Juicios sumarios
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Juicios sumarios

Ensayos sobre literatura, II

Rosario Castellanos

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Ensayos sobre literatura, II

Rosario Castellanos

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Rosario Castellanos logró el ideal del crítico: no dejarse llevar por simpatías o por antipatías, no involucrar su pensamiento político con el del autor del libro comentado, leer sin prejuicios, entrar a cada libro con una inocencia absoluta, dispuesta a dejarse deslumbrar, creyendo siempre en el autor. Con estas premisas, Rosario Castellanos lleva a cabo, en este segundo volumen de "Juicios sumarios", una revisión de la literatura europea contemporánea, deteniéndose en dos figuras paradigmáticas: Simone de Beauvoir y Virginia Woolf. De la primera, analiza particularmente sus memorias ("Memorias de una joven formal" y "La plenitud de la vida") para mostrar la lucidez con que Beauvoir desenmascara los mitos de la condición femenina y apunta las implicaciones de una vida plena. Y de Virginia Woolf, analiza "Un cuarto propio" y "Tres guineas" para descubrir la sutileza y decisión de sus argumentos en favor de la independencia de la mujer y, como resultado, de la construcción de un mundo más habitable. El volumen también incluye otros escritos sobre temas como la antinovela francesa, la poesía y la crítica

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Information

Year
2018
ISBN
9786071654779

JUICIOS SUMARIOS

ENSAYOS SOBRE LITERATURA
I

Sobre literatura francesa

“LAS AMISTADES PELIGROSAS”*

ENTRE los historiadores del pensamiento filosófico hay quienes lo conciben como una oscilación continua entre dos polos: el objetivo y el subjetivo. Las épocas se distinguen y se caracterizan por su actitud. Unas veces es de asombro ante el universo, de inquisición acerca de las leyes que rigen las apariciones y las relaciones de los fenómenos, de búsqueda de la Causa única que explique y englobe dentro de sí a todas las causas particulares. Otras veces la actitud es de recogimiento hacia la interioridad. El hombre se descubre y queda perplejo ante el panorama vasto y variado que le ofrecen sus propios problemas epistemológicos, éticos y psicológicos.
Este movimiento pendular permite a los historiadores establecer semejanzas entre épocas muy distantes y condiciones culturales muy diferentes. Así es como el alemán Wilhelm Windelband halla “todos los rasgos de la sofística griega en la filosofía de la Ilustración que se desenvuelve aproximadamente en el siglo XVIII”.
Este llamado Siglo de las Luces es el del entusiasmo por la razón, el del apogeo de la idea de libertad, el de la exaltación del individualismo. Tal espíritu se inicia en Inglaterra con las doctrinas empíricas de Locke, Berkeley y llega a su culminación con Hume. De allí pasa al continente europeo, y en Francia, al entrar en contacto con algunos aspectos de la tradición cartesiana (especialmente los que se refieren a las teorías físicas y a la concepción de los animales como máquinas), se convierte en un materialismo del que son los principales exponentes Condillac y La Mettrie.
En Alemania la Ilustración se apoya en la filosofía de Leibniz (reducida a sistema y a manual por Christian Wolff) y se desenvuelve hasta el criticismo de Kant, donde encuentra perspectivas más amplias y nuevas soluciones a los problemas fundamentales.
La Ilustración, al igual que la sofística —sigue diciendo Windelband—, representa
el mismo retorno al sujeto, el mismo apartamiento lleno de tedio de las sutilezas metafísicas, la misma preferencia por una consideración empírico-genética de la vida anímica del hombre, el mismo afán de investigar la posibilidad y los límites del conocimiento científico y la misma pasión por la disputa en torno de los problemas de la organización social. En fin, no menos característico es para ambos periodos la penetración de la filosofía en los amplios círculos de la cultura general y el cruce del movimiento científico con el literario.
Examinemos esta última aseveración, que es la que más directamente nos atañe. Según don Agustín Millares Carlo, en su Historia universal de la literatura, las tendencias de la novela dieciochesca son muy disímiles. Se cultivan con igual fervor y con parejo éxito los géneros más variados. El de aventuras, por ejemplo, cuya máxima expresión es ese relato de Daniel de Foe que lleva el nombre de su protagonista: Robinson Crusoe. Representa al hombre, al individuo aislado, enfrentándose a la hostilidad de la naturaleza, sin más recurso que la razón que le permite penetrar sus secretos y dominarla; sin más armas que su capacidad de crear instrumentos que habrán de satisfacer sus necesidades y suplir sus carencias.
En el género satírico tenemos los Viajes de Gulliver de Jonathan Swift, alegoría de la que se concluye un relativismo sin paliativos, y el Cándido de Voltaire, en el que se ridiculiza el optimismo tan en boga en aquellos tiempos.
En las novelas psicológicas (los modelos del género lo constituyen entonces la Historia de Manon Lescaut y el Caballero des Grieux, escrita por el abate Prevost y Las cuitas del joven Werther de Goethe) se describen con minuciosidad, exactitud y verismo los más ligeros matices y los movimientos más fugaces de los estados de ánimo.
Los sentimientos, considerados como una de las partes esenciales del hombre, se reconocen como lícitos y se enaltecen con el afán de lograr la plenitud, en su lucha contra los prejuicios y las instituciones sociales que tienden a disminuirlos, a subordinarlos a otro tipo de intereses, a hacerles perder su autenticidad. En este terreno son varios los títulos y autores que gozaron de fama e influencia. Citaremos únicamente a los que guardan alguna relación con la novela que estamos prologando: Clarissa Harlowe, cuyas aventuras y desventuras son redactadas en forma epistolar por el inglés Samuel Richardson, Juan Jacobo Rousseau, que convierte a su personaje, Julia, en una Nueva Heloísa, y Bernardino de Saint Pierre, que sitúa en un ambiente exótico el idilio de Pablo y Virginia.
De la novela didáctica el cultivador más distinguido es Goethe, en sus libros Las afinidades electivas y Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister. Al cultivar este género declara su convicción, muy de la época, de que el hombre es un producto del medio y que su naturaleza es susceptible de ser corregida y mejorada, hasta alcanzar el grado de excelencia propio únicamente de lo humano, gracias a la educación que le inculca principios morales, que le revela conocimientos y que le proporciona la noción de lo que es la felicidad y de los medios idóneos para lograrla.
Pero Millares Carlo, que no desdeña citar un género de tan escaso relieve como el de las novelas misteriosas o terroríficas de Walpole y Ana Radcliffe, pasa por alto —como para no contaminarse— la abundante bibliografía de obras que se denominan galantes, a falta de un término mejor. Destacan entre la turbamulta de esos autores los nombres del marqués de Sade y la novela única de Choderlos de Laclos: Las amistades peligrosas. Aquí la luz de la razón ilumina hasta los más tenebrosos abismos del instinto e intenta reducir a su imperio a lo que por antonomasia se consideraba irreductible a él: las pasiones.
Leopoldo Rodríguez Alcalde, en su Hora actual de la novela en el mundo, confiesa que jamás ha sentido tan cerca el soplo del mal como con la lectura del libro de Laclos; que nunca ha asistido a un análisis más concienzudo y penetrante de la perfidia ni ningún trágico héroe de Dostoievski o de Mauriac iguala a los personajes de Las amistades peligrosas. A este nivel tiene que corresponder, de manera forzosa, un estilo tan sobrio, tan claro, tan despojado de superfluidad que uno de los comentadores más enterados de la obra de Laclos, Jean Mistler, no resiste la tentación de calificarlo como “notación algebraica”.
¿Frialdad? No, distancia. Esa distancia que, según Simone Weil, es el alma de lo bello. A pesar de que cada uno de los protagonistas de Las amistades peligrosas habla siempre de sí mismo en primera persona, el autor no se convierte jamás ni en su cómplice, ni en su testigo de cargo o descargo, ni en su juez. Es un observador, en el mismo sentido en que lo es el sabio cuando se inclina ante una probeta para seguir el comportamiento de elementos químicos diversos y hasta contrarios que, al mezclarse, producen una reacción cuya fuerza puede llegar hasta la catástrofe.
La comparación entre Laclos y el sabio, y sus personajes y los elementos químicos no es caprichosa. Por algo se ha sostenido que Las amistades peligrosas es a la literatura del siglo XVIII lo que “el hombre máquina” de La Mettrie es a la psicología mecanicista de la época.
Pero es tiempo ya de referirnos más particularmente a Laclos. Su nombre completo fue Pedro Ambrosio Francisco Choderlos. Nació en Amiens, de una familia bien establecida, en 1741 y se dedicó a la profesión de las armas. Sirvió primero al rey, quien le encargó importantes fortificaciones. Luego a los revolucionarios, entre los que fue uno de los principales agentes de la facción de Orleans. Y por último al Imperio napoleónico, que lo había comisionado en Tarento, Italia, lugar de su muerte en 1803.
Como se ve, Laclos no era un hombre de convicciones políticas muy firmes, sino un militar de carrera. No obstante supo, desde temprano, “alternar la pluma con la espada”. Publicó versos insignificantes en El Almanaque de las Musas. Compuso el libreto de una ópera cómica fracasada. Redactó memorias castrenses sin interés. Nada anunciaba su talento literario y, sin embargo, durante una licencia concedida por sus superiores en la primavera de 1782, da a la imprenta en París su obra maestra: la novela que lo rescata para siempre de la mediocridad y del anonimato: Las amistades peligrosas.
Su éxito fue tan fulminante que pronto se convirtió en escándalo. La sociedad de entonces que, como dice Mistler, no reconocía más ley que la voluptuosidad, se horrorizaba al ver desencarada su moral, esa moral que habría de desembocar, con Bentham, en la aritmética de los placeres.
Todo este revuelo contribuyó naturalmente a que las ediciones se multiplicasen y se difundiesen hasta que, en los tiempos de la restauración, fueron prohibidas. La disposición no únicamente fue tardía sino también inútil. Las amistades peligrosas continuó siendo leída, admirada hasta la forma más vil del homenaje, que es la imitación.
Muchos autores de valía consagraron su pluma al comentario de Laclos. Desde madame de Staël hasta Malraux, pasando en el siglo XIX por Stendhal, Nerval, Baudelaire, los hermanos Goncourt y Taine, y en el siglo XX por Giraudoux, Lacretelle y Maurois.
¿En qué reside el mérito, el encanto, la perdurabilidad de Las amistades peligrosas? Desde luego no ha de ser en su filiación con Clarissa Harlowe, con la cual se emparenta por el desarrollo en forma de cartas y por el destino de los seductores, Lovelace y Valmonte, muertos a manos de un amante despechado y vengativo. Clarissa Harlowe, el antecedente, el modelo, ha sido casi olvidado, en tanto que Las amistades peligrosas continúa en plena y total vigencia.
Se aducirá la capacidad de condensación del autor. En apenas cuatro meses se plantean, se desenvuelven, se cumplen y alcanzan hasta sus últimas consecuencias una serie contrapuntística de anécdotas y de intrigas. Se aplaudirá la sobriedad del estilo; la asepsia, más que la limpieza, para manejar un tema de por sí escabroso. Pero esto no es más que una serie de consecuencias de una primera premisa: la concepción estricta, coherente del mundo y de la fatalidad “seca y neta” que pesa sobre los seres que lo habitan.
Cuando el autor pone a prueba su capacidad creadora logra que sus ideas abstractas encarnen en personajes vivos, en situaciones cargadas de emoción, violencia y dramatismo, en desenlaces inflexibles. De la galería de figuras, trazadas con firmeza y rasgos esenciales, sobresalen dos, ambas mujeres, aunque su antagonismo no pueda ser más extremo: la marquesa de Marteuil, cínica, y la presidenta de Tourvel, devota.
No, no temamos que Laclos nos endilgue con una aburrida disertación sobre el mito del “eterno femenino” manifestado en sus polos opuestos. Al contrario. Nos pondrá en contacto íntimo con dos seres muy concretos, muy bien colocados en su lugar y en su hora, fieles a las tendencias de su naturaleza propia (racional una, otra emotiva), que harán corresponder a ella sus actos y que desembocarán en ese fin intransferible que les han preparado su conducta y sus decisiones. Hasta el azar tiene aquí cara de destino.
Laclos describe, con la impasibilidad de un dios, los sucesos que acontecen a sus creaturas. No muestra simpatía ni condenación por ninguna, se rehúsa a calificarlas. Aunque en el prefacio haga una reverencia a sus posibles censores, declarando que pretende rendir con su novela “un servicio a las costumbres, descubriendo los medios que emplean aquellos que las tienen malas para corromper a los que las tienen buenas”.
¿Cuáles eran esas costumbres? Simone de Beauvoir va a decírnoslo, en lo que se refiere a las mujeres. Es un texto breve que hemos entresacado de su ensayo sobre El segundo sexo.
En el siglo XVIII la libertad y la independencia de la mujer se acrecientan. Las costumbres permanecen, en principio, severas: las jóvenes no reciben más que una educación sumaria. Se les casa o se les envía a un convento, sin consultarlas. La burguesía, clase en ascenso, cuya existencia se consolida, impone a la esposa una moral rígida. Pero en revancha, la descomposición de la nobleza permite a las mujeres de mundo las mayores licencias y la alta burguesía misma está contaminada por esos ejemplos: ni el convento ni el hogar conyugal logran contener a las mujeres. Una vez más, para la mayoría de ellas, esta libertad sigue siendo negativa y abstracta; se limitan a buscar el placer.
Estas reflexiones parecen extraídas directamente de los fragmentos autobiográficos de la marquesa de Marteuil:
Aún no tenía quince años —dice— y ya poseía dotes a las cuales la mayor parte de nuestros políticos deben su reputación y por entonces todavía no tenía más que los primeros elementos de la ciencia que quería adquirir.
Comprenderéis que, como todas las jóvenes, trataba de adivinar el amor y los placeres... pero sólo tenía ideas vagas, que no podía concretar. La naturaleza misma, de la que seguramente después tuve que alabarme, no me mostraba todavía ningún indicio... Sólo desarrollaba mi inteligencia. No deseaba gozar; sólo quería saber el deseo, y de instruirme me sugería los medios para lograrlo.
A diferencia de las mujeres irreflexivas, la marquesa de Marteuil no confunde jamás la pronunciación de dos palabras tan semejantes como sensación y sentimiento. Aparte el deseo del amor y por un método frío y calculadamente experimental, va descubriendo las maneras de satisfacer sus voluptuosidades. Se somete al matrimonio para salvaguardar su fama y asegurar su posición ante el mundo; pero la suerte viene en su auxilio y queda en el estado perfecto: la viudez. Durante su luto se dedica a la lectura.
Estudié —añade— nuestras costumbres en las novelas, nuestras opiniones en los filósofos; inclusive averigüé qué es lo que exigían de nosotras los moralistas más severos, y de este modo me aseguré de lo que podía hacer, de lo que se debía pensar y de lo que era preciso parecer. Una vez informada sobre estas tres cuestiones sólo la última presentaba algunas dificultades en su ejecuc...

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