Política de la literatura
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Política de la literatura

Jacques Rancière

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Política de la literatura

Jacques Rancière

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En el horizonte contemporáneo, diríase que nada le es ajeno a este impenitente discípulo de la escuela althusseriana: lo ideológico y lo estético constituyen por igual sus genuinos objetos de estudio. Pues lejos del sistema filosófico que pretende reorganizar el universo y de la intervención especializada con una jerga específica, la obra de Jacques Rancière (Algiers, 1940) es un aporte crítico y personal en los más diversos campos de la cultura, sin presupuestos, sin compromisos, sin concesiones.Esta Política de la literatura continúa, con distintos abordajes y matices, una línea de reflexión que viene ocupando al filósofo desde años atrás: ¿en qué sentido puede decirse que el arte en general y la literatura en particular tienen un valor social y un sentido político? Guiado por el axioma de que "la literatura hace política en tanto literatura", el volumen discute con la moderna teoría literaria y se detiene en algunas estaciones insoslayables: Flaubert, Mallarmé, Proust, Brecht… y hasta Borges.

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Information

Year
2020
ISBN
9789875994928
Prólogo
En el prefacio a su compilado La politique des poètes. Pourqoui des poétes en temps de détresse? (“La política de los poetas. ¿Para qué poetas en tiempos de miseria?”), de 1992, Jacques Rancière describía el singular modo de pertenecer a la política que es propio de los poetas como una appartenance inappartenante, una “pertenencia desperteneciente”. Más de una década después, esta Política de la literatura que aquí presentamos continúa el análisis de esa problemática relación, fundacional para occidente (basta con pensar en Platón), y con nuevos planteos la lleva a un extremo de lucidez y provocatividad. Combinando ensayos teóricos de espectro más amplio con análisis de autores y de temas puntuales, el presente volumen viene a complementar –pues en un autor tan prolífico nunca podría hablarse de “completar”– un itinerario cuyo origen data ya de la década del setenta y que al día de hoy cuenta con algunos hitos tan dignos de mención como lo son el estudio Mallarmé (1996) y La parole muette (“La palabra muda”, 1998), un “ensayo sobre las contradicciones de la literatura” que encaraba de lleno la presunta pureza poética para tantear el suelo social sobre el que se ha desplegado, en una tradición reflexiva que se remonta a Sartre, a Blanchot, e incluso a Barthes, sólo que ahora con mayor perspectiva histórica.
En verdad, esta larga serie de reflexiones sobre la naturaleza del quehacer poético-literario no hace sino retomar la clásica (e infructuosa) búsqueda de la “literatureidad”, una verdadera obsesión de la teoría literaria del siglo XX, y dentro de la obra de este filósofo argelino expresa, como un subtema, el sentido general de sus indagaciones, a saber: poner orden en la cultura contemporánea detectando las actuales especificidades de cada ámbito y cada discurso, ya sea la política, la estética, o la historia. Pero Rancière no es Habermas, ni Bourdieu, ni quiere serlo. Su particular modo de hacer orden no invoca un master plan de la Modernidad (deliberadamente la nombro aquí con mayúscula), ni se propone discriminar y tabular los diversos campos del hacer y del saber al modo ilustrado. Toda segmentación de la vida humana –ya sea en esferas, en sistemas, o en cualquier otra entidad– implica una postulación ideal, pero en el trabajo de este pensador se ha venido haciendo evidente la fascinación que le producen las fronteras epistemológicas y gnoseológicas mismas como zona productiva de comprensión de nuestro mundo (de ahí su atención a las varias formas del desacuerdo, el disenso y el malentendido), al tiempo que cuando sondea el interior del ámbito de turno, más que encontrar una lógica propia lo que encuentra son contradicciones, que motivan más aún su curiosidad; de aquí que los neologismos y las aparentes paradojas que pueblan sus textos estén siempre al servicio de forzar ciertos presupuestos y ciertas fronteras, y nunca como fuegos de artificio. No por azar, en efecto, Alain Badiou ha señalado que la obra de Rancière está “entre la historia y la filosofía, entre la filosofía y la política, y entre el documento y la ficción”. Tan sólo citaré, con ánimo ilustrativo de esta postura, los títulos Aux bords du politique (“En los bordes de lo político”, 1998), Le partage du sensible. Esthétique et politique (“El reparto de lo sensible. Estética y política”, 2000), y Le tournant éthique de l’esthétique et de la politique (“El viraje ético de la estética y de la política”, 2004); como se ve, todos estos nombres, más allá de los trabajos específicos que anuncian, delatan un programa subyacente y consistente. Porque lejos de percibir compartimentos estancos, regidos por valores particulares, Rancière prefiere avistar fenómenos dinámicos, en continua interpenetración, y que obedecen a idiosincrasias epocales (de allí también su tendencia a re-periodizar los últimos siglos en términos político-culturales). A sus ojos, la differentia specifica de las actividades que se realizan en el seno de una polis gigantesca y compleja como lo es la sociedad moderna jamás puede implicar la supresión de una cualidad fundante como lo es la política; si desde Max Weber y Carl Schmitt nos hemos acostumbrado a preguntarnos qué es lo que diferencia a la política de las demás esferas de acción humana, Rancière explora cuál es la política sui generis que inevitablemente se articula –sépaselo o no– en cada práctica social y en cada modo escritural. Una línea de trabajo de la que el presente tomo constituye el punto más alto.
En todo esto, ciertamente, Rancière está a tono con sus contemporáneos más cercanos. Hoy en día, Badiou busca lo filosófico de la literatura (y no la filosofía en la literatura) y Rosanvallon identifica lo “contrademocrático” como desarrollo superior de la democracia, siguiendo líneas de investigación que no están alejadas de los caminos que oportunamente recorre Rancière cuando revisa el estado actual de la filosofía y la democracia, por caso. De hecho, bastará con que el lector de este libro hojee sus páginas para que advierta el típico vicio francés –si se me permite la licencia– de citar una cantidad enorme de autores connacionales por sobre los de otro país (el artículo sobre Brecht, que justamente constituye una excepción, data de 1979). Y es que en ninguna otra nación como en la francesa los pensadores se sienten parte de un universo integral, sin importar lo mucho que puedan enfrentarse entre sí.
Jacques Rancière nació en 1940, en Algiers, y actualmente es profesor emérito de filosofía en la joven y sin embargo ya legendaria Universidad de París VIII (Vincennes-Saint Denis), que surgió gracias a las protestas de 1968 y que supo contar entre sus filas nada menos que con Foucault, Lyotard y Deleuze. Hizo su nombre inicial como discípulo de Althusser, con quien rompió ya en aquel tórrido mayo del 68 para no romper con el compromiso social (en El filósofo y sus pobres, de 1983, ha mostrado ácidamente el papel que juegan los “pobres” en la mente de los intelectuales). Su obra, por suerte, está llegando casi en su totalidad al mundo de habla hispana, aunque previsiblemente lo hace de manera desordenada. Su tesis doctoral La nuit des prolétaires (“La noche de los proletarios”, 1981) recién aparece por estos días en lengua española, sus trabajos sobre política y estética van siendo publicados en una forma discontinua que impide comprender la evolución de su pensamiento, y algunos de sus estudios e intervenciones periodísticas aún permanecen inéditos. Pero es evidente que nuestro ámbito, si no el mundo occidental todo, hoy vive una eclosión del trabajo de Rancière, que de su althusserianismo de juventud ha sabido desplazarse hacia un rol maduro y personalísimo. Sin resonancia posmoderna alguna, me atrevería a calificar ese rol como el de un crítico intersticial, no porque se solace en ocupar espacios indefinidos y a salvo de toda racionalidad argumentativa (los místicos oportunistas y los hermeneutas trasnochados son lo que abunda y no daña), sino porque opera críticamente en los márgenes de las disciplinas, y más aún, porque opera meta-disciplinariamente y auto-críticamente, consciente de que toda producción simbólica no puede darse el lujo de olvidar que vivimos en un mundo injusto y deliberadamente opaco. La rica antología que aquí presentamos fue publicada en 2007 por la editorial Galilée, que de alguna manera encarna el legado vivo de otro gran argelino, Jacques Derrida; la pasión por la destrucción de presupuestos y lugares comunes mancomuna también a ambos colegas y compatriotas.
Rancière es hoy es uno de los mayores intelectuales europeos porque ha sabido combinar magistralmente las méritos de un lector sagaz y de un militante impenitente. En un mundo de “críticos” que medran en la academia al precio de no criticar ninguna instancia con cierto poder más o menos efectivo (empezando por la academia misma), cada incómoda página suya es un soplo de viento refrescante.
Política de la literatura
La política de la literatura no es la política de los escritores. No se refiere a sus compromisos personales en las pujas políticas o sociales de sus respectivos momentos. Ni se refiere a la manera en que estos representan en sus libros las estructuras sociales, los movimientos políticos o las diversas identidades. La expresión “política de la literatura” implica que la literatura hace política en tanto literatura. Supone que no hay que preguntarse si los escritores deben hacer política o dedicarse en cambio a la pureza de su arte, sino que dicha pureza misma tiene que ver con la política. Supone que hay un lazo esencial entre la política como forma específica de la práctica colectiva y la literatura como práctica definida del arte de escribir.
Plantear así el problema obliga a explicitar los términos. Primero lo haré brevemente en lo que concierne a la política. Se la confunde a menudo con el ejercicio del poder y la lucha por el poder. Pero no basta con que haya poder para que haya política. Incluso no basta con que haya leyes que regulan la vida colectiva. Es preciso que exista la configuración de una forma específica de comunidad. La política es la constitución de una esfera de experiencia específica donde se postula que ciertos objetos son comunes y se considera que ciertos sujetos son capaces de designar tales objetos y de argumentar sobre su tema. Pero esta constitución no es un dato fijo, basado en una invariable antropológica. El dato sobre el que se apoya la política siempre es litigioso. Una célebre fórmula aristotélica declara que los hombres son seres políticos porque poseen la palabra que permite poner en común lo justo y lo injusto, mientras que los animales sólo poseen la voz, que expresa el placer o la pena. Mas la cuestión es saber quién es apto para juzgar lo que es palabra deliberativa y lo que es expresión de desagrado. En cierto sentido, toda la actividad política es un conflicto para decidir qué es palabra o grito, para volver a trazar las fronteras sensibles con las que se certifica la capacidad política. La República de Platón muestra directamente que los artesanos no tienen tiempo de hacer otra cosa que su trabajo: su ocupación, su empleo del tiempo y las capacidades que los adaptan les impiden acceder a ese suplemento que constituye la actividad política. Pues la política comienza precisamente cuando ese hecho imposible vuelve en razón, cuando esos y esas que no tienen el tiempo de hacer otra cosa que su trabajo se toman ese tiempo que no poseen para probar que sí son seres parlantes, que participan de un mundo común, y no animales furiosos o doloridos. Esa distribución y esa redistribución de los espacios y los tiempos, de los lugares y las identidades, de la palabra y el ruido, de lo visible y lo invisible, conforman lo que llamo el reparto de lo sensible. La actividad política reconfigura el reparto de lo sensible. Pone en escena lo común de los objetos y de los sujetos nuevos. Hace visible lo que era invisible, hace audibles cual seres parlantes a aquellos que no eran oídos sino como animales ruidosos.
La expresión “política de la literatura” implica, entonces...

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