Los judíos, el mundo y el dinero
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Los judíos, el mundo y el dinero

Historia económica del pueblo judío

Jacques Attali, Víctor Goldstein

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Los judíos, el mundo y el dinero

Historia económica del pueblo judío

Jacques Attali, Víctor Goldstein

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Este libro revive los principales sucesos de los últimos tres milenios de la historia económica, política, religiosa y cultural judía, a partir del hilo conductor de la Biblia. Los cinco primeros libros del Antiguo Testamento obran como metáforas premonitorias de las etapas de la historia del pueblo judío. Así, el autor sigue la trayectoria y las epopeyas individuales y colectivas de los descubridores del monoteísmo que, obligados a financiar el nacimiento del capitalismo, se convirtieron en su principal agente, su primer banquero y su adversario más implacable.

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Information

Year
2019
ISBN
9786071663832

1
Génesis
(–2000/+70)

El judaísmo comienza con un viaje. Y, como el sentido de todas las cosas suele estar oculto en el de las palabras, la identidad del pueblo hebreo se disimula en su nombre, que justamente remite al viaje. Su antepasado más lejano, uno de los nietos de Noé, uno de los ancestros de Abraham, se llama Éber, que puede traducirse con “nómada”, “hombre de paso” o incluso “cambista”. Algo más tarde, este Éber se convertirá en ibrí, “hebreo”. Como si, desde el comienzo, el destino de este pueblo estuviera inscripto en las letras de su nombre, código genético de su historia: deberá viajar, trocar, comunicar, transmitir. Y por tanto, también comerciar.
Este tema del viaje se encuentra en todos los mitos originarios de los pueblos itinerantes: su fundador viene de otro sitio; el primero de sus dioses protege a los viajeros, impera sobre la comunicación y el intercambio, condiciones para la paz y la confianza; y, en procura de complicar un poco más las cosas, ese dios también es, en general, el de los ladrones…
Así, el relato bíblico comienza con un viaje. Y el primer libro del Pentateuco el que se da el nombre de Génesis, cuyas primeras palabras son “En el comienzo” o “En el principio”90* justamente narra ese periplo que va de la creación del mundo hasta la partida de José hacia Egipto, es decir, del nacimiento del hombre a la libertad hasta el desastre de la esclavitud.
En la historia empírica de ese pueblo, dicha Génesis comienza en las tierras de la Mesopotamia, dieciocho siglos antes de nuestra era, para culminar con la destrucción del segundo Templo, en el año 70, y la sumisión al Imperio Romano. En suma, va de otro paraíso terrenal a otro Egipto.
En el transcurso de esos quince siglos –por lo menos–, este pequeño pueblo hizo surgir una religión que un tercio de la humanidad de hoy habrá tornado la piedra de toque de su creencia, y estructuró una relación con el dinero que más tarde servirá de fundamento al capitalismo.

1. Hasta Egipto: del trueque a la plata

Ish y Adán
Aunque sea imposible afirmar con total certeza la existencia de un pueblo hebreo antes de su llegada a Canaán –hace más de tres mil doscientos años–, tampoco es posible narrar su historia sin interesarse en la manera en que él mismo recuerda su epopeya anterior. Por más que no exista prueba material alguna de los acontecimientos referidos por su Libro sagrado, para los hebreos éstos seguirán siendo, a lo largo de los siglos, una fuente de inspiración moral, política, económica y social, una guía para sus comportamientos cotidianos, una lección de vida, de valentía, un acto de esperanza en el reino de Dios.
Raras son las cosmogonías en que el primer hombre no forma parte del pueblo que las narra. Sin embargo, ése es el caso del relato bíblico, para el cual el primer hombre no es un hebreo.
Este hombre, Ish o Adán, vive primero en el jardín del Edén, lugar del no deseo, de inocencia y de integridad, que le garantiza la abundancia y lo preserva de las exigencias del trabajo, como no sea para guardar ese jardín. El jardín del Edén no le pertenece; pero él nada necesita poseer para vivir allí feliz, primero solo, luego con una compañera: la primera necesidad es de orden sexual, lo primero que rechaza es la soledad. Únicamente dos prohibiciones le atañen, ambas referentes al alimento: no debe comer los frutos del Árbol del Conocimiento –porque descubriría el saber, la conciencia de sí y, por tanto, la duda– ni aquéllos del Árbol de la Vida –porque ganaría la eternidad–. Tanto en un caso como en el otro, se trata de privilegios de Dios. Primera inscripción de la condición humana en la economía: para no desear, el hombre no debe conocer la extensión de su ignorancia ni la finitud de su condición. No bien viola una de esas dos prohibiciones –al comer el fruto prohibido–, descubre la conciencia de sí y el deseo; se lo relega entonces al mundo de la escasez, donde nada está disponible sin trabajar.
El deseo produce la escasez, así dice la Biblia, y no a la inversa, como permitiría pensar la evidencia. Primera lección de economía política…
Esa expulsión del jardín del Edén, ese exilio de la condición humana hace del hombre un ser material. Se convierte en un ser de carne y hueso. De inmediato, la búsqueda de la subsistencia le resulta ardua; hasta dos veces más difícil, dice el comentario, que el alumbramiento para su compañera, y dos veces más ardua que la búsqueda de la salvación. Ish, el hombre sin nombre, el hombre genérico, se convierte entonces en el hombre-individuo, y firma con Dios un contrato que transforma la condición humana en proyecto: plasmar el reino de Dios sobre la tierra para recuperar la inocencia moral, hacer desaparecer la falta.
Por primera vez, una cosmogonía no se vive como cíclica; no se da por objetivo el retorno de lo mismo. Fija un sentido al progreso; hace de la Alianza con Dios la culminación del tiempo; concede al hombre la elección de su destino: el libre albedrío. Así se postula la función de la economía: marco material del exilio y medio de reinvención del paraíso perdido. En adelante, la humanidad tiene un objetivo: superar su falta. Y para alcanzarlo dispone de un medio: valorizar el tiempo.
Pero, cuenta el Génesis, generación tras generación, todo se confunde. Los hombres, en vez de trabajar para reinventar un nuevo Jardín de las Delicias, se alejan de él por sus conflictos y ambiciones. Cuanto más olvidan a Dios, tanto más trabajan para sobrevivir. Ahora el Génesis no es más que el relato, de Abel a Noé, de Noé a Abraham, de Abraham a José, del enfrentamiento cada vez más desastroso del hombre con todas las coerciones de la economía.
Incapaces de preferir las exigencias de la moral a las de la escasez, los hijos de Adán se matan entre sí. A Caín –cuyo nombre significa “adquirir” o “envidiar”– le toca en suerte la tierra. Abel –cuyo nombre remite a la nada, el soplo, la vanidad, el humo– recibe los rebaños. 132 Cuando el campesino niega al pastor el derecho de paso, uno de los dos hermanos pierde la vida. Segunda lección de economía: nadie desea otra cosa que no sea la deseada por el otro; en consecuencia, sólo hay sociedad posible en la diferenciación de las necesidades.165
El homicidio del pastor no es un simple fratricidio; el verdadero culpable es la misma tierra, esa tierra maldita que a Caín sólo le había tocado en suerte para acoger en ella a su hermano.132 Si la Biblia otorga el buen papel a la víctima nómada, si deja sobrevivir al homicida sedentario, es para lanzarlo, a su vez, a un viaje redentor.
Así como lo hizo con Adán, Dios exilia a Caín; lo convierte en un desvalido, un viajero, un nómada, para enseñarle a vivir el otro lado de la violencia.
Estas primeras lecciones no bastan. Los hijos de Caín vuelven a caer una y otra vez en los engranajes del desafío a Dios, de la rivalidad entre los semejantes, del combate por los bienes escasos. Varias veces, Dios intenta devolverlos a la senda del contrato firmado con Adán. En cada tentativa, en tiempos de los obreros de Babel o los delirios de Sodoma y Gomorra, Dios renueva Su gesto de cólera y remite a los hombres a su debilidad.
De Abraham a Jacob
Justo después de un Diluvio refundador, Dios opta por otra estrategia: como todos los hombres no son accesibles a Sus razones, encargará a un pueblo que sea Su intermediario ante ellos. Le confiará deberes especiales, sin privilegio alguno. Exigirá de él que sirva de ejemplo, que repare el mundo quebrado por la falta. Así nace el pueblo “hebreo”. Que se convertirá en el pueblo “judío” recién quince siglos más tarde.
Hace cuatro mil años, si se cree en el relato del Génesis, un nieto de Noé, llamado Éber, va errante por Anatolia.16 Antes de llegar allí atraviesa las primeras ciudades-Estado (Uruk, Lagash, Girson y Kish), donde los pueblos adoran a divinidades ligadas a la fertilidad, conocen la escritura, practican la irrigación, trabajan el bronce, utilizan el oro y la plata como medios de intercambio.157 Un ex oficial del rey de Kish, Sargón, acaba de federarlos en un imperio acadio, que avasalla a Sumeria, atacada incesantemente por pueblos de paso, a los que somete sin dejar de integrar el estilo de vida y los cultos de sus víctimas.133 Entre esos pueblos errantes por los que Éber atraviesa en Anatolia están los hititas, descriptos como “rústicos de la montaña que no conocen el trigo”, “que no conocen casa ni ciudad”, que hablan la más antigua de las lenguas hoy llamadas indoeuropeas.429 Sumerios e hititas se enfrentan y se observan, mientras construyen cada uno un territorio.
Los descendientes de Noé, la tribu de Éber, convertidos en apirus o haribus, son mercaderes caravaneros, criadores de asnos,6 pequeños pastores en vías de sedentarización.430 Oran al antepasado inmediato, que los acompaña y protege, a cambio de sacrificios de animales y piedras levantadas en cada etapa.
Más adelante, alrededor de –1730, la Mesopotamia se organiza en un reino único cuya capital es Babilonia, “puerta de Dios”, y cuyo rey es Hamurabi. Se encontrarán algunas huellas de su “código” en las leyes judías posteriores.157
En ese momento, según el relato bíblico, uno de esos nómadas apirus, Téraj, rico criador de ganado, abandona Ur, en la Caldea sumeria (o Ura, en Anatolia), y se instala con sus mujeres, sus hijos, sus pastores y sus rebaños, en Harran, en Asiria hitita.6 Como viene del imperio enemigo, no es muy bien recibido y le cuesta obtener el derecho de apacentar a sus rebaños.
Uno de los hijos de ese Téraj, Abram –nacido, dice el Génesis, en –1812, o sea, veinte generaciones después de Adán y diez después de Noé–, deja entonces el clan paterno y desposa, entre sus varias mujeres, también a Sara (cuyo nombre recuerda el de Sarai, otro nombre de Ningal, diosa de la Luna tanto en Ur como en Harran). 6
Y he aquí que Dios le habla. Le da la orden de fundar un nuevo pueblo, un pueblo-sacerdote responsable ante Él de la condición humana. Todo cuanto Dios quiera decir a los hombres, lo dirá a ese pueblo. Y todo cuanto Él le diga se dirigirá a todos los hombres. Abram debe llevar a los hombres la felicidad de Dios.
Así, en el mismo momento en que más al este, en la India, se anuncia otro pensamiento fundador, los Veda, en Asia Menor se origina el monoteísmo. Sólo podía surgir entre nómadas que tenían necesidad de viajar ligero –sin muchos ídolos– y rápido –sin tiempo para adoptar a los dioses de los países que atravesaban–. Doble abstracción: un solo dios –El o Elohim, curioso plural, dios o YHWH–, y el mismo para todos los pueblos.6 ¡Formidable subversión!
El Génesis narra entonces la pelea entre los pastores del clan de Abram y los de su sobrino Lot por el control de las tierras. Lot parte hacia el este y la rica llanura irrigada por el Jordán, y se establece en Sodoma. Abram –que en ese momento tiene 75 años– parte hacia el sur y las colinas de Hebrón en Canaán. El sur representa la sabiduría espiritual, la luz de la Ley; el oriente designa la riqueza temporal.
La tierra de Canaán a la que llega Abram es un país rico; por allí pasan ...

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