Introducción
A pesar de todo, este libro en el que se discute acerca de la clase de matemática en la escuela media es un libro optimista. ¿Cómo hallar fundamento para el optimismo cuando la realidad produce desasosiego? Jóvenes acusados de no saber nada, docentes insatisfechos y cansados de renegar con adolescentes que parecen despreciar lo que ellos tienen para ofrecerles, distancias infranqueables entre las escuelas a las que asisten los ricos y las que alojan a los pobres, asimetrías injustas no sólo en la distribución sino en las posibilidades de aprovechamiento de los recursos que circulan, actores de la escuela –todos– delatados por cultivar la cultura del facilismo. ¿En qué se basa este optimismo cuando las crisis sucesivas que venimos padeciendo han hecho verdaderos y –difíciles de remontar– estragos de todo tipo y la escuela permanece casi paralizada desgajándose como si esperara pasivamente su extinción?
En esta realidad adversa y diversa en la que hoy nos toca vivir y actuar, hay conocimiento acumulado que nos permite contornear algunas condiciones que abren la posibilidad de pensar en jugar otro juego adentro de la escuela. Son experiencias en pequeña escala, gestadas y sostenidas por el trabajo colectivo de grupos de docentes que necesitan creer en lo que hacen. Las condiciones generadas a partir de algunas experiencias no son externas a los actores que las han producido, ni están completamente moldeadas por la situación social y cultural de sus protagonistas; son el resultado de una intención (que incluye una voluntad, pero que la excede ampliamente). Nos da optimismo hablar de esas condiciones con quienes se están formando para ser profesores. Porque se habilita de este modo una discusión sobre el sentido del conocimiento en la escuela, del conocimiento matemático en nuestro caso.
¿Por qué hay que discutir sobre el sentido? Porque el sentido que tenía la matemática en la escuela secundaria antes de que se derrumbara, muy basado en la comunicación de mecanismos aislados que algún día irían a ser útiles para abordar “problemas en serio”, ya no sostiene a los docentes y a los alumnos en la escena de enseñar y aprender. Hay que instituir un sentido. Hay que construirlo, no es evidente, no va de suyo, no es natural. Hablamos de instituir y construir y no de restituir ni de reconstruir. No se trata de recuperar lo que era antes (aunque muchos lo añoren). Esto que era antes –en el caso de la matemática por lo menos– ya no convoca, no satisface, no gratifica, no atraviesa ni a los docentes ni a los alumnos.
En el pensamiento de muchísimas personas que trabajamos en educación habita la idea de que para los sectores populares la escuela es una oportunidad privilegiada de acceder a los productos de la cultura que la sociedad considera valiosos para la formación de los jóvenes y aunque esto no suponga mejoras –ni inmediatas ni remotas– en la escala social, puede implicar una transformación subjetiva atravesada por el trabajo intelectual del alumno, que sin duda lo posicionará en la sociedad con más y mejores herramientas. La escuela puede ser un ámbito en el que los alumnos aprendan a disfrutar de la cultura. Sin embargo, sabemos que en muchos casos hay una gran distancia entre estas expectativas y las experiencias educativas que realmente tienen los jóvenes. Examinar esa distancia requiere hablar del sentido.
Señalemos además, que el trabajo de la mayoría de los docentes –de matemática, aunque no solamente– tiene hoy el signo de la frustración: los profesores se sienten tironeando a los alumnos adonde ellos no parecen querer ir. Hablar del sentido es hablar de lograr un modo de trabajo más satisfactorio, más placentero, hablar del sentido es casi una reivindicación gremial.
Son necesarias decisiones políticas que generen mejores condiciones para que se despliegue en la escuela una práctica en la que el trabajo intelectual de alumnos y docentes sea el asunto fundamental que la sustenta. Dichas decisiones son imperiosas y urgentes. Repensar la escuela es fundamentalmente una cuestión de Estado.
Ahora bien, esa urgencia no ahorra la necesidad de que quienes actúan en las escuelas piensen en los fundamentos del trabajo de enseñar matemática hoy, de que encuentren un sentido más propio, una convicción profunda que valga la pena defender y que en última instancia pueda ejercer cierta presión sobre las decisiones de política educativa que se tomen. Entendemos que la didáctica no puede ignorar el contexto social y político en el que necesariamente debe ubicarse; pero entendemos al mismo tiempo que la didáctica no se disuelve en dicho contexto. Repensar la escuela es –también– un proyecto de los docentes y es, esencialmente, un proyecto didáctico.
Tomar en cuenta el contexto social y cultural –hoy extremadamente crítico– es desde nuestro punto de vista casi lo contrario de lo que indican algunas opciones bastante difundidas. Efectivamente, muchos docentes suelen pensar que los alumnos no pueden, y frente a esta imposibilidad terminan resignando sus expectativas en cuanto a la profundidad del trabajo intelectual que puede concebirse en la escuela. Paradójicamente, estas propuestas “en baja”, muy basadas en la mecanización, producen un vacío de sentido para los alumnos quienes, al no estar dispuestos a invertir “costo de aprendizaje” en aquello que no los convoca de ninguna manera, terminan ¡no pudiendo! No queremos minimizar un panorama que es verdaderamente desolador en cuanto a los saberes que los alumnos muestran, atribuyendo una causa culpabilizadora a los docentes para explicar las dificultades de los estudiantes. Lo que queremos resaltar es que, contrariamente a lo que el sentido común indica, lejos de ser más inclusivo, el relajar la exigencia intelectual termina siendo expulsor de sentido y, por lo tanto, expulsor (a secas). Se podría pensar que si los alumnos fracasan en actividades “simples” como la aplicación de una regla –la de suprimir paréntesis en un cálculo, por ejemplo– no podrían afrontar problemas más complejos. Sin embargo, el conocimiento didáctico producido nos lleva a sostener que brindar a los jóvenes la experiencia de asumir el desafío intelectual, de “atrapar” lo que en un principio parecía “escaparse”, de entender después de no haber entendido, contribuye a que construyan una imagen valorizada de sí mismos, lo cual le otorga un sentido fundamental a su permanencia en la escuela porque restituye el deseo de aprender.
Desafiar a un alumno supone proponerle situaciones que él visualice como complejas pero al mismo tiempo posibles, que le generen una cierta tensión, que lo animen a atreverse, que lo inviten a pensar, a explorar, a poner en juego conocimientos que tiene y probar si son o no útiles para la tarea que tiene entre manos, que lo lleven a conectarse con sus compañeros, a plantear preguntas que le permitan avanzar… Se necesita –claro– creer que es posible lograr que los alumnos se ubiquen en esa posición, pero esa creencia no se puede inventar, es necesario sustentarla en conocimientos que permitan pensar por dónde se puede empezar a actuar.
La tarea está lejos de ser sencilla porque es verdad que muchos estudiantes muestran que no pueden, que no tienen interés, que no quieren. A veces es tanto lo que parecen no saber que la sola idea de rastrear hasta muy atrás buscando un punto de partida posible produce desaliento de entrada. Pero este estado de cosas que se ha vuelto natural, ha sido provocado por muchísimos factores entre los cuales interviene la naturaleza del proyecto educativo, condicionado no sólo por factores sociales sino también por una cierta visión de los modos en que circula el conocimiento dentro de las clases. Revisar la matemática que vive en la escuela, interrogarla, analizarla, es imprescindible para concebir otros escenarios. Contribuir a esa reflexión es uno de los propósitos de este libro.
¿Es razonable pensar en la construcción de un sentido único para la escolaridad secundaria cuando las escenas que ocurren en las escuelas medias de aquí y de allá –los profesores, los alumnos, los padres, las formas de relacionarse, las intenciones, los propósitos, las condiciones, los recursos– son esencialmente diferentes? Desde nuestro punto de vista, el sentido no está dado fundamentalmente por las ...