Apología para la historia o el oficio de historiador
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Apología para la historia o el oficio de historiador

Marc Bloch, María Jiménez, Danielle Zaslavsky, María Antonia Neira B., María Jiménez, Danielle Zaslavsky, María Antonia Neira B.

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Marc Bloch, María Jiménez, Danielle Zaslavsky, María Antonia Neira B., María Jiménez, Danielle Zaslavsky, María Antonia Neira B.

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En 1943 Marc Bloch interrumpió su trabajo Apología para la historia o el oficio de historiador para incorporarse a la resistencia antinazi. Su colega Lucien Febvre corrigió y preparó una edición póstuma del que se creía el único texto. Sin embargo, su hijo Etienne Bloch recuperó el original e incorporó las sucesivas versiones de la obra revisando los manuscritos de su padre, a los que Febvre no había tenido acceso. Nos ofrece así la posibilidad de descubrir el trabajo de un historiador que define prácticas, objetivos; en suma, que reflexiona sobre su oficio.

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Information

Year
2014
ISBN
9786071619006

III. LA CRÍTICA

1. BOSQUEJO DE UNA HISTORIA DEL MÉTODO CRÍTICO

Hasta los policías más in genuos saben1 que no se debe creer sin más a los testigos. Sin perjuicio de no siempre sacar el mejor partido de este conocimiento teórico. Asimismo, desde hace mucho, uno se previene de no aceptar ciegamente todos los testimonios históricos. Por una experiencia casi tan antigua como la humanidad, sabemos que más de un texto se atribuye otro origen2 del que realmente tiene: no son verídicos todos los relatos y las huellas materiales también pueden ser falsificadas. En la Edad Media, ante la abundancia misma de documentos falsos,3 la duda fue [a menudo] una suerte de reflejo natural de defensa.4 “Con tinta, cualquiera puede escribir cualquier cosa”, exclamaba en el siglo XI un hidalgo lorenés, en pleito con unos frailes que presentaban pruebas documentales contra él. La donación de Constantino —sorprendente lucubración que un clérigo romano del siglo VIII atribuyó al primer César cristiano— fue cuestionada tres siglos más tarde por los allegados del muy piadoso emperador Otón III. Las falsas reliquias se persiguieron casi desde el momento en que hubo reliquias.
Sin embargo, el escepticismo como principio no es una actitud intelectual más valiosa ni más fecunda que la credulidad, con la cual, por otra parte, fácilmente se combina en muchas mentes simplistas. Durante la otra guerra, conocí a un veterinario bonachón, que no sin razón se negaba sistemáticamente a creer en las noticias de los periódicos. Pero si un compañero ocasional5 le soltaba las cosas más inverosímiles, él se las tragaba sin ninguna dificultad.
[Tampoco podía llevarnos muy lejos la crítica basada únicamente en el sentido común, que durante mucho tiempo ha sido la única que se ha practicado y que todavía seduce a algunos. En efecto, ¿en qué consiste las más de las veces este supuesto sentido común? Nada más que en un compuesto de postulados no razonados y de experiencias apresuradamente generalizadas. ¿Trátase del mundo físico? Negó los antípodas, niega el universo einsteiniano, tachó de fábula el relato de Herodoto cuando contaba que los navegantes, al dar la vuelta alrededor de África, veían un día el punto donde sale el sol pasar de su derecha a su izquierda. ¿Trátase de actos humanos? Lo peor es que las observaciones así convertidas en algo eterno pertenecen forzosamente a un momento muy corto de la duración, o sea, la nuestra. Ahí es donde radica el vicio principal de la crítica volteriana, por otra parte tan penetrante. No sólo las rarezas individuales son de todos los tiempos. Más de un estado de ánimo que antes era común hoy nos parece raro porque ya no lo compartimos. Al parecer, “el sentido común” impediría aceptar que el emperador Otón I haya podido suscribir en favor de los papas concesiones territoriales inaplicables que desmentían sus actos anteriores y que los actos posteriores no tomarían en cuenta para nada. Sin embargo, es probable que su mente no era exactamente como la nuestra —que más bien en su tiempo se establecía, entre lo escrito y la acción, una distancia cuya extensión nos sorprende—, ya que el privilegio es incontestablemente auténtico.]
El verdadero progreso llegó el día en que la duda se volvió “examinadora”, como decía Volney o, en otros términos, en que las reglas [objetivas] fueron elaboradas paulatinamente y permitieron seleccionar entre la mentira y la verdad. El jesuita Von Papebroeck, a quien la lectura de las Vidas de los santos había inspirado una incoercible desconfianza hacia la herencia de toda la [alta] Edad Media, consideraba que todos los diplomas merovingios conservados en los monasterios eran falsos. No, le contestó sustancialmente Mabillon; si bien no cabe duda de que unos diplomas han sido totalmente fabricados, modificados o interpolados, los hay también auténticos. He aquí como se pueden distinguir unos de otros. Aquel año [1681], año de la publicación del De re diplomatica, fecha en verdad importante en la historia del espíritu humano, se fundó [definitivamente] la crítica de los documentos de archivos.
[De todos modos, ése fue el momento decisivo en la historia del método crítico. El humanismo de la edad precedente había tenido sus veleidades y sus intuiciones. No había ido más lejos. No hay nada más característico que un pasaje de los Ensayos, en el que Montaigne justifica a Tácito por haber relatado prodigios. Les toca, dice él, a los teólogos y a los filósofos discutir las “creencias comunes”. Los historiadores no tienen más que “recitarlas” tal y como sus fuentes se las proporcionan. “Que nos den la historia como la reciben y no como la estiman”. En otros términos, una crítica filosófica que se apoya en cierta concepción del orden natural o divino es perfectamente legítima; y desde luego, se entiende que Montaigne no asume los milagros de Vespasiano, ni tampoco muchos otros. Pero aparentemente, no entiende bien cómo se podría proceder al examen, en especial histórico, de un testimonio en tanto tal. La doctrina de las investigaciones no se elaboró sino en el siglo XVII, cuya grandeza, en particular la de su segunda mitad,6 no siempre se aprecia tal y como se debiera.]
Los propios hombres de esta época tuvieron conciencia de ello. Entre 1680 y 1690, era un lugar común7 denunciar el “pirronismo de la historia” como una moda pasajera. “Se dice”, escribe Michel Levassor al comentar el término, “que la rectitud del espíritu consiste en no creer con ligereza y en saber dudar más de una vez”. La misma palabra “crítica” [, que hasta la fecha no había designado más que un juicio de preferencia,] cobra entonces el sentido de prueba de veracidad. No se usa al principio sino con excusas, porque “no pertenece todavía al uso culto”, o sea que todavía tiene un sabor técnico. Sin embargo, cada vez gana más terreno. Bossuet la mantiene prudentemente a distancia: cuando habla de “nuestros autores críticos”, uno percibe cierto gesto de indiferencia. Sin embargo, Richard Simón la inscribe en el título de casi todas sus obras. Los más informados no se engañan. Lo que ese nombre anuncia es el descubrimiento de un método [de aplicación casi universal]. La crítica es esa “suerte de antorcha que nos ilumina y nos conduce por los caminos oscuros de la Antigüedad, haciéndonos distinguir lo verdadero de lo falso”. Así se expresa Ellies du Pin. Y Bayle8 aún con mayor claridad: “Simón ha esparcido en esa nueva Contestación varias reglas de crítica que pueden servir no sólo para entender Las Escrituras, sino también para leer con provecho otras obras”.
Ahora bien, confrontemos algunas fechas de nacimiento: Papebroeck —quien, si bien se equivocó acerca de las cartas de concesión ocupa sin embargo el primer lugar entre los fundadores de la crítica aplicada a la historiografía—, 1628; Mabillon, 1632; Richard Simón, cuyos trabajos dominan los principios de la exégesis bíblica, 1638. Fuera de la cohorte de los eruditos propiamente dichos,9 añádase a Spinoza —el Spinoza del Tratado teológico-político, verdadera obra maestra de crítica filológica e histórica—, 1632 también. [En el sentido más estricto del término,] es una generación cuyos contornos se perfilan ante nuestros ojos [con sorprendente claridad. Pero] hay que precisar más. Se trata [exactamente] de la generación que nació hacia el momento cuando aparecía el Discurso del método.
Sin embargo, no podemos hablar de una generación de cartesianos. Mabillon, por ejemplo, era un monje devoto [ortodoxo con simplicidad] quien nos dejó, como último escrito, un tratado de la Muerte cristiana. Se puede dudar de que haya conocido de cerca la nueva filosofía [, tan sospechosa en aquel entonces para tantas gentes piadosas]; es más, si hubiera sabido de ella, la habría desaprobado en muchos puntos. Por otra parte —pese a lo que parecen sugerir algunas páginas quizá demasiado célebres de Claude Bernard— las verdades de evidencia, de tipo matemático, para las cuales la duda metódica de Descartes abriría camino, presentan pocos rasgos comunes con las probabilidades cada vez más certeras que satisfacen tanto a la crítica histórica, como a las ciencias de laboratorio. Pero para que una filosofía impregne toda una generación, no es necesario que actúe a la letra, ni que la mayoría de las mentes10 sufran sus efectos sino por una especie de ósmosis, [semi]inconsciente las más de las veces. [Al igual que la “ciencia” cartesiana,] la crítica del testimonio hace tabla rasa de la creencia. [Y también al igual que la ciencia cartesiana,] no derrumba implacablemente todos los viejos puntales sino para lograr de este modo nuevas certidumbres (o grandes probabilidades), de ahora en adelante debidamente experimentadas. [En otros términos,] la idea que la inspira11 [supone una vuelta casi total de las antiguas concepciones de la duda. Sea que desgarre o por el contrario inspire algo de noble dulzura, la duda no había sido considerada hasta entonces sino como una actitud mental meramente negativa, como una simple ausencia. Desde entonces, se estima que] la duda racionalmente conducida puede convertirse en un instrumento de conocimiento. Esta idea surge en un momento muy preciso de la historia del pensamiento.
A partir de ahí, las reglas esenciales del método crítico quedaron [de alguna manera] establecidas.12 Su alcance general era tan claro que en el siglo XVIII, entre los temas que proponía las más de las veces la Universidad de París para el concurso de agregation de los filósofos, figuraba éste que suena extrañamente moderno: “Del testimonio de los hombres acerca de los hechos históricos”. No es que las generaciones siguientes no hayan13 por cierto perfeccionado la herramienta,14 sino que sobre todo han generalizado su utilización y extendido sus aplicaciones de manera considerable.15
Durante mucho tiempo, sólo un puñado de eruditos, exégetas y curiosos practicaron, al menos de manera ininterrumpida, las técnicas de la crítica. Los escritores que se dedicaban a componer obras históricas de cierta importancia no se preocupaban por familiarizarse con esas recetas [de laboratorio], a su juicio demasiado minuciosas, y apenas aceptaban tomar en cuenta sus resultados. Ahora bien, según las propias palabras de Humboldt, no es bueno que los químicos teman “mojarse los dedos”. Para la historia, el peligro de semejante cisma entre preparación y realización tiene dos aspectos. [Primero atañe, y cruelmente,] a los grandes ensayos de interpretación. Éstos [no sólo] faltan al deber primordial de veracidad [pacientemente buscado], sino que ya no pueden escapar a una16 oscilación sin tregua entre algunos temas [estereotipados] impuestos por la rutina, porque carecen de esa renovación perpetua, de esa sorpresa siempre renovada que sólo produce la lucha con el documento. El propio trabajo técnico también se ve afectado. Como ya no está guiado desde arriba, corre el riesgo17 de aferrarse indefinidamente a problemas insignificantes o mal planteados. No hay peor despilfarro que el de la erudición cuando gira sin sentido, ni soberbia más inoportuna que el orgullo de la herramienta que se considera como un fin en sí mismo.
El concienzudo esfuerzo del siglo XIX luchó valientemente contra estos peligros. [La escuela alemana, Renan, Fustel de Coulanges devolvieron a la erudición su rango intelectual. El historiador regresó a su taller.] Sin embargo, ¿acaso se puede hablar ya de victoria? Creerlo sería muy optimista. [Con demasiada frecuencia, el trabajo de investigación sigue andando a tientas, sin escoger de manera racional sus puntos de aplicación. Ante todo, la necesidad crítica no logra aún conquistar plenamente la opinión de las gentes honradas (en el sentido antiguo del término), cuyo asentamiento, probablemente necesario para la higiene moral de cualquier ciencia, es particularmente imprescindible para18 la nuestra. Si los hombres son nuestro objeto de estudio y éstos no nos entienden, ¿cómo dejar de sentir que no cumplimos sino a medias con nuestra misión?
Tal vez en realidad no hayamos perfectamente cumplido con ella. El esoterismo poco atractivo en el que a veces los mejores de los nuestros tienden a encerrarse; la preponderancia del triste manual en nuestra producción de lectura de divulgación, que la obsesión por una enseñanza mal concebida sustituye a una verdadera síntesis; el pudor singular que parece prohibirnos poner ante los ojos de los profanos nuestros más nobles titubeos metodológicos tan pronto como salimos del taller; todos estos malos hábitos que surgen de la acum...

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