Historia de la locura en la época clásica, I
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Historia de la locura en la época clásica, I

Michel Foucault, Juan José Utrilla, Juan José Utrilla

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Historia de la locura en la época clásica, I

Michel Foucault, Juan José Utrilla, Juan José Utrilla

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Clásico entre los clásicos modernos, este ensayo construye una historia de la razón a partir de la historia de la locura, buscando en ambas las constantes que definen su entorno cultural. Este hecho, que modifica profundamente el perfil interior de la experiencia occidental, es el objeto de la mirada de Michel Foucault.

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SEGUNDA PARTE
INTRODUCCIÓN
Verdad trivial a la que ya es tiempo de volver ahora: la conciencia de la locura, al menos en la cultura europea, nunca ha sido un hecho macizo, que forme un bloque y se metamorfosee como un conjunto homogéneo. Para la conciencia occidental, la locura surge simultáneamente en puntos múltiples, formando una constelación que se desplaza poco a poco, transforma su diseño y cuya figura oculta, quizá, el enigma de una verdad. Sentido siempre fracasado.
Pero, después de todo, ¿qué forma del saber es bastante singular, esotérica o regional para no ser dada nunca más que en un punto, y en una formulación única? ¿Qué conocimiento es sabido al mismo tiempo bastante bien y bastante mal para ser conocido una sola vez, de una sola manera, según un solo tipo de aprehensión? ¿Cuál es la figura de la ciencia, por coherente y cerrada que sea, que no deje gravitar a su alrededor formas más o menos oscuras de conciencia práctica, mitológica o moral? Si no hubiese vivido en un orden disperso y reconocido solamente por sus perfiles, toda verdad entraría en el sueño.
Quizá, sin embargo, cierta no coherencia es más esencial a la experiencia de la locura que a ninguna otra; quizá esta dispersión concierne, antes que a diversos modos de elaboración entre los cuales sea posible sugerir un esquema evolutivo, a lo que hay de más fundamental en esta experiencia y más próximo de sus datos originarios. Y en tanto que en la mayor parte de las otras formas del saber la convergencia se esboza a través de cada perfil, aquí la divergencia se inscribe en las estructuras, no autorizando otra conciencia de la locura más que la ya rota y fragmentada desde el principio en un debate que no puede terminar. Puede ocurrir que unos conceptos o una cierta pretensión de saber recubran de manera superficial esta primera dispersión: testigo, el esfuerzo que hace el mundo moderno para no hablar de la locura más que en los términos serenos y objetivos de la enfermedad mental, y para dejar en las sombras los valores patéticos en los significados mixtos de la patología y de la filantropía. Pero el sentido de la locura en una época dada, incluso la nuestra, no hay que preguntarlo a la unidad al menos esbozada de un proyecto, sino a esa presencia desgarrada, y si ocurre a la experiencia de la locura tratar de superarse y de equilibrarse, proyectándose sobre un plano de objetividad, nada ha podido borrar los valores dramáticos dados desde el origen a su debate.
Con el curso del tiempo, ese debate retorna con obstinación: incansablemente, puede poner en juego, bajo formas diversas, pero con la misma dificultad de conciliación, las mismas formas de conciencia, siempre irreductibles.
1. Una conciencia crítica de la locura, que la reconoce y la designa sobre el fondo de lo razonable, de lo reflexionado, de lo moralmente sabio; conciencia que se entrega por completo en su juicio, desde antes de la elaboración de sus conceptos; conciencia que no define, que denuncia. La locura es concebida allí a modo de una oposición resentida inmediatamente; estalla en su visible aberración, mostrando por una plétora de pruebas “que tiene la cabeza vacía y está invertida”.1 En ese punto aún inicial, la conciencia de la locura es segura de sí misma, es decir, de no estar loca. Pero se ha arrojado, sin medida ni concepto, en el interior mismo de la diferencia, en lo más vivo de la oposición, en el corazón de ese conflicto en que locura y no locura intercambian su lenguaje más primitivo, y la oposición se vuelve reversible: en esta ausencia de punto fijo, bien puede ser que la locura sea razón, y que la conciencia de locura sea presencia secreta, estratagema de la locura misma.
Quien por viajar se embarca en bajel,
ve que se va la tierra, y no que avanza él.2
Pero, puesto que para la locura no existe la certeza de no estar loca, hay allí una locura más general que todas las otras, y que coloca en el mismo sitio que a la locura a la más obstinada de las sabidurías.
Y cuanto más cavila mi caletre profundo,
mi convicción es firme, que yerra todo el mundo.3
Sabiduría frágil, pero suprema. Supone, exige el perpetuo desdoblamiento de la conciencia de la locura, su hundimiento en la locura y su nuevo surgimiento. Se apoya sobre valores, o, antes bien, sobre el valor, formulado desde el principio, de la razón, pero la suprime para encontrarla inmediatamente en la lucidez irónica y falsamente desesperada de esta abolición. Conciencia crítica que finge llevar el rigor hasta hacerse crítica radical de sí misma, y hasta arriesgarse en lo absoluto de un combate dudoso, pero que se guarda de ello, secretamente, por adelantado, reconociéndose como razón en el hecho único de aceptar el riesgo. En un sentido, el compromiso de la razón es total en esta oposición sencilla y reversible a la locura, pero sólo es total a partir de una secreta posibilidad de zafarse completamente.
2. Una conciencia práctica de la locura: aquí la separación no es ni virtualidad ni virtuosismo de la dialéctica. Se impone como una realidad concreta porque es dada en la existencia y las normas de un grupo; pero, más aún, se impone como elección, como elección inevitable, puesto que hay que estar de este lado o del otro, en el grupo o fuera del grupo. Además, esa elección es una elección falsa, pues sólo quienes están en el interior del grupo tienen el derecho de designar a quienes, estando considerados como en el exterior, son acusados de haber escogido estar allí. La conciencia, solamente crítica, que han desviado se apoya sobre la conciencia de que han escogido otra vía, y por ello, se justifica —se aclara y se oscurece a la vez— en un dogmatismo inmediato. No es una conciencia perturbada por haberse comprometido en la diferencia y la homogeneidad de la locura y de la razón; es una conciencia de la diferencia entre locura y razón, conciencia que es posible en la homogeneidad del grupo considerado como portador de las normas de la razón. Para ser social, normativa, sólidamente apoyada desde el principio, esta conciencia práctica de la locura no deja de ser dramática; si implica la solidaridad del grupo, indica igualmente la urgencia de una separación.
En esa separación se ha callado la libertad siempre peligrosa del diálogo; no queda más que la tranquila certidumbre de que hay que reducir la locura al silencio. Conciencia ambigua, serena, puesto que está segura de detectar la verdad, pero inquieta de reconocer los sombríos poderes de la locura. Contra la razón, aparece ahora desarmada la locura; pero contra el orden, contra lo que la razón puede manifestar de ella misma en las leyes de las cosas y de los hombres, revela extraños poderes. Es este orden el que siente amenazado esta conciencia de la locura, y la separación que ella consuma arriesga su suerte. Pero ese riesgo es limitado, falsificado desde el principio; no hay confrontación real, sino el ejercicio sin compensación de un derecho absoluto que la conciencia de la locura se arroga desde el origen al reconocerse como homogéneo a la razón y al grupo. La ceremonia triunfa sobre el debate, y no son los avatares de una lucha real que expresa esta conciencia de la locura, sino tan sólo los ritos inmemoriales de una conjuración. Esta forma de conciencia es, al mismo tiempo, la más y la menos histórica; se da a cada instante como reacción inmediata de defensa, pero esta defensa no hace más que reactivar todas las viejas obsesiones del horror. El asilo moderno, si al menos se piensa en la conciencia oscura que le justifica y que funda su necesidad, no está puro de la herencia de los leprosarios. La conciencia práctica de la locura, que parece no definirse más que por la transparencia de su finalidad, es sin duda la más espesa, la más cargada de antiguos dramas en su ceremonia esquemática.
3. Una conciencia enunciadora de la locura, que da la posibilidad de decir en lo inmediato, y sin ninguna desviación por el saber: “Aquél es un loco”. No es aquí cuestión de calificar o descalificar a la locura, sino solamente de indicarla en una especie de existencia sustantiva; hay allí, ante la mirada, alguien que está irrecusablemente loco, alguien que es evidentemente loco: existencia simple, inmóvil, obstinada, la locura antes de toda calidad y de todo juicio. La conciencia no está entonces al nivel de los valores: de los peligros y de los riesgos; está al nivel del ser, no siendo otra cosa que un conocimiento monosilábico reducido a lo constante. En un sentido, es la más serena de todas las conciencias de la locura, puesto que no es, en suma, más que una simple aprehensión perceptiva. No pasando por saber, evita hasta las inquietudes del diagnóstico. Es la conciencia irónica del interlocutor del Sobrino de Rameau, es la conciencia reconciliada con ella misma que, apenas habiendo ascendido del fondo del dolor, cuenta, a medio camino entre la fascinación y la amargura, los sueños de Aurelia. Por sencilla que sea, esta conciencia no es pura: entraña un retroceso perpetuo, puesto que supone y prueba a la vez que no es locura por el hecho mismo de que ella es su conciencia inmediata. La locura no estará allí, presente y designada en una evidencia irrefutable, más que en la medida en que la conciencia ante la que está presente la ha recusado ya, definiéndose por relación y por oposición a ella. No es conciencia de locura más que ante el fondo de conciencia de no ser locura. Por libre de prejuicios que pueda estar, por alejada de todas las formas de coacción y de represión, siempre es cierta manera de haber dominado ya la locura. Su negativa a calificar la locura presupone siempre cierta conciencia ...

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