Vida y obra de Ramón Llull
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Vida y obra de Ramón Llull

Filosofía y mística

Joaquín Xirau

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Filosofía y mística

Joaquín Xirau

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Filósofo, poeta y teólogo nacido en Palma de Mallorca probablemente en 1233, Ramón Llull se consagró a la vida religiosa inspirado por la misión de convertir infieles. Su actividad misionera y sus esfuerzos educativos se vieron reflejados en numerosos escritos que tuvieron una amplia difusión en su época y alcanzaron un lugar de honor en la historia de la literatura medieval española. La presente obra recoge aquellas de sus ideas que han influido con mayor fuerza en la evolución del pensamiento universal.

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Information

Year
2012
ISBN
9786071609137

III. El “arte magna” y el árbol de ciencia

El racionalismo de Ramón Llull.
Su sentido histórico

No es posible comprender los resortes más íntimos del pensamiento moderno sin penetrar con alguna precisión en la intrincadísima trama de las aspiraciones y conflictos espirituales, que prestan sentido a la historia de la cultura medieval. En ella tiene su raíz. De ella arrancan todo su honor y todos sus quebrantos. Y el pensamiento filosófico de Ramón Llull se desenvuelve precisamente en el momento culminante, en que se abre la gran encrucijada que conduce directamente desde lo medieval hasta lo moderno.
Sólo en esta perspectiva es posible alcanzar a comprender la unidad vital de los temas que se cruzan en su aspiración al parecer desorbitada: radicalismo lógico y exaltación mística, especulación casi esotérica y proselitismo popular, contemplación extática y acción misionera arrebatada.
El espíritu cristiano que, desde su aparición, impregna todas las manifestaciones de la historia de la civilización occidental aloja en su seno un conflicto de la más difícil solución. La razón griega le presta ordenación y forma. Sus materiales le sirven para la construcción de su templo terrestre. No es fácil, sin embargo, manejarlos y ajustarlos sin que su arquitectura luminosa desaloje la temblorosa palpitación del misterio trascendente y proponga al fervor incondicionado de la fe los más graves dilemas.
De ahí que el problema de las relaciones entre la razón y la fe corra a todo lo largo de su trayectoria.
Virtutes paganorum splendida vitia. En esta frase trémula, atribuida a san Agustín, se halla implícito todo el nervio del conflicto. Trátase de virtudes. Pero son de los paganos. En tanto que paganas son, en realidad, vicios. Pero vicios espléndidos. Frente a la impetuosa repulsa de Tertuliano y su adhesión incondicional al absurdo, precisamente en su calidad de absurdo, y al transparente racionalismo de Orígenes, que identifica la revelación cristiana con el esplendor de la tradición platónica, es la metafísica de san Agustín el primer intento clarividente de conciliación.
Tras una lucha secular, que se inicia con vigor inusitado con la aparición de la primera gran metafísica medieval —Escoto Erígena— y culmina en la pugna entre la dialéctica de Abelardo y la teología mística de san Bernardo, en el momento de más alta gloria de la cultura medieval, el grave dilema parece haber encontrado una solución equilibrada, llena de armonía y de parsimonia gracias al genio de santo Tomás. Entre el conocimiento filosófico, obtenido por la luz natural y arraigado en la tradición aristotélica, y el conocimiento sobrenatural, recibido por la fe y aclarado por la sabiduría teológica y mística, no parece que pueda haber la menor sombra de contradicción. El primero, plenamente autónomo, en la esfera limitada de su jurisdicción, se incorpora o subordina al segundo. En éste se halla la instancia suprema que decide inapelablemente sobre las últimas y más altas cuestiones. El conocimiento se subordina a la fe. La filosofía es recibida y confirmada en su función de sierva de la teología.
Sin embargo, en el cimiento mismo de la doctrina que sirvió de base a la conciliación —la filosofía aristotélica— se encuentra el germen de la más grave crisis. Con Aristóteles y a través de España —Córdoba, Toledo— vino su comentario arábigo y junto con él la más perfecta matemática hasta entonces conocida.
De ahí, de una parte, la doctrina de la doble verdad, iniciada por los denominados averroistas latinos de la Universidad de París y llevada a sus últimas consecuencias por Guillermo de Occam y el nominalismo o terminismo. Según ella, es posible que sea verdad en teología lo que no es verdad para la filosofía, y que lo que la filosofía afirma legítimamente sea negado con idéntica licitud por la teología. La ciencia tiende a separarse de la fe. Suprimida la arquitectura metafísica de lo real, mantenida sobre todo por la tradición platónico-agustiniana, mediante la crítica nominalista, el intento de reducir la ciencia a una elaboración matemática, de la experiencia, en sí misma amorfa, vigorosamente iniciado por los franciscanos de Oxford —Roger Bacon y Grosseteste— alcanza cada día mayor volumen y avanza hasta desembocar en la constitución de la nuova scienza de Galileo. La ciencia se erige en único intérprete de lo real. El contenido de la fe queda relegado a la teología y destituido de su pretensión científica. De esta separación radical entre el saber y la fe surgen más tarde todas las tendencias del naturalismo y del positivismo, hasta nuestros días.
Frente al riesgo que ella lleva consigo, surge en pleno siglo XIII una corriente radicalmente opuesta. Su punto de arranque está también en los medios franciscanos y, a través de ellos, se vincula con lo más eminente de la tradición platónica cristiana. Reaparece la aspiración a demostrar el contenido de la fe mediante “razones necesarias”, ya formulado por san Anselmo y los victorinos. Frente al averroismo latino y la doctrina de la doble verdad, trátase de penetrar la totalidad de los misterios de la fe mediante la luz de la razón, de organizar la totalidad de los dogmas de la tradición cristiana en un sistema arquitectónico capaz de obtener la adhesión universal. De esta tendencia surge, a través de los místicos alemanes —Eckart, Gerson, etc.—, del obispo Sussano y de los grandes “naturalistas” del Renacimiento —Telesio, Giordano Bruno, Campanella— toda la metafísica del idealismo moderno desde Spinoza y Leibniz hasta Hegel, pasando por Malebranche, Berkeley, Kant, Fichte, Schelling, etc. El problema de la relación entre la razón y la fe persiste a todo lo largo de su desenvolvimiento. Trátase de llevarlo a una conciliación suprema, en la cual el contenido entero de la fe acaba por ser absorbido en las articulaciones necesarias de una deducción dialéctica racional. Todavía en Hegel persisten todos los temas de la teología medieval. Pero su reverberación de misterio se somete a un tratamiento lógico riguroso e implacable.
En esta bifurcación irreductible, que desintegra paulatinamente la aspiración armónica de los siglos medievales y cuya separación se acentúa a medida que los tiempos avanzan, los franciscanos ingleses inician el movimiento empírico y matemático que sirve de base a todo el desarrollo de las denominadas ciencias positivas y a las filosofías naturalistas que se apoyan en ellas. Ramón Llull, franciscano también, por temperamento y por vocación se vincula con la corriente racionalista que, pasando por san Anselmo y los victorinos, llega a su cima en la teología mística de san Buenaventura, y la lleva a un radicalismo antes nunca sospechado. De él arranca el movimiento metafísico que, hincando gradualmente, mediante “razones necesarias”, en las profundidades de la “ciencia infusa” e insistiendo en el tema de la radical conciliación, acaba por reducir ambas dimensiones —la racionalista y la mística— a la unidad de una sola concepción. A fuerza de insistir en el aspecto racional de la tradición teológica y mística termina por desalojar de su seno el misterio implícito.
Es, en algún modo, una vuelta al origen. El pensamiento neoplatónico, que el cristianismo puso a su servicio, acaba por suplantarlo. De ahí que, al avanzar vigorosamente a lo largo de la ciencia moderna, provoque la más resuelta oposición. Testimonio de ella son, en el siglo XVII, Pascal; en el siglo XVIII, la mística quietista y pietista, y en el siglo XIX la reacción tradicionalista y el irracionalismo de Kierkegaard y Unamuno. Es una reacción análoga a la de Tertuliano frente a Orígenes. La armonía intentada en el siglo XIII llega al punto culminante de su desintegración.
Absurdo sería, como con escasa reflexión por algunos se ha intentado, atribuir a Ramón Llull algo que ni de lejos se pareciera a aquel racionalismo radical. En él hay que buscar, sin embargo, su primera raíz.
La metafísica moderna, sin romper un solo momento los lazos que la unen a los temas, a las fuentes y a los grandes problemas de la vida religiosa, sin dejar de alimentarse en su savia, alcanza gradualmente un desarrollo enteramente laico y autónomo. El pensamiento de Ramón Llull se halla enteramente sumergido en el misterio sacro de la tradición cristiana más auténtica. Aun en los momentos de mayor radicalismo, sus “razones necesarias”, como en san Anselmo y Ricardo San Víctor, lejos de absolverlo y dominarlo, lo iluminan y lo aclaran desde lo más íntimo. Se hallan abismadas y sumidas en sus senos más profundos. Nada más opuesto a la conciencia laica, que madura en la edad moderna, que el espíritu de Ramón Llull. Su “racionalismo” es fruto de su “exaltación”. No es todavía una mística de la razón. Es más bien la razón exaltada a términos de contemplación mística y siempre al servicio de una iluminación carismática. La razón se funda en la sinrazón. Ramón “el sabio” toma su punto de arranque y cifra sus más altos designios en los afanes desorbitados de Ramón “el loco”. No se olvide, sin embargo, que aun en su etapa de más consecuente rigor, este afán inmoderado no desaparece jamás del todo de la dialéctica racionalista ni que Descartes recibe todavía “por iluminación” la articulación básica de su sistema y en el entusiasmo que ello le suscita pone, desde su nacimiento, a los pies de Nuestra Señora de Loreto el cuerpo entero del racionalismo moderno. Es la ironía de la historia.[1]

La razón y la fe

Para comprender el afán racionalista de Ramón Llull, no hay que perder de vista la peculiar situación histórica en que se desarrolla su personalidad. El problema de la fe y la razón se matiza en el contexto de sus propósitos. No se olvide, ante todo, su fervoroso afán de cruzada misionera. La totalidad de su filosofía está al servicio de un interés proselitista y es, en este respecto, antiescolástica y popular. La “escuela” es para él únicamente un instrumento de acción. Este designio, aparte su punto de arranque en el impulso estrictamente franciscano, se matiza y precisa por la situación peculiar de España y especialmente de Cataluña, en la encrucijada de las tres grandes culturas que se disputan a la sazón el predominio del mundo. En las plazas públicas de las ciudades catalanas se levantan púlpitos para celebrar polémicas entre teólogos eminentes de las distintas religiones. Una de ellas fue solemnemente presidida por el rey Jaime I. Lo que en París eran cuestiones académicas se convertían en Barcelona en problema de la más vital y palpitante actualidad.
De otra parte, al emprender la cruzada misionera, orientada a África, al próximo Oriente y al horizonte ilimitado de infidelidad que tras ellas ha visto dibujarse —los tártaros, los abisinios, los negros de África, etc.— ve en peligro el centro mismo de su acción apostólica. El pensamiento musulmán —Averroes, el averroismo latino— amenaza infiltrarse en la Universidad de París. Frente a esta acción envolvente del enemigo y para afianzar su base de refacción espiritual, asienta secundariamente sus reales en el Gran Estudio de la Montaña de Santa Génova, participa activamente en la campaña contra el averroismo latino y se convierte en el paladín más esforzado de la polémica antiaverroista.
En fin, en las altas esferas del mundo musulmán tendía a atenuarse el fervor de la fe. Claramente se percibía que era posible penetrar en ellas mediante el uso de “razones naturales”. De ahí la necesidad de perfeccionar las armas polémicas desde el punto de vista estrictamente racional.
Con este objeto —y especialmente contra los judíos— escribe Ramón Martí su Pugio Fidel para probar “por razones demostrativas e irrefragables” todos los símbolos de la fe. Con la misma inspiración y con especial consideración de la polémica española, redacta santo Tomás de Aquino la Suma contra gentiles. Uno y otro por sugestión y aviso y al servicio del plan de conversión persuasiva concebido por la figura culminante de Ramón de Penyafort. Trátase de “introducir” en la fe mediante el uso de la razón… Por todos ellos se da por supuesto, sin embargo, que los artículos de la fe no pueden probarse mediante demostraciones.
Ramón Llull pasa de lo uno a lo otro. A ello le lleva el ímprobo celo de su acción personal. Frente al infiel, siente con vivacidad que, privado éste de la luz de la revelación, pero dotado de la facultad racional, sólo mediante el ejercicio de ésta será posible conducirlo a la participación de aquélla. San Anselmo, para demostrar la existencia de Dios, se sitúa ante un hipotético “insensato” que niega resueltamente su existencia e intenta hacerlo comprender que lo lleva perennemente impreso en su semejanza racional. Ramón Llull se encuentra en persona ante la presencia viva de la multitud de los infieles. Su “insensatez” no llega a tanto como a negar la existencia de Dios. Rechazan, empero, la forma específica en que se destaca su esencia a la luz de la revelación evangélica. “Descreson que Deus del cel sia en Santa Trinitat ni-m Santa Maria encarnat”. La Trinidad y la Encarnación. He ahí los dogmas diferenciales. En ellos hay que concentrar las mejores armas de la gran polémica. Para que los infieles “sean traídos a la santa fe católica”, es preciso “que sea conocida por el entendimiento la norma y la verdadera luz mediante la cual Dios lo ha iluminado a fin de que pueda entender los artículos de la fe por razones necesarias”. Por la gracia de Dios, el entendimiento es capaz de comprender los artículos de la fe. Reflejo del Verbo divino, en su “imagen y semejanza” es posible descubrir las huellas del Creador y articularlas en forma convincente. Dios es razón. Desde la más íntima esencia de la razón es posible reconocer la esencia de Dios.
Aun en el momento de su mayor radicalismo —Schelling, Hegel, etc.— conserva el racionalismo la huella de su fuente cristiana. La Trinidad y la Encarnación de Dios ostentan todavía en ellos, en el movimiento acompañado de su pompa dialéctica, el residuo de su sombra simbólica.
Rómpese la armonía lograda por el esfuerzo tomista. Los límites impuestos a la razón tienden a distenderse. La demostración por “razones necesarias”, intentada por san Anselmo y por los victorinos, recobra su aliento y es llevada a extremos antes no sospechados. Persiste el credo ut intelligam —para conocer es preciso antes creer— de san Agustín. Pero la fe necesita de la razón y busca su auxilio. Avanza el intelecto sobre la fe para comprenderla e iluminarla. Es preciso comprender la palabra de Dios, alumbrar el misterio de la fe. El misterio es inefable y ciego para la inmensa mayoría de los hombres, dotado de luminosidad intransferible para aquellos que son capaces de acceder a él mediante la gracia de la iluminación mística. No es imposible destacar las articulaciones necesarias, entrevistas en el éxtasis de la iluminación, para transmitir, por lógica constricción, la opaca luz de su misterio a las mentes cerradas a ella. La luz increada se manifiesta directamente sólo a una pequeña minoría. Para los demás permanece alejada, perdida en el abismo recóndito de lo sobrenatural. Es posible, sin embargo, que aquellos que han tenido la fortuna de alcanzarla elaboren un instrumento al alcance de todos y capaz de ponerles en presencia del misterio inextricable y en la necesidad de hincarse incondicionalmente ante él.
“Es cosa cierta y manifiesta que mejor se mortifica y destruye el error con razones necesarias que con la fe. De ahí que el entendimiento y la luz de la sabiduría convengan en entender, y la fe y la ignorancia convengan en creer.” Por eso es más fácil “confundir los errores y las falsas opiniones de los infieles, que cada día pugnan por destruir la santa Iglesia romana y se hallan más dispuestos a recibir la verdad, por necesarias demostraciones que por la fe o la creencia demostrada”. Para los cristianos, es la vía más fácil proceder de la fe a la razón que la declara. Para los infieles, sólo es posible llegar a la fe mediante la senda de la razón, pues Dios sólo “da luz de fe a los hombres que se convierten, creyendo la verdad”… Y “por la virtud de Dios tienen el poder de entender y demostrar y de recibir la verdad por razones necesarias”… Dios ha querido que en algunos hombres —los cristianos— el error sea destruido por la luz de la fe”… Pero “tanto más adquiere y ha ...

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