Católicos en tiempos de confusión
eBook - ePub

Católicos en tiempos de confusión

Fernando García de Cortázar

  1. 348 pages
  2. Spanish
  3. ePUB (mobile friendly)
  4. Available on iOS & Android
eBook - ePub

Católicos en tiempos de confusión

Fernando García de Cortázar

Book details
Book preview
Table of contents
Citations

About This Book

Decía Walter Benjamin que el significado auténtico de la historia solo brilla en tiempo de peligro.Nuestra actual crisis ha sacado a la luz la indefensión de una sociedad que creyó posible olvidarse de sus propios fundamentos éticos y ha hecho ver con claridad las actitudes irresponsables, la frivolidad con la que se ha manejado una preciosa herencia nacional y el absurdo de un anticatolicismo disfrazado de laicidad.Somos la única civilización que se avergüenza de sí misma, somos la única nación que renuncia a su historia.En esta hora grave de España, Católicos en tiempos de confusión, el nuevo libro de Fernando García de Cortázar, es un manifiesto a favor de que el humanismo de tradición cristiana vuelva a ser la referencia que nos defina, de tal forma que nuestros valores, los propios de la civilización occidental, recuperen su hegemonía.Que se reconozcan como los más identificados con las ideas de libertad, justicia social, progreso colectivo, y conciencia histórica. Este es el espacio moral, desde el que la obra del catedrático de Deusto invita a los españoles a abandonar su resignada desidia e iniciar una tarea de reconquista de todo aquello que en un tiempo no lejano los distinguía.

Frequently asked questions

How do I cancel my subscription?
Simply head over to the account section in settings and click on “Cancel Subscription” - it’s as simple as that. After you cancel, your membership will stay active for the remainder of the time you’ve paid for. Learn more here.
Can/how do I download books?
At the moment all of our mobile-responsive ePub books are available to download via the app. Most of our PDFs are also available to download and we're working on making the final remaining ones downloadable now. Learn more here.
What is the difference between the pricing plans?
Both plans give you full access to the library and all of Perlego’s features. The only differences are the price and subscription period: With the annual plan you’ll save around 30% compared to 12 months on the monthly plan.
What is Perlego?
We are an online textbook subscription service, where you can get access to an entire online library for less than the price of a single book per month. With over 1 million books across 1000+ topics, we’ve got you covered! Learn more here.
Do you support text-to-speech?
Look out for the read-aloud symbol on your next book to see if you can listen to it. The read-aloud tool reads text aloud for you, highlighting the text as it is being read. You can pause it, speed it up and slow it down. Learn more here.
Is Católicos en tiempos de confusión an online PDF/ePUB?
Yes, you can access Católicos en tiempos de confusión by Fernando García de Cortázar in PDF and/or ePUB format, as well as other popular books in Theology & Religion & Christian Denominations. We have over one million books available in our catalogue for you to explore.

Information

Year
2019
ISBN
9788490558782
III. EL CATÓLICO ANTE SU PROPIA VIDA
De la misma preocupación de Fernando García de Cortázar por las cuestiones de tipo nacional o institucional brota también su inquietud por dar respuesta a otros asuntos más concretos que debe afrontar el católico en su vida corriente. El conjunto de temas, sorprendente por su variedad, encuentra su hilo conductor en los ejes centrales de su obra, que ya hemos citado anteriormente: la justa reivindicación de España, la situación del catolicismo en nuestro país y el hundimiento moral al que estamos asistiendo desde hace ya varias décadas.
En este capítulo el autor reflexiona sobre asuntos que pasan frecuentemente inadvertidos, pues se han normalizado por medio de leyes a través de los medios de comunicación y de una falaz corriente de opinión mayoritaria, impuesta por aquello que llamamos erróneamente la corrección política y social. La orientación que nos ofrece en estos casos es esencial para que el católico español recupere su bien merecida autoestima, para ahondar en la raíz profunda de su vida sin abandonar aquellos aspectos que anticipan y permiten transitar con gozo este mundo, y, por último, para tomar posturas comprometidas y vivir sin perder la perspectiva de nuestro horizonte final.
Esta labor es de agradecer, pues hace ya mucho que la doctrina que la Iglesia ofrece al fiel para su propio discernimiento, y vida en el mundo, se encuentra muy cuestionada por la policía del pensamiento, por la propia desidia u obligaciones del creyente, o incluso por la misma Iglesia, a través de voces contradictorias dentro de su propio seno.
En las siguientes páginas, nos encontraremos con asuntos tan variados como son la vida cotidiana planteada desde el Espíritu de Dios, la importancia del amor como eje de comportamiento del cristiano, el compromiso ineludible con el prójimo sufriente, la postura a tomar ante el mal socialmente normalizado, el inmenso campo de realización que supone el matrimonio cristiano y la familia, el silencio cómodo y cómplice ante asuntos tales como el nacionalismo o el laicismo, y la muerte, tragedia a menudo acallada pero inevitable, entre otros muchos.
A la luz del espíritu
Los cristianos vivimos a la luz del Espíritu, no a su sombra. Nuestra existencia consciente no es solo el resultado de la voluntad abstracta de Dios, sino también del deseo de crearnos como seres libres, facultados para poder elegir y arriesgarse a escoger, y desafiados permanentemente por una pluralidad de opciones morales que se presentan ante nosotros. No, no somos esclavos de nuestra carne mortal, sino el espacio concreto donde habita y se manifiesta la eternidad. Para los católicos, el mensaje de Jesús es haber proporcionado a los hombres una promesa de emancipación inseparable de sus actos. Lo que nos redime es la sangre de Cristo derramada, el sacrificio que partió en dos la historia de la humanidad y se expresa en el aliento infatigable de la palabra del Hijo de Dios: junto a la fe, la esperanza; junto a la esperanza, la caridad.
El cristianismo no es el testimonio desnudo de la fe, sino la revelación a todos los hombres del anuncio esperanzado de su salvación. Es, además, una doctrina de exigencias morales sin las que la fe y la esperanza no llegan a comprenderse. Pero de igual modo, en el centro mismo de la fe, radica el nervio íntimo y definitivo de la moral, el fundamento trascendente de nuestros actos, la fuente caudalosa de nuestra capacidad de amar y de escoger el bien.
Durante siglos, y en especial desde que triunfaron las corrientes individualistas de la Edad Moderna, los cristianos afirmamos que la defensa de la privacidad no es el aislamiento, que el ejercicio de la fe no puede separarse de la vida en comunidad, y que la esperanza solo adquiere su plenitud cuando la compartimos. Todas estas ideas vienen de muy lejos, del principio mismo de nuestra experiencia como movimiento universalista y trascendente, organizado frente a un mundo sectario, dominado por la divinización de las fuerzas naturales o por la idolatría imperial del Estado. Porque ya entonces, aquellos cristianos iniciales defendieron la integridad del hombre, la igualdad de las criaturas de Dios y la inviolable dignidad de cada persona ante una autoridad que rechazaba su creencia liberadora.
Por la libertad del hombre se vertió sangre cristiana. Por la libertad que Jesús había proclamado, se murió sin levantar la mano frente a la espada ni el resentimiento frente a la violencia. La validez magisterial de los mártires tiene poco que ver con una conmovedora e ignorante religiosidad popular. Y mucho con el meollo de la tradición de una doctrina que nos recuerda cómo en aquellos momentos originarios los cristianos tuvieron que defender su verdad con su propia vida pacífica, sin recurrir siquiera a la legítima defensa. Temían menos a la muerte que a la cancelación de un mensaje que hacía al hombre plenamente libre y responsablemente moral.
Esa unión sagrada con nuestra historia, con nuestra mejor tradición se defendió hace quinientos años y sigue defendiéndose ahora en la reivindicación del catolicismo. Se debatió entonces, en la crisis más grave vivida por la Iglesia desde su fundación, cuál era el rasgo fundamental que nos ligaba al Evangelio y, por tanto, a la palabra de Dios vivo. En el concilio de Trento manifestaron los católicos su firme convicción de que la experiencia de la fe es personal, pero no individualista, un acto de conciencia y no de reclusión. Un impulso que nos vincula a Dios y da razón de nuestra existencia, pero nunca una relación exclusiva e irracional, cerrada y servil, autosuficiente y angustiada.
Lo que nos une a Dios es nuestra existencia entera vivida en la fe, proclamaron los teólogos católicos de Trento. Lo que nos une a los hombres es nuestra esperanza de redención. Lo que nos otorga significado es el amor practicado en la tierra, la libertad de elección moral, la necesidad constante de proyectarnos en la comunidad y de atestiguar nuestra conciencia en el servicio a los hijos de Dios. Lo que nos justifica es una fe que nos hace libres, una verdad que nos permite escoger nuestros actos, una esperanza de salvación que nos obliga a convivir.
La nuestra es una fe depositaria de alegría y aflicción. Alegría por haber sido creados hombres libres, redimidos por la sangre de Cristo. Aflicción por la injusticia perpetrada en la carne de nuestro prójimo, por el dolor del universo, por el escándalo del sufrimiento humano. La nuestra es una fe que nos sabe hechos a imagen y semejanza de Dios, lo que no es una metáfora feliz o una analogía melancólica. Redimidos del pecado original por Jesús, en nuestras manos tenemos la facultad de alcanzar la perfección posible en los márgenes de la existencia terrenal. Unas manos siempre tendidas hacia la inspiración y la misericordia. Unas manos siempre enlazadas con nuestra responsabilidad en el mundo. Unas manos en las que sentimos cálida y brillante, la luz imperecedera del Espíritu.
La caridad bien entendida
Como cualquier hombre, los cristianos preguntamos por el sentido de nuestra existencia. Es condición del hombre contemplar lo que le rodea, naturaleza o historia, sabiendo que somos las únicas criaturas que pensamos en el mundo y en el tiempo sin limitarnos a formar parte de ellos. Somos sujetos en los que los acontecimientos se idealizan, somos cuerpos en los que el tiempo cobra forma, somos espíritus en los que la realidad se piensa. Y no nos resignamos a la tensión impasible de la tierra, al paso indiferente de los días. No soportamos que nos envuelva un aire sin motivo, que a nuestros pies yazca la tierra silenciosa, que se escape entre nuestras manos la duración inconsciente de la vida.
Ante todo hombre se alza una interpelación rotunda, erguida en cada momento de sufrimiento o de alegría, en cada circunstancia que turba nuestras emociones y que, alejándonos del tedio y la rutina, nos exige comprender radicalmente lo que somos. La diferencia entre el cristiano y el resto de los hombres radica en que nuestra perspectiva y, por tanto, nuestra respuesta, no son ni parciales ni totalitarias. Son completas, perfectas. No nos recluyen en visiones fragmentarias conformistas, ni nos empujan a una ambición delirante que quiera subordinar la experiencia humana a un proyecto en el que el individuo no es nada, bajo el dominio de las abstracciones de clase, nación o raza. Cada uno de nuestros actos se entiende en un gran diseño universal, en una eternidad que incluye a todas las criaturas de Dios, en una infinitud donde toma perfil propio la vida de cada persona.
Si cada uno de nuestros sentimientos, si cada uno de nuestros actos se comprende en este tejido perfecto y trascendente, la caridad de los cristianos habrá de adquirir un sentido propio, una sustancia diferente a la mera solidaridad de quienes no creen. Cualquier hombre puede llegar a compadecer a quienes sufren, ofrecerles su aliento y su trabajo, luchar por la justicia y alzarse contra la miseria de sus contemporáneos. Se trata de actitudes voluntariosas y admirables, recuerdo constante de su inclinación al bien. Pero su raíz es una fraternidad que acaba en el mismo tiempo en que se ejerce, concluye en su propia realización. Se origina en la encomiable afirmación de la igualdad de los ciudadanos, en su posesión de derechos irrevocables, en las declaraciones de garantías sociales y la promulgación de decretos que las reglamentan. Parte de una solidaridad nacida en el corazón bondadoso de la gente, cuya decisión de ayudar a cualquier hombre necesitado procede del escándalo de la pobreza, la enfermedad y la violencia.
Pero la caridad de los cristianos, la caridad bien entendida, tiene un carácter distinto. El amor a los demás no es una decisión tomada ante circunstancias dolorosas. Es una expresión permanente de nuestra fe. Creemos que solo se es hombre, que solo se es una criatura de Dios si nuestra existencia está determinada por el amor. Lo que en otros es elección, en los cristianos es condición. Nuestra caridad no es la solidaridad de los no creyentes, por apreciable que resulte. Son semejantes, pero no idénticas. El amor es la razón íntima de nuestra vida, procedemos de él, somos parte de él. El amor nos permite ser hombres completos, nos inserta en el acto de la creación, manifiesta nuestra esencia inmortal. Sin la caridad, un cristiano deja de ser el hombre que es. Obtura los recursos de su alma, desfigura los rasgos de su libertad, olvida las raíces de su condición moral. Un hombre insolidario es un miserable confinado en una sucia soledad. Un cristiano sin amor es una contradicción viviente, la negación de uno mismo, una paradoja insoportable.
Porque Dios es amor, el cristiano se enfrenta al dolor de sus semejantes con la posesión del significado completo de su existencia que solo concede nuestra fe. De hecho, todas las actitudes humanistas de Occidente se basan en la herencia del cristianismo, aunque sean proclamadas desde posiciones agnósticas. Porque en el cristianismo se concibió la igualdad radical de los seres humanos, su vida sagrada, su dignidad invulnerable. Y porque solo en el espacio regado con las lágrimas y la sangre de los mártires, con el ejemplo de los apóstoles y con el pensamiento de los teólogos, pudo alzarse una civilización en la que creyentes y no creyentes han construido su respeto a la esencia libre y digna del hombre. «La verdadera compasión trasciende al mero sentimentalismo. Es una especie de identificación con la pena ajena y, por tanto, es un acto esencial de amor», proclamó el papa Ratzinger. La caridad no es tender hacia el otro, hacia el distinto, hacia el opuesto, nuestra tristeza solidaria. La caridad es saberse miembro de una comunidad trascendente en la que nadie puede ser otro, en la que todos somos parte de un cuerpo místico, de un misterio del espíritu cuyo aliento descifra la existencia de Dios.
El reino de este mundo
La penosa circunstancia ética del hombre en este tiempo, su triste inclinación a la indiferencia y su dejadez en labrarse una vida plena pueden percibirse con precisión cuando dedicamos una jornada concreta, y solo ella, a la caridad con los más débiles. 20 de noviembre, día universal de la infancia. Elegimos una fecha anual como para darnos vacaciones el resto del año en las obligaciones que tenemos los cristianos respecto de la completa realización y la dignidad de los más pequeños. No se trata de que nada humano nos sea ajeno por pura solidaridad mundana. Más que esta, lo que debe movernos a los cristianos es saber que todo hombre encarna la inspiración permanente de Dios, la delicada intimidad de su designio, la perfecta voluntad de su amoroso proyecto.
Olvidadizos, desatentos, torpemente secularizados por un laicismo de aberrante ignorancia y de no escasa apatía social, los hombres de hoy se asoman en un día preciso a la infinita vergüenza del sufrimiento de los niños. Como si en la balanza de nuestros actos pudiera descontarse esa mínima parte de mirada a lo que está ocurriendo, a la violencia constante ejercida contra los más inocentes, contra los que deberían ser los más queridos. La nuestra es la única especie que actúa de un modo tan cruel con su descendencia. Estamos devastando las posibilidades de una existencia próspera en la tierra por flácida comodidad y codicia insoportable. Estamos destruyendo lo que ni siquiera es nuestro. Y, además, estamos permitiendo que las imágenes que nos golpean estos días sean la permanente sombra que se alarga sobre la vida entera de unos niños a los que hemos mostrado el rostro del infierno.
Están ahí, tan cerca de nosotros en tiempos de comunicaciones veloces y de instantánea información. Desde hace años, vuelcan ante nuestros ojos nuestra vergüenza, nuestra indignidad, nuestro pecado. Y hemos de rogar que la misericordia de Dios nos perdone por cada una de estas vidas y por cada momento de dolor. Porque el ejercicio de nuestra libertad no es ajeno a la preocupación por esos cuerpos alentados por un espíritu inmortal. Porque los católicos no creemos que nuestra redención dependa en exclusiva de la humillación ante Dios en un acto individual encerrado en la propia conciencia. Porque los católicos pensamos que nuestra salvación no se alcanza a través de la fe justificante a solas, sino mediante el compromiso de cada uno de nosotros con la existencia de todos en la tierra.
Ante nuestros ojos, se levanta un testimonio desgarrador. Niños devastados por el hambre, con el cuerpo escuálido y los ojos inmensos, desmesurados, ensanchados sobre un rostro salpicado de insectos. Niños arrojados por la desidia moderna a un sufrimiento sin odio, a una tristeza sin rencor, a una insidiosa existencia sometida a los ritmos implacables de la naturaleza y a la impasible crueldad de la materia. Nos conmueven cuando sonríen con sus juguetes elementales, cuando imponen al mal su rotundo deseo de felicidad, cuando invocan sin saberlo su humanidad triunfante sobre la desolación.
Nos humillan cuando protegen su dignidad inmensa trabajando para aliviar la miseria de sus familias, cuando abrazan a sus padres, confiados y con toda la dicha que puede ...

Table of contents