Conocimiento expropiado
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Conocimiento expropiado

Epistemología política en una democracia radical

Fernando Broncano

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Epistemología política en una democracia radical

Fernando Broncano

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""En estos tiempos en que todo lo que somos lo medimos y lo vemos como capital, disputar el concepto de conocimiento es disputar la vida misma." Las formas más invisibles de injusticia tienen que ver con lo intangible, con el dominio sobre la información y el conocimiento. Modos de opresión y de exclusión que la política no suele considerar porque se ha construido sobre la mentira de que la verdad no cuenta, solo cuenta lo que se cree que es verdad: solo la manipulación de las opiniones. Se oculta cuidadosamente que tener el poder sobre aquello que se sabe, y sobre aquello que se ignora, es también una forma lacerante de desigualdad. El neoliberalismo es también una forma estratégica de ignorancia, de injusticia y de silenciamiento. Contra la ceguera, este libro afirma lo contrario: toda política es política epistemológica y toda epistemología es epistemología política. La democracia es, también, un proyecto de libertad, igualdad y fraternidad epistémicas."

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Information

Year
2020
ISBN
9788446050209
PRIMERA PARTE
Epistemologías vulnerables.
El valor del conocimiento como fuente
de la agencia en común
CAPÍTULO II
Epistemologías de la derrota.
El conocimiento como proyecto de emancipación
La epistemología moderna nace de la derrota y de un deseo de redención. Por razones históricas que es imprescindible conocer, venimos de una cultura mesiánica. De las dos o tres grandes cosmogonías de la historia presentes en el mundo contemporáneo, las culturas que configuran esa extraña entidad que calificamos como Occidente, y que tan inaccesible es a una definición, se construyen sobre una promesa. Una promesa es un imaginario colectivo que se extiende en el tiempo y que por ello está enmarcada en las formas del tiempo articuladas por las culturas. El tiempo de los griegos distinguía lo inmediato, lo que aparece como algo significativo con el nombre de kairós, de lo público (la rutina de los días y las horas del tiempo), nombrado con el término de kronos, y, por último, las épocas largas que construyen la historia natural, que identifica el apelativo aión. En la fase más multicultural del helenismo, Pablo de Tarso, tan central en la configuración de la cultura occidental, introdujo un elemento nuevo: la posible bifurcación del pasado y el futuro en el momento presente (Agamben, 2006). Así, lo mesiánico introduce el tiempo en el reino de lo posible (de lo que podría haber sido, de lo que podría no haber sido, de lo que podría ser, de lo que podría no ser…) en un tiempo en el que parece configurarse una suerte de promesa de redención o, al menos, de emancipación del tiempo de caída de la humanidad.
La mezcla de lo paulino y lo griego alimenta un humus del que nacen todas las filosofías de la historia que enmarcan los grandes programas políticos y sociales de nuestro tiempo. La idea de promesa está estructuralmente encajada en los cimientos de la Ilustración. En este sentido, la promesa, como vínculo o religación entre el pasado, el presente y el futuro, se introduce en el lugar del aión y de los imaginarios colectivos que organizan las postrimerías u horizontes más largos de nuestra percepción histórica. No es relevante aquí que la promesa la haya enunciado alguna suerte de agente externo, como afirman las religiones, o que, por el contrario, esté implícita en los marcos metafísicos en los que adquieren significados nuestras vidas más sofisticadas en una sociedad urbana, metropolitana, cosmopolita. La Ilustración se articula alrededor de estas dos ofertas, política la primera, epistémica la segunda: «el Estado os protegerá frente al desorden y las fuerzas que vengan tanto desde fuera como desde dentro», y «el conocimiento os abrirá un espacio de libertad frente al destino de las leyes naturales». La primera promesa se relaciona con un bien intrínseco: el bienestar, que tiene una forma positiva, la que nace de que toda persona tiene abierto un espacio de posibilidades de realización en las que ella al tiempo se realiza, es decir, que tiene a su disposición un plan de vida que puede llevar a cabo con dignidad y felicidad razonables. En su forma negativa, la promesa del bienestar asume un principio de seguridad social: la sociedad estará allí para ayudar si la persona sufre un daño físico o moral, sea causado intencionalmente o no, sea incluso producido por la propia persona a sí misma. En lo que se refiere a la segunda promesa, la del conocimiento, Tito Lucrecio Caro en el «Elogio de Epicuro» en los comienzos de su poema De rerum natura, escribe la versión más fulgurante de la épica del conocimiento[1]. Lucrecio hace de Epicuro el héroe ilustrado por antonomasia. Consigue para la humanidad un bien inapreciable, prometeico: el conocimiento de los límites de lo posible. Avanza, cien años antes, las palabras de Juan: «la verdad os hará libres» (Juan 8:31). El saber los límites de lo que cabe define un objetivo de vida buena y de realización humana, tal como se expresa en el verso de Píndaro: «oh alma mía, no aspires a la inmortalidad, pero agota el campo de lo posible» que siglos más tarde encabezaría El mito de Sísifo de Camus. El logro de la verdad no delimita solo lo que ocurre sino lo que puede ocurrir y lo que pudo haber ocurrido y no ocurrió. Se proyecta sobre el tiempo de la vida humana y establece sus fronteras. El conocimiento, sin embargo, no es un bien disponible y que se encuentre por casualidad o azar, por el contrario, es una conquista de la habilidad humana, tal como ejemplifica Epicuro. De ahí la versión épica de Lucrecio, y de ahí también el carácter de promesa que adquiere en la Ilustración.
La hipótesis ilustrada asevera que las dos promesas, el logro del bienestar y la conquista del conocimiento, interactúan en una interminable realimentación positiva. Desde Aristóteles a Hannah Arendt, el conocimiento promueve un ideal de felicidad y florecimiento humanos: el bios theoretikós –la vita contemplativade Arendt–, se impone a la vita activa. En la versión ilustrada, la promesa del conocimiento conduce a la promesa del bienestar. Francis Bacon y Descartes dieron una primera forma a la versión instrumental de las dos promesas, según la cual, si la sociedad promueve el conocimiento a largo plazo promoverá también el bienestar. La vita contemplativa de la Antigüedad subordina la felicidad al conocimiento; la mirada moderna subordina el conocimiento a la felicidad. ¿Es esta promesa un ejercicio de poder hegemónico sobre la sociedad y la naturaleza, tal como nos hemos acostumbrado a leer en tantos retratos de la Ilustración? Hay que matizar mucho.
EPISTEMOLOGÍAS DE LOS VENCIDOS
El filósofo inglés Stephen Toulmin nos da algunas claves que ayudan a situarnos en el contexto histórico en el que nació esta cultura que llamamos Ilustración y con ella sus promesas. Toulmin (1922-2009) fue un autor que siempre escribió contracorriente. Sus textos sobre argumentación y sobre Wittgenstein fueron despreciados en su tiempo por no ser suficientemente complacientes con el imperio Oxbridge (la línea analítica impuesta por Oxford-Cambridge), pero hoy son textos clásicos que se han incorporado a la enseñanza de la lógica informal y a la renovación de la forma de leer a Wittgenstein. La tesis que sostiene es que la modernidad como cultura nació de una terrible derrota de las ansias de libertad que recorrieron Europa en el Renacimiento y el primer Barroco. Erasmo, Luis Vives, Montaigne, Cervantes, Shakespeare, Fray Luis de León, Juan de la Cruz y Teresa de Jesús representan en las letras este impulso hacia la tolerancia basado en un escepticismo distante que toma la vía negativa por ser el mejor modo de acceso al conocimiento (Toulmin, 1992).
Si, como afirmó Hannah Arendt refiriéndose a la Primera Guerra Mundial, de tiempo en tiempo Europa parece caer en la tentación del suicidio, el primero de esos momentos lo data Toulmin en 1610 cuando ocurrió el asesinato de Enrique IV, primero rey de Navarra y posteriormente de Francia. Había intentado que Francia fuese un Estado tolerante con las religiones y su muerte fue un signo de los tiempos de hierro que estaban por venir: la intolerancia y la alianza entre el poder ideológico de la religión y el militar del Estado. El siglo XVII fue uno de los siglos tenebrosos de la historia europea y mundial: las guerras de religión que asolaron Europa; el nacimiento del esclavismo a gran escala; la sistemática destrucción de toda posibilidad de tolerancia; la Inquisición española se convirtió definitivamente en un instrumento político de control de una nueva, poderosa y permanente élite político-religiosa (Villacañas, 2019). Fue un siglo en el que nació el pensamiento ilustrado tal como luego se convertiría en parte canónica de la historia del pensamiento: Descartes, Hobbes. El agnosticismo tolerante del primer Barroco se convirtió en políticas de acero en el siglo siguiente. Lo que llamamos Ilustración fue la reacción a la derrota del posibilismo. El racionalismo ilustrado fue la reacción melancólica y de resistencia de una generación que veía cada vez más lejano un horizonte de libertades básicas de investigación y creencia. El historiador de las ideas francés Paul Hazard notó en un ensayo ya clásico, La crise de la conscience européenne 1680-1715 (Hazard, 1983), que la mayoría de las ideas que triunfaron en la Revolución francesa habían sido enunciadas cien años antes. Fue un siglo de lento trabajo intelectual, de lo que hoy llamaríamos hegemonía, para sobreponerse a un desierto de autoritarismo e intolerancia. En unas pocas décadas se engendró lo que Hazard llama «crisis de conciencia» generalizada. Su libro, muy centrado en Francia, pero oteando el horizonte europeo, resalta el largo trabajo intelectual de una muchedumbre de autores y eruditos empeñados en reconstruir la interpretación de la historia.
De entre la inmensa literatura creada por los historiadores de la cultura moderna, es memorable el trabajo de Christopher Hill, un historiador de la cultura del Reino Unido, cuyos libros escritos en la segunda mitad del siglo pasado refuerzan la tesis de Toulmin de que la modernidad es hija intelectual de la melancolía y la derrota. Sus textos van creciendo en intensidad desde su clásico Intellectual Origins of the English Revolution (Hill, 1980) hasta el significativo por su título:The Experience of Defeat: Milton and Some Contemporaries (Hill, 1984). Hill entrelaza magistralmente la sangrienta historia del Reino Unido en el siglo XVII con la historia cultural de las resistencias y los movimientos milenaristas, utópicos y la emergencia de la nueva ciencia y pensamiento. Las guerras civiles inglesas (las tres) que asolaron los tres reinos de Inglaterra, Irlanda y Escocia entre 1642 y 1651, y la controvertida república de la Commonwealth (1649-1653) se cierran con una derrota de cualquier pretensión de crear una sociedad tolerante. Los movimientos sociales (políticos y religiosos) que lo intentaron fueron disueltos y marginados: los levellers (niveladores) y su fracción más radical los diggers (cavadores), los cuáqueros, los ranters, los muggletonians, los seekers, los numerosos independientes republicanos…, una pléyade de movimientos que muchas veces se entremezclan, aún en sus discrepancias, pero que coinciden en una misma esperanza. Gerrard Winstanley, el autor más conocido de los levellers, en su The Law of Freedom in a Plataform (1652), uno de los varios textos que anticipan un horizonte y programa comunista, habla abiertamente de una segunda venida, donde el Cristo no será ya el nombre del esperado, sino que el mesías se llamará Razón e instaurará un reino de cooperación en la Tierra.
Durante un tiempo, la creación de un ejército propio (el New Model Army) que dirigiría Cromwell, fue un espacio (social, armado) donde encontraron protección todos estos movimientos, en una Inglaterra cada vez más dividida por fracturas religiosas de intolerancia. Pero, como suele suceder en muchos movimientos sociales, este breve interregno fue una ilusión pues pronto triunfaron las tendencias autoritarias de diversos signos republicanos o monárquicos, protestantes o católicos. En un clima de violencia interminable, que llevaría a la llamada «Gloriosa» revolución de 1688, se subieron los peldaños que harían posible la modernidad. Newton publicó uno de los referentes de la Revolución científica: Philosophiae Naturalis Principia Mathematica en 1687, Hobbes la versión latina de su Leviathan or the Matter, Form, and Power of the a Common-Wealth Ecclesiasticall and Civil en 1688 y John Milton, en 1667, en la segunda versión de su Paradise Lost, la gran alegoría de la Ilustración y su non serviam. Las tres líneas que articularían la modernidad del siglo XIX: el poder del conocimiento, el poder político del Estado y el poder simbólico de la cultura, tal como lo descubriría el Romanticismo, estaban ya escritos como lamento de un fracaso en los albores de la Revolución inglesa.
Si en algún momento de la historia tiene sentido el término de Raymond Williams «estructura de sentimiento» como categoría que capta el aire de familia de un momento histórico, es sin muchas dudas en el crepúsculo del Renacimiento y el ascenso de la cultura Barroca. El espacio interior como refugio y la melancolía como estado de ánimo caracterizan el tono de la época. En 1621, Richard Burton (1577-1640) publica su monumental The Anatomy of Melancholy(Burton, 1621), un texto que revisará una y otra vez en sus varias ediciones. Es una obra indicativa del momento de desolación en que surge la modernidad. Un ensayo de reacción a la experiencia de la melancolía. Fue este afecto un tema muy transitado en el Renacimiento, tiempo en que dicho ánimo fue concebido como la condición de la persona reflexiva, creativa o pía. El Elogio de la locura de Erasmo, el Liber de anima de Melanchthon –que tanto influye sobre el de Burton– y el conocido grabado Melencolia I de Durero manifiestan el espíritu saturnal tal como lo estudiaron como signos del tiempo Raymond Klibansky, Erwin Panofsky y Fritz Saxl en su Saturno y la melancolía (Klibansky, Panofsky y Saxl, 1964). Robert Burton, sin embargo, ya no es un renacentista, a pesar de que se reconoce paciente de melancolía como Montaigne y Melanchthon, dos referentes claros de su libro. Se presenta a sí mismo como un Demócrito junior que quiere ayudar a la gente a salir del estado de melancolía. Recientes interpretaciones de la obra de Burton señalan con insistencia esta ruptura (Lund, 2010; Gowland, 2006). Ya no es la reflexión sino la experiencia del estado de las cosas lo que causa la melancolía: la intolerancia religiosa y la corrupción del estado[2]. La melancolía como estado afectivo se entrelaza con la invención del espacio interior como cimiento de la epistemología moderna.
En el quicio de las grandes reformas de la modernidad, entre Lutero, reformador de la religión, y Rousseau, reformador de la moral (Maritain, 1929), Descartes, reformador de la epistemología, leído tantas veces como alguien alejado de las preocupaciones de la experiencia histórica, se alinea en la multitud de autores que reaccionan a la derrota de los caminos de la tolerancia política, de investigación, creencia y palabra. Más abajo trataré el proyecto de epistemología pura cartesiana como un proyecto de epistemología política, mas ahora conviene también citar su obra como un ejercicio reactivo y mesiánico a la corrupción en el conocimiento que significaba la imposición de los métodos escolásticos sobre la leve libertad de investigación que se había experimentado antes de las guerras de religión y de las nuevas aspiraciones de creación de estados fuertes respaldados por sus respectivas iglesias triunfantes.
El Discurso del método puede ser leído alternativamente como un documento fundacional de la epistemología moderna y como un Bildungsroman, un relato de aprendizaje y formación de su autor. En esta segunda lectura, la experiencia del miedo y la circunspección en la palabra tintan todo el texto de claros referentes históricos. Sabemos, porque así nos lo cuenta él mismo, que Descartes estaba bien al tanto de su tiempo: educado por los jesuitas, vivió, como estudiante en el colegio jesuita de La Flèche, la conmoción causada por el asesinato de Enrique IV y la tensión creciente en Francia, al borde de la guerra civil, cuando se acusó a los jesuitas de estar detrás del atentado (Clarke, 2006). Enrique IV había permitido a los jesuitas volver a Francia, tenía un confesor jesuita y su corazón fue enterrado con la asistencia de toda la corte en la misma Flèche. Más tarde, pasó la mayor parte de su vida adulta refugiado en Holanda en me...

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