4:4). El mundo estaba listo para la llegada del Libertador. Las naciones estaban unidas bajo un mismo gobierno. Había una lengua internacional muy difundida. De todos los países, los judíos de la diáspora, dispersos por el mundo, viajaban a Jerusalén para asistir a las fiestas anuales. Al volver a los países en donde vivían, podrían difundir por el mundo la noticia de la llegada del Mesías.
Los sistemas paganos estaban perdiendo su poder sobre la gente. Las personas deseaban con vehemencia una religión que pudiese satisfacer el corazón. Los que buscaban la luz anhelaban conocer al Dios vivo, anhelaban tener alguna seguridad de que había vida más allá de la tumba.

Muchos anhelaban un Libertador

La fe del pueblo de Israel se había empañado, y la esperanza casi había dejado de iluminar el futuro. Para las muchedumbres, la muerte era un temible misterio; mas allá de la tumba, todo era incierto y oscuridad. En “la tierra donde la muerte arroja su sombra”, las personas vivían su lamento sin consuelo. Esperaban con ansias la llegada del Libertador, cuando se aclararía el misterio de lo futuro.
Fuera de la nación judía, hubo personas que buscaban la verdad, y a estas Dios les impartió el Espírit...

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