Economía ecológica y política ambiental
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Economía ecológica y política ambiental

Joan Martínez Alier, Jordi Roca Jusmet

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Economía ecológica y política ambiental

Joan Martínez Alier, Jordi Roca Jusmet

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Los autores dan cuenta de los esfuerzos de la economía por contabilizar el precio de la sobreexplotación ecológica y actualizan los métodos para calcular los costos económicos de la contaminación. Asimismo, proponen innovar políticas económicas capaces de elaborar un desarrollo sostenible.

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IV. PROBLEMAS DE VALORACIÓN Y CRITERIOS DE DECISIÓN
VALORACIÓN MONETARIA AMBIENTAL: DIFERENTES CONTEXTOS
En este capítulo estudiaremos los métodos que los economistas han utilizado para valorar monetariamente los impactos ambientales o, lo que es lo mismo visto a la inversa, los beneficios monetarios de la conservación ambiental. El tema es muy polémico y aparece en diversos contextos. Uno, es la valoración de proyectos o políticas. Como es sabido, los economistas suelen aplicar la perspectiva del análisis coste-beneficio (ACB) que exige cuantificar todos los aspectos relevantes en dinero; dedicamos gran parte de este capítulo a explicar muy críticamente dicha perspectiva, empezando no directamente por los problemas de cuantificación monetaria sino por otros dos problemas clave que aparecen en dicho análisis, cómo comparar costes y beneficios presentes y futuros, y cómo tratar las situaciones de incertidumbre. Un ejemplo de ACB es el concepto de contaminación óptima y el de los impuestos “pigouvianos” para conseguirla: ya vimos en el capítulo anterior que ésta es sólo una de las perspectivas (que no compartimos) de análisis económico de las políticas ambientales. En este capítulo también apuntamos perspectivas alternativas a la del ACB. Otro contexto, afortunadamente cada vez más relevante, es el de la exigencia de responsabilidades por daños ambientales. En este capítulo hacemos alguna referencia a este terreno que tratamos más extensamente en el siguiente capítulo, analizando casos legales de reclamación de “pasivos ambientales”. Por último, como vimos en el capítulo II, el problema de la valoración monetaria ambiental también aparece cuando, como respuesta a los problemas de la contabilidad nacional, se plantea el mejor procedimiento para “corregir” las magnitudes macro-económicas.
Nuestra opinión es que algunas valoraciones monetarias parciales son razonables y es útil utilizarlas especialmente en procesos de reclamación de compensación por daños en los cuales finalmente las penalizaciones se han de concretar necesariamente en dinero. Sin embargo, somos totalmente contrarios a lo que podríamos llamar “fetichismo monetario” según el cual todo debe traducirse necesariamente a valores monetarios, y rechazamos la pretensión de que esta tarea pueda hacerse de forma técnica sin introducir juicios de valores.
La evolución del debate sobre la valoración monetaria es compleja. Por un lado, el debate académico desde la economía ecológica ha debilitado los fundamentos de la economía neoclásica ambiental que siempre había dado por supuesto que todo se puede medir en unidades monetarias, y aún lo sigue manteniendo aunque los autores más serios no pueden ignorar los problemas asociados a las técnicas de valoración. Por otro lado, ha habido una sorprendente evolución por parte de muchos ecólogos y biólogos de simpatía hacia la valoración monetaria ambiental. Esta evolución tiene sobre todo una justificación pragmática. En términos simplificadores podríamos decir que muchas personas convencidas de la necesidad de dedicar muchos más esfuerzos a la conservación ambiental pensaron que esto sólo tendría eco social si se demostraba que los ecosistemas generan (lo que es muy verdad) servicios que benefician a los seres humanos y, luego, en un nuevo paso, pensaron que el tema sólo pasaría a un primer plano político si dichos servicios se medían en valor monetario. El lenguaje —que puede ser muy interesante aunque es controvertido— de los servicios ecosistémicos fue el del Millennium Ecosystem Assessment, mientras el paso siguiente queda evidenciado por el famoso proyecto internacional The Economics of Ecosystems and Bio-diversity liderado por Pavan Sukhdev.1 A veces uno tiene la sensación de que lo que guía el esfuerzo por poner a toda costa valores monetarios a los servicios ecosistémicos es sobre todo un pragmatismo mal entendido: lo importante es que salgan valores elevados, poco importa cuáles sean siempre que sean lo suficientemente grandes para despertar la conciencia pública. Como propaganda, se ha de reconocer, puede ser a veces efectiva pero la perspectiva es, desde luego, muy poco satisfactoria desde el punto de vista científico y puede ser además contraproducente.
EL CONCEPTO DE “EFICIENCIA” Y EL ANÁLISIS COSTE-BENEFICIO
Muchos economistas evaden definirse sobre cuestiones distributivas y, sin embargo, se consideran expertos en asesorar sobre decisiones de política económica, las cuales tienen prácticamente siempre efectos sobre la distribución del ingreso. ¿Cómo se supera esta contradicción? La teoría económica ha intentado separar dos aspectos de las decisiones de política económica: su impacto sobre la “eficiencia” y su impacto sobre la “distribución”. Los economistas deberían aconsejar según el primer criterio y, en principio, permanecer neutrales —al menos como expertos en economía— respecto al segundo, que pertenecería al ámbito de la política.
Un punto de partida básico de la teoría económica es el criterio de Pareto, según el cual una situación A es socialmente mejor que una situación B, si algún individuo prefiere la situación A a la B sin que nadie prefiera la situación B a la A. Pasar de B a A sería una mejora paretiana y sólo si hubiésemos agotado todos los cambios de este tipo podríamos hablar de una situación “óptima de Pareto” (obsérvese que normalmente hay muchísimas situaciones “óptimas” desde este punto de vista). Preferir A a B en dicho caso parece, desde luego, un criterio razonable. El problema es que con un criterio paretiano estricto no iremos muy lejos: dado que las decisiones de política económica, en general, implican ganadores y perdedores, el economista se vería casi imposibilitado de opinar acerca de tales decisiones si quiere —como muchas veces se pretende— evitar juicios de valor. Por ello se ha planteado un criterio menos estricto, el de mejora potencial de Pareto, mejor conocido como criterio de compensación de Kaldor-Hicks.2 Así, una decisión es eficiente si lo que se gana es mayor que lo que se pierde, de manera que los ganadores están en una posición en la que, potencialmente, pueden compensar a los perdedores y estar aún algo mejor que antes; una propuesta es eficiente si la suma de beneficios es mayor que la de costes, sean quienes sean los ganadores y los perdedores. Estos criterios de eficiencia con compensación potencial no consideran los impactos sobre la distribución: un beneficio o un coste valorado en un euro pesa lo mismo recaiga sobre quien recaiga3 (hay una variedad del análisis coste-beneficio que incorpora una dimensión distributiva dando pesos diferentes a los costes y beneficios que afectan a diversos grupos sociales según su nivel de renta, pero entonces nos alejamos de lo que es la supuesta ventaja de este análisis: ofrecer conclusiones independientes de los juicios de valor del analista).
Veamos una vez más el concepto “contaminación óptima”, tan habitual en el análisis de la economía ambiental neoclásica: la contaminación es buena mientras los beneficios que proporciona —a las empresas contaminadoras y a los consumidores que han de pagar menos por el producto— son superiores a los costes para aquellos que sufren sus consecuencias. El economista puede argumentar que si a uno le preocupan los “perdedores”, organice un sistema de compensaciones; lo que no es del todo convincente ya que el criterio de eficiencia de la compensación potencial se ha planteado, precisamente, para situaciones en las que la compensación no se produce, porque, de ser así, con el criterio de Pareto tendríamos bastante. Además, cuando la compensación efectiva pone en peligro —o parece ponerlo— el criterio de eficiencia, el economista acostumbrado a razonar sólo en términos de eficiencia tenderá a oponerse a la compensación. Así, incluso autores como Baumol y Oates, nada insensibles a los problemas distributivos, han argumentado que muchas veces sería ineficiente compensar a las víctimas de la contaminación:
si todos los vecinos de las fábricas recibiesen cantidades suficientes para compensarlos plenamente, no sólo por las molestias sino por el aumento en sus gastos de lavandería, daño a su salud, etc., obviamente nadie tendría ninguna motivación para vivir alejado de la fábrica. De esta manera, demasiadas personas elegirían vivir en condiciones afectadas por el humo, porque, de hecho, se les habría ofrecido un incentivo económico para aceptar sus efectos negativos sin que nadie reciba beneficios por ello. La ineficiencia resultante sería clara.4
Es obvio que para sumar y restar beneficios y costes (aunque no necesariamente para comparar) todo se ha de reducir a una misma unidad: el dinero. Ello es claro cuando se plantea —como hemos visto— el modelo de la contaminación óptima, y lo es más cuando se habla explícitamente de análisis coste-beneficio como técnica para la toma de decisiones.
La idea de dicha técnica es de lo más sencilla: cuando alguien ha de decidir entre uno o varios proyectos, sea un municipio o el Banco Mundial, se han de determinar, por un lado, los costes y, por el otro, los beneficios del proyecto. Se trata de sumar costes y beneficios (actualizados), y de comparar ambos, lo que nos permitirá saber si el proyecto implica o no una mejora, si el beneficio neto total es o no positivo.
Aunque la idea es sencilla, los problemas teóricos y prácticos que se plantean son enormes y, en nuestra opinión, insalvables sin una fuerte dosis de arbitrariedad. Como acabamos de señalar, un problema es olvidarse de las cuestiones distributivas. Otro por supuesto es llegar a valores monetarios que reflejen los diferentes costes y beneficios. Algunos de los valores que se necesitan parten de los datos de mercado y, por tanto, ya aparecen en unidades monetarias; por ejemplo, el coste de construcción de una represa o la pérdida de producción agrícola que implica pueden estimarse sin más problemas a partir de los valores de mercado. El punto más problemático es valorar los bienes para los cuales no existe un mercado.5 Es el caso, por ejemplo, del tiempo y de la vida humana (variables típicas a las que se tiene que asignar un valor cuando se estudia, por ejemplo, un proyecto de carretera), y es el caso de los “bienes ambientales”, como el aire limpio, la conservación de un determinado paisaje o la protección de una especie. Existen técnicas para monetizar el valor de dichos bienes, pero antes de ver en qué consisten y cuáles son sus fuertes limitaciones, nos referiremos a dos problemas fundamentales. Las decisiones de política ambiental se caracterizan frecuentemente porque, tomándose en el presente, tienen impacto futuro (en algunos casos, incluso, suponen efectos irreversibles) y también por el elevado grado de incertidumbre respecto a sus consecuencias. Los dos problemas están fuertemente ligados —la incertidumbre siempre es, obviamente, sobre el futuro, y es mayor cuanto más lejano—, pero los trataremos por separado.
EL CONCEPTO “DESCUENTO DEL FUTURO”
Descontar (o infravalorar) el futuro significa valorar menos los costes y beneficios futuros que los actuales. En el análisis coste-beneficio se adopta, casi universalmente, el criterio de descontar el futuro, de manera que si llamamos Bt y Ct a los beneficios y costes de un proyecto determinado en el periodo t, el valor neto actualizado del proyecto será:
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donde r es la tasa de descuento.
Cuando hablamos de proyectos públicos, la tasa de descuento puede elegirse socialmente y no ser, por fuerza, igual al tipo de interés de mercado. Aunque lo habitual es identificar ambas tasas, existe una abundante discusión sobre las razones por las que la tasa de descuento social debería ser diferente a la de mercado. Sin embargo, el acuerdo sobre la necesidad de aplicar una tasa de descuento positiva es aplastantemente mayoritario entre los economistas —aunque muy cuestionable desde la perspectiva de la economía ecológica—.
Aplicar una tasa de descuento hace que beneficios y costes pierdan i...

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