El Dhammapada
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El Dhammapada

El camino de la verdad

Alberto Blanco

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El camino de la verdad

Alberto Blanco

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Libro central del budismo cuya concisión profundiza en el sentido de las palabras. Alberto Blanco ofrece esta nueva versión, acompañada de fotografías tomadas en India por Pepe Navarro especialmente para esta edición.

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Information

Year
2014
ISBN
9786071621863

El camino de la verdad

Tras el vivir y el soñar,
está lo que más importa:
despertar
.
ANTONIO MACHADO
CUANDO EL BUDA OBTUVO al fin su iluminación meditando sin pausa al pie del árbol Bodhi —dice la leyenda— permaneció inmóvil, absorto, absolutamente atento por siete días. Al cabo de este tiempo se puso de pie, dio siete pasos atrás y permaneció allí observando durante otros siete días el sitio de su iluminación. Luego dedicó otros siete días más al ir y venir entre estos dos puntos: uno que simboliza la experiencia de lo absoluto, y otro, la de lo relativo. Acto seguido se volvió a sentar por siete días más, y durante este periodo revisó en detalle, libro por libro, las enseñanzas de lo que después vendría a ser el Abhidhamma Pitaka. Luego, por siete días más meditó en la doctrina y en la dulzura del Nirvana y, de acuerdo con algunos libros, fue justamente en este momento cuando el Buda fue tentado por las terribles hijas de Mara. Después de resistir la tentación, y contando con la protección de la serpiente Mucalinda, logró soportar durante siete días una espantosa tormenta. Hasta que finalmente el Buda se pudo sentar en la más absoluta paz por siete días.[1] Al cabo de esta ardua tarea exclamó:
¡Cuántas veces he vivido
sin conocer al hacedor de este cuerpo!
¡Cuántas veces he nacido para buscarlo!
Es doloroso volver a nacer…
Pero ahora te he visto, ¡oh Hacedor!
Todos los deseos se han apagado:
la sabiduría ha sido concedida.
No construirás este cuerpo otra vez.
Era el Buda en todo su esplendor. Despierto en lo absoluto. Iluminado para siempre. Sin embargo, una voz en su interior no cesaba de repetir:
¿Para qué revelar esta verdad?
El necio y el egoísta no la van a entender;
es demasiado profunda, inexplicable…
Esto no se puede enseñar…[2]
Y dicen las leyendas que los dioses le suplicaron que tuviera compasión y que enseñara la doctrina. Brahma mismo (no olvidar que al igual que el cristianismo se desplantó del judaísmo, el budismo hizo otro tanto a partir del hinduismo), como Dios tutelar del pasado, se hizo presente y le dijo: “¡Por favor enseña!”
Y el Buda, después de vencer sus dudas, dijo: “Sí, voy a enseñar, pero no la sabiduría, no la naturaleza búdica —que en verdad no puede ser enseñada—; lo que voy a hacer es mostrar a los hombres el camino hacia esta naturaleza búdica, el camino de la verdad”. Esto es, en muy pocas palabras, el budismo: el camino hacia la propia naturaleza. Mejor aún: el vehículo para recorrer este camino. Y recordemos, de paso, que un vehículo sólo sirve allí donde hay camino.
Sin embargo, como sucede más temprano que tarde con todas las empresas humanas, pronto comenzaron los desacuerdos entre los discípulos del Buda que interpretaban de diversas, extrañas y hasta contradictorias maneras sus enseñanzas. Así, lo que en un principio fueron sólo diferencias de matiz terminó, con el tiempo, por generar una serie de escuelas:
Para el conocedor del budismo todas ellas se agrupan en dos grandes orientaciones principales; concretamente, la Hinayana, que significa “vehículo pequeño” y la Mahayana, que significa “vehículo grande”. Estas escuelas son llamadas así porque transportan al hombre a través del océano del sufrimiento hasta la liberación. Las escuelas del “vehículo pequeño” están especialmente difundidas en Ceilán, Birmania y Tailandia; por este motivo se les llama generalmente Escuelas meridionales. Las escuelas del “vehículo grande”, extendidas por China, Tíbet, Mongolia, Corea y Japón, son llamadas Escuelas septentrionales[3]
Retomemos ahora la idea del budismo como vehículo. Tal vez la mejor manera de explicar con sencillez y claridad en qué consiste la diferencia principal entre la doctrina de El Pequeño Vehículo y la de El Gran Vehículo sería repetir aquí el relato que, en cierta ocasión, le escuchara al gran filósofo de la mitología y las religiones Joseph Campbell. En aquella conferencia —palabras más, palabras menos— Campbell platicó acerca de un viaje que hizo con un amigo suyo en un transbordador que iba de Manhattan a Jersey. Él y su amigo estaban hartos ya de Manhattan: el ruido, la contaminación, la ferocidad del tráfico, la competencia despiadada, las agresiones, etc. Mirando con esperanza hacia el oeste, sobre las aguas del río Hudson, deseaban ardientemente salir de allí e ir a Jersey.
En esto estaban, en la orilla de la isla, cuando de pronto ven, entre la bruma —como en un sueño, como si fuera una ilusión—, que zarpa un transbordador desde la otra orilla, desde la costa dorada de Jersey, y se acerca justamente hacia donde ellos se encuentran. En el transbordador viene un hombre que dice:
—¿No hay nadie que quiera ir a Jersey?
—Pero si es exactamente adonde queremos ir —contestan los amigos.
—Muy bien. Sólo que hay una condición —replica el barquero.
—¿Qué condición? —preguntan ellos.
—¡No hay regreso!
Y esto es precisamente lo que representa —en la moderna alegoría de Joseph Campbell— el Pequeño Vehículo, el budismo Hinayana: una vez emprendido el viaje, no hay regreso. El vehículo es pequeño y, en más de un sentido, incómodo, pero tan sólo los hombres y las mujeres que a través de la vida monástica renuncien al mundo podrán llegar a la otra orilla.
Y sigue el relato: los dos amigos montan el transbordador y se hacen a la mar. Pero el viaje resulta mucho más largo, tal vez, de lo que habían imaginado. Sin embargo, al poco tiempo se acostumbran a la vida en el agua —se han vuelto monjes— y llevan a cabo sus tareas: limpian la cubierta, lavan las máquinas, mantienen todo en orden y hasta se llegan a creer superiores a los tontos que han dejado detrás. Así, tras dos o tres o más encarnaciones, llegan a la costa de Jersey: la anhelada orilla de la no-dualidad. Ni esto ni aquello. Ni placer ni dolor. Ni pasado ni futuro. Ni tú ni yo. Como dice T. S. Eliot en el primero de los Cuatro cuartetos, “Burnt Norton”:
En el punto inmóvil del mundo que gira.
Ni carne ni ausencia de carne; ni desde ni hacia;
en el punto inmóvil: allí está la danza,
y no la detención ni el movimiento.
Y no llamen fijeza
al sitio donde se unen pasado y futuro.
Ni ida ni vuelta, ni ascenso ni descenso.
De no ser por el punto, el punto inmóvil,
no habría danza, y sólo existe danza.
Sólo puedo decir: allí estuvimos,
no puedo decir dónde; tampoco cuánto tiempo,
porque sería situarlo en el tiempo.[4]
La realidad total, ni más allá del tiempo, ni fuera del tiempo; la realidad sin tiempo, absoluta, de la naturaleza búdica. Y continúa el relato: Ya estando allí —aquí— se les aparece Manhattan a lo lejos, con sus nubes de mugre y el destello de los viejos edificios. Sienten pena, y algo en lo más íntimo de su corazón despierta y los impulsa poderosamente a volver. En el sentido figurado de esta parábola se trata de unos Bodisatvas: y aquí estamos hablando ya del budismo Mahayana, el Gran Vehículo. Para llegar al otro lado han renunciado a todo: familia, nombre, dinero, futuro. Han alcanzado la iluminación y, sin embargo, por una compasión trascendental deciden volver:
El Mahayana parecía grande por muchas razones, sobre todo por lo universalmente inclusivo de su simpatía, del vacío que enseñaba, y por la grandeza de la meta que predicaba, que no era otra que la misma naturaleza búdica. En su significado original, Hinayana es un término insultante, y sólo raras veces lo usaban los Mahayanas. Por lo general se referían a sus opositores como Los discípulos. En la actualidad la palabra Hinayana se puede emplear con fines descriptivos, al igual que, en la historia del arte, las palabras barroco o rococó son hoy en día términos descriptivos, aunque originalmente expresaban desaprobación del arte en cuestión.[5]
Sin embargo, hay que hacer notar que, en términos generales, el cisma entre estas dos escuelas no fue tan grave como en un principio pudiera parecer. La prueba está en que muchos monasterios albergan bajo un mismo techo a partidarios de ambos sistemas. Ciertamente las diferencias disminuían a medida que los devotos involucrados tenían mayor participación y conciencia, pues, después de todo, la meta que todas las sectas perseguían era la misma: acabar con el sufrimiento. Ya en el siglo VIII de nuestra era I-tsing relata...

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