Breve historia del mundo
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Breve historia del mundo

Merry E. Wiesner-Hanks

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Breve historia del mundo

Merry E. Wiesner-Hanks

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Este libro cuenta la historia de la humanidad como productores y reproductores desde el Paleolítico hasta el presente. La prestigiosa historiadora social y cultural Merry E. Wiesner-Hanks analiza desde una nueva perspectiva la historia global al examinar los desarrollos sociales y culturales en todo el mundo, incluyendo en su estudio tanto a las familias y los grupos de parentesco como las jerarquías sociales y de género, las sexualidades, las razas y las etnias, el trabajo, la religión, el consumo o la cultura material. La autora examina cómo estas estructuras y actividades cambiaron a lo largo del tiempo a través de procesos locales y de interacciones con otras culturas, destacando desarrollos clave que definieron épocas particulares, como el crecimiento de las ciudades o la creación de una red comercial de carácter global. Al incorporar forrajeadores, granjeros y trabajadores de fábricas junto con chamanes, escribas y secretarias, el libro amplía y alarga la historia humana, haciendo singulares comparaciones y generalizaciones, pero también anotando diversidades y particularidades notables, ya que examina los asuntos sociales y culturales que están en el corazón de las grandes preguntas de la historia mundial actual.Un libro fascinante y valiente que obliga a repensar la historia de la humanidad en clave global.

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Information

Year
2020
ISBN
9788446050155
Topic
History
Index
History
1
Familias recolectoras y agricultoras (hasta el 3000 AEC)
Hace unos 10.000 años, un grupo de jóvenes entró en una cueva en el valle del río Pinturas, en lo que ahora es el sur de Argentina. Apoyaron sus manos en la pared de la cueva y, usando tubos hechos de hueso, soplaron pintura fabricada con pigmentos minerales de diferentes colores en torno a sus manos para crear siluetas. Ellos mismos, u otras personas que vivieran más o menos en la misma época, pintaron también escenas de caza con seres humanos, animales, aves y unas bolas de piedra atadas a la punta de unas cuerdas, con las que capturaban esas aves y esos animales. Alguien pintó también patrones geométricos y en zigzag y, a juzgar por los círculos de pintura que se pueden ver en el techo de la cueva, lanzó hacia arriba bolas empapadas de pintura. Sabemos que eran jóvenes, porque las manos son un poco más pequeñas que las adultas, y sabemos que eran un grupo porque son todas diferentes. La mayoría son manos izquierdas, lo que nos indica que la mayoría de estos individuos eran diestros, porque normalmente sostendrían el tubo para soplar con la mano que solían usar para hacer el resto de las tareas. Lo que no sabemos es qué originó este proyecto de grupo en la Cueva de las Manos, como se conoce ahora a ese lugar. Podría haber sido una ceremonia de entrada en la madurez en la que los adultos condujeran con solemnidad a los adolescentes, o podría haber sido un ritual de madurez menos formal llevado a cabo por los propios adolescentes, como lo que ahora sería una sesión de firmas grafiteras. Podrían haber estado simplemente jugando. No importa demasiado por qué se pintó, la cueva nos proporciona unas potentes pruebas sobre muchos aspectos de la sociedad humana temprana: la inventiva tecnológica, el pensamiento simbólico, la cohesión social. Estas siluetas, y otras huellas de manos similares que se han descubierto a lo largo de todo el mundo, indican que el impulso de decir «yo estuve aquí» y «nosotros estuvimos aquí» es muy antiguo. La gente más tarde expresaría estas cosas mediante la escritura y se colocarían a sí mismos y a su grupo dentro de escalas de tiempo y espacio más grandes, pero los jóvenes que dejaron las huellas de sus manos en la Cueva de las Manos sabían que quienes entraran posteriormente las verían. Estaban creando intencionadamente un registro de los acontecimientos pasados para las personas del futuro, lo que llamaríamos una historia.
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Ilustración 1.1 Huellas de manos en la Cueva de las Manos, Argentina, hechas alrededor del año 8000 AEC, con pigmentos minerales soplados a través de unos tubos hechos de hueso para crear las siluetas.
Junto con las huellas de sus manos, las personas que pintaron la Cueva de las Manos también dejaron herramientas hechas de hueso y piedra. Las herramientas fabricadas con materiales duros son los tipos de evidencias más comunes que sobreviven del pasado remoto humano y conforman las maneras en las que hablamos (y pensamos) acerca de ese pasado. En el siglo XIX, el académico danés C. J. Thomsen, cuando estudiaba las colecciones de esas herramientas en Copenhague, diseñó un sistema para dividir la historia humana en eras. Así, la era humana más remota se convirtió en la Edad de Piedra, la siguiente era en la Edad de Bronce y la siguiente en la Edad de Hierro. La progresión Piedra/Bronce/Hierro no encaja muy bien en muchas partes del mundo, en especial si se usa como una medición general del progreso tecnológico: en algunos lugares, el hierro fue el primer metal que tuvo un impacto importante y, en muchos lugares, se desarrollaron tecnologías muy complejas sin metales. También ignora los útiles construidos con materiales más suaves (como las fibras vegetales, los tendones y el cuero) o con materiales orgánicos que, en general, se han degradado (como la madera) pero que eran componentes importantes de la caja de herramientas humana. Y se centra en las herramientas y no en otros objetos materiales o en los factores no materiales. A pesar de sus limitaciones, no obstante, el sistema de las tres edades de Thomsen ha sobrevivido. Más tarde, otro académico dividió la Edad de Piedra en la Edad de la Piedra Antigua, o era Paleolítica, durante la cual la comida se obtenía principalmente mediante la recolección, seguida de la Edad de la Piedra Nueva, o era Neolítica, que vio el inicio de la domesticación animal y vegetal. Arqueólogos más recientes han dividido aún más el Paleolítico en Inferior, Medio y Superior (si trabajan sobre Europa y Asia) o Alto, Medio, Bajo (si trabajan sobre África), una vez más basándose principalmente en las herramientas que han sobrevivido, con más subdivisiones y variaciones geográficas.
Además de las herramientas y las pinturas, en algunos lugares sobreviven otras pruebas físicas, incluyendo huesos fosilizados, dientes y otras partes del cuerpo; pruebas de preparaciones culinarias, como huesos de animales fosilizados con marcas de corte o abrasiones; o agujeros en los que una vez estuvieron los postes esquineros de una casa. Afortunados accidentes han conservado materiales en unos pocos lugares cuando en la mayoría de los sitios han desaparecido: están en las profundidades de una cueva, o las laderas han impedido que el viento y el agua los desgastaran, o la naturaleza química de las turberas ha impedido su decadencia. A todas estas pruebas, los estudiosos cada vez más les aplican análisis químicos y físicos, junto con la observación atenta. Estos exámenes incluyen, entre otros, análisis de los patrones de desgaste de las herramientas de piedra (denominado análisis de microrrastros), análisis químicos de los huesos o de las heces fosilizadas para determinar las fuentes alimentarias y otras cosas (denominado análisis de isotopos estables), pruebas genéticas para examinar el ADN, y diversos métodos de datación, como la datación termoluminiscente de los sedimentos, la datación mediante resonancia de espín electrónico de los dientes, y la datación mediante el carbono-14 de los materiales orgánicos. A esto se añaden las pruebas aportadas por la lingüística comparada, la primatología, la etnografía, la neurología y otros campos de investigación.
Juntando toda esta información, la arqueología, la paleontología y otras disciplinas han desarrollado una concepción de la primera historia humana cuyas líneas básicas son ampliamente compartidas, aunque, al igual que ocurre en la física o en la astronomía, los nuevos hallazgos estimulen y hagan replanteárselo todo. Este capítulo traza esa historia, empezando con la evolución de los homínidos y de las diversas especies del género Homo, examinando los modos de vida, las estructuras de parentesco, el arte y los rituales de los primeros recolectores y evaluando las formas en las que la domesticación de las plantas y los animales permitió la creación de estructuras sociales jerárquicas a mayor escala y de formas culturales más elaboradas.
Interpretar los restos parciales y diseminados del pasado humano implica especulación, en especial cuando hablamos de temas culturales y sociales. Por sí mismas, las herramientas y el resto de los objetos en general no revelan quiénes los hicieron o quiénes los usaron (aunque a veces esto pueda determinarse a partir de la ubicación en la que se encontraron) y tampoco indican qué valor tenían para sus creadores o usuarios. Como las pruebas son cada vez más escasas y su conservación más accidental a medida que nos remontamos más por el curso de la historia, las controversias acerca de cuánto podemos deducir de ellas son especialmente intensas entre quienes estudian las primeras etapas de la historia humana.
LA SOCIEDAD Y LA CULTURA ENTRE OTROS HOMÍNIDOS
Estas controversias incluyen una cuestión muy básica, que aparentemente versa sobre la periodización pero que, en realidad, es filosófica: ¿Cuándo debería comenzar el relato de la sociedad y de la cultura? Los científicos europeos del siglo XVIII que se inventaron el sistema que usamos ahora para clasificar los organismos vivos, colocaron a los humanos dentro del reino animal, en el orden de los primates, la familia Hominidae y el género Homo. El resto de los miembros supervivientes de la familia de los homínidos son los grandes monos –chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes– y hay primatólogos que los estudian y que se encuentran bastante cómodos hablando por ejemplo, de la sociedad chimpancé o incluso de la cultura chimpancé. Todos los grandes simios –y determinados animales y aves también– usan herramientas y viven en jerarquías sociales completas, y un bonobo, Kanzi, que vive ahora con un pequeño grupo de sus parientes en el Iowa Primate Learning Sanctuary de Des Moines, puede fabricar herramientas de piedra afiladas, recoger leña, hacer fuego y cocinar su comida después de haber observado hacer estas cosas a los humanos que lo cuidan. Se le ha enseñado a reconocer, responder y elegir, en una pantalla, símbolos que representan objetos o ideas, pero aún se debate acaloradamente sobre si es capaz de recombinar símbolos para producir ideas nuevas o de reconocer que, tanto él como los seres humanos que lo rodean, lo están haciendo.
Estas dos características –combinar símbolos de maneras nuevas y entender que tanto uno mismo como los demás tienen vidas interiores y conciencia– son actualmente el núcleo de lo que la mayoría de la comunidad científica considera que es el abismo entre los seres humanos y el resto de las especies. (Otras características que se han propuesto, como la fabricación de utensilios, la conciencia de la muerte, el sufrimiento, el altruismo, el poder contar, ahora ya se sabe que son compartidas por otros animales.) El pensamiento simbólico implica la creación de un lenguaje simbólico o sintáctico, es decir, de una manera de comunicarse que sigue determinadas reglas y que puede referirse a objetos o estados que no estén necesariamente presentes. Puede ser oral, gestual, escrito o una combinación de estos, pero debe ser compartido con al menos otro ser para que sea un lenguaje. La comunicación simbólica permite una mejor comprensión y manipulación del mundo y puede transmitirse de una generación a la siguiente, permitiendo por lo tanto explicaciones colectivas y plurigeneracionales acerca de ese mundo. La conciencia de la conciencia –lo que la filosofía llama una «teoría de la mente»– es también una característica tan cognitiva como social. Implica no solamente una respuesta ante lo que los demás están haciendo (algo que los animales claramente hacen), sino también un razonamiento acerca de lo que los demás sienten o piensan, reconociendo que tienen un propósito, así como hacer abstracciones acerca de por qué podrían estar haciendo eso.
Los primatólogos que trabajan con Kanzi afirman que él hace ambas cosas, pero otras personas que le han observado piensan que se trata de un caso de antropomorfismo. Quienes han estudiado a los primeros homininos –la división subfamiliar dentro de la familia de los homínidos que nos incluye (pero que excluye a los grandes simios)– están igualmente divididos. Hay quien piensa que cualquier debate sobre la cultura entre los homininos del pasado que no eran usuarios del lenguaje simbólico es también una especie de antropomorfismo, en el que proyectamos nuestra manera de pensar sobre seres que no eran parecido nosotros o, al menos, que son eran lo bastante como nosotros como para tener algo que se pueda llamar «cultura». Clive Gamble y otros afirman que este punto de vista es muy limitado y consideran que el pensamiento simbólico se expresaba mediante objetos y mediante el cuerpo mismo millones de años antes de que se expresara oralmente, conectando a los homininos en redes sociales de entendimiento compartido.
Todos los bandos en estos debates acerca de cuándo empezó están sin embargo de acuerdo en dónde empezó: los humanos evolucionaron en África, donde hace unos 6 o 7 millones de años algunos homínidos empezaron a caminar erguidos al menos parte del tiempo. Inicialmente, estos homínidos combinaban el movimiento sobre dos patas en el suelo y de cuatro patas en los árboles pero, a lo largo de muchos milenios, las estructuras de los esqueletos y músculos de algunos de ellos evolucionaron para facilitar su caminar erguidos. Esto incluía a grupos que vivían en el sur y el este de África empezando hace unos 4 millones de años, lo que la paleontología sitúa en el género Australopithecus, pequeños homínidos con unos cuerpos lo bastante ligeros como para moverse fácilmente en los árboles, pero con unos miembros traseros que les permitían un movimiento bípedo eficaz. Hace unos 3,4 millones de años, algunos australopitecos empezaron a usar objetos que encontraban en la naturaleza como utensilios para desollar animales, como prueban las marcas de corte y de raspado en huesos fosilizados de animales. Esto les dio una capacidad de elección mayor acerca de cuándo y dónde comer, puesto que podían cortar la carne en porciones para llevar consigo. En algún momento, determinados grupos en África Oriental, además de usar los utensilios, empezaron a fabricarlos; los primeros que ahora se han identificado tienen 2,6 millones de años, pero los arqueólogos sospechan que se encontrarán otros aún más antiguos. Los homínidos golpeaban una piedra con otra para hacer saltar lascas afiladas que los arqueólogos contemporáneos han descubierto que son capaces de despiezar (aunque no de matar) a un elefante y se llevaban las rocas para fabricar estas herramientas de piedra de un lugar a otro.
Como para hacer cualquier cosa, para fabricar estas lascas de piedra se requiere intención, destreza y capacidad física, esta última proporcionada por una mano capaz de sostener la piedra «martillo» con precisión, con un pulgar oponible y músculos delicados capaces de manipular objetos. No está claro por qué los australopitecos desarrollaron esta mano, que era muy diferente de la mano menos flexible (pero mucho más fuerte) del resto de los primates, pero lo que sí está claro que es que ya la tenían cuando empezaron a fabricar utensilios. La mano humana no evolucionó para usar o hacer herramientas, sino que usaba herramientas porque ya había evolucionado. Esto es, por lo tanto, lo que la paleontología llama una «exaptación»: algo que ha evolucionado al azar, o por una razón que aún no comprendemos, pero que después se ha empleado para un fin específico. Otras estructuras dentro del cuerpo que resultaron esenciales para los desarrollos posteriores –como la laringe, de la que luego hablaremos– fueron también exaptaciones. (Muchas estructuras sociales y formas culturales fueron también exaptaciones –se desarrollaron por razones que nos son desconocidas, o tal vez sencillamente como experimentos, pero después se convirtieron en tradiciones; con posterioridad se inventaron explicaciones sobre cómo se originaron, que probablemente no tienen mucho que ver con cómo se han desarrollado realmente.)
Parece que los australopitecos comían cualquier cosa que tuvieran a mano, y los huesos fosilizados de animales, los dientes fosilizados y otras pruebas indican que esto incluía carne. Los paleontólogos creen que lo más probable es que fueran carroñeros; los australopitecos podrían robar cadáveres que los leopardos hubieran escondidos en los árboles o dedicarse a «recolectar por la fuerza», lanzando piedras con sus manos flexibles para alejar a otros depredadores. Esto sugiere que vivían en grupos más numerosos que unos pocos individuos emparentados. Vivir en grupos grandes les habría permitido también evitar de manera más eficaz a los depredadores –pues los homininos eran presas además de depredadores– y puede haber alentado unas comunicaciones más complejas.
Estas nuevas herramientas y los comportamientos innovadores que trajeron consigo emergieron entre los australopitecos, que también se dividieron en diferentes especies en diversas partes de África. Hace aproximadamente dos millones de años, una de estas ramas dio lugar a un tipo diferente de homininos que más tarde la paleontología consideró como el primero del género Homo. Cuál de los fósiles que se han encontrado en África Oriental debe categorizarse como el del primer Homo es una cuestión en debate, porque esto depende de qué rasgos anatómicos o patrones de comportamiento indicados en los huesos y en las piedras dispersas de los restos fósiles se considere exactamente que convierten a un hominino en Homo (y, por lo tanto, lo designa como nuestro ancestro). Entre los candidatos están el Homo habilis (humano hábil) y el Homo ergaster (humano trabajador), nombres que indican que la esencia del ser humano, para los arqueólogos que inventaron estos términos en las décadas de 1960 y 1970, era la habilidad para fabricar objetos. Y el Homo fabricaba objetos: primero utensilios de piedra afilada con fines varios, que en general se llaman hachas de mano, y después versiones ligeramente especializadas de estas. Esto indica una mayor inteligencia y los restos esqueléticos lo confirman, pues estos primeros miembros del género Homo tenían un cerebro más grande que los australopitecos. También tenían unas caderas más estrechas, piernas más largas y pies que indican que eran totalmente bípedos, pero aquí hay algo irónico: la pelvis más ligera y esbelta hacía que fuera difícil parir a un bebé con el cerebro más grande. Los cerebros grandes también exigían más energía para funcionar que otras partes del cuerpo, por lo que los animales de cerebro más grande tenían que ingerir más calorías que los de cerebro pequeño.
Esta discrepancia entre el cerebro y la pelvis tuvo muchas consecuencias, incluyendo efectos sociales, que habrían comenzado con el Homo ergaster. La pelvis limita cuánto puede expandirse el cerebro antes del nacimiento, lo que significa que, entre los humanos modernos, buena parte del crecimiento cerebral ocurre después del nacimiento; los huma...

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