El médico, el rector
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El médico, el rector

Guillermo Soberón

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El médico, el rector

Guillermo Soberón

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Guillermo Soberón es un personaje clave para la salud, la educación y la investigación científica en México en el siglo XX. Esta obra reúne las memorias de su vida profesional, abarcando tres facetas: 1) su formación educativa y su paso por instituciones notables; 2) su desempeño como rector de la UNAM ("el mayor privilegio de mi vida"), y 3) su viraje de la bioquímica hacia el campo de la salud pública, que incluye su experiencia como secretario de Salud federal. En suma, se trata de un testimonio único de las circunstancias por las que hombre y país han transitado a través de difíciles avatares en su desarrollo.

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Information

Year
2015
ISBN
9786071631732
SEGUNDA PARTE
LA RECTORÍA
PROEMIO
DIEGO VALADÉS
El lector tiene en sus manos una obra de especial significación para los universitarios mexicanos, no sólo para los integrantes de la comunidad de la UNAM. El periodo rectoral de Guillermo Soberón tuvo repercusiones en el sistema universitario nacional porque se produjo en un momento en el que la crisis de la educación superior afectaba a la juventud de todo el país. Las circunstancias imperantes también tenían efectos nocivos para la investigación y para las actividades culturales.
Entre 1973 y 1981 la Universidad Nacional Autónoma de México vivió una intensa etapa de transformación cuyos efectos trascendieron al resto del sistema universitario. Pocos años antes se había vivido la conmoción de 1968, que dejó una marca cuyos efectos se sienten todavía en nuestro tiempo. En buena medida el giro del Estado mexicano hacia la defensa de los derechos fundamentales y la aversión generalizada por los actos arbitrarios del poder tiene su origen en la desmesura con la que fue lesionada la sociedad en ese aciago año.
Pero no fue lo único. En 1964 y 1965 fue reprimido un movimiento gremial de los médicos; el 23 de septiembre de 1965 se produjo el ataque guerrillero al cuartel de Madera, germen del movimiento insurreccional de los años setenta; en 1971 se registró la matanza del Jueves de Corpus, y en 1972 surgieron los Enfermos (personas con ropaje de estudiantes movidas por una ideología de tinte anarquista y absolutamente radical que empleaban una violencia extrema) en la Universidad de Sinaloa, al tiempo que otras universidades, como las de Michoacán, Oaxaca y Puebla, experimentaron asimismo una importante movilización estudiantil y magisterial. Adicionalmente, en 1966 la comunidad de la UNAM padeció el trauma de la caída del rector Ignacio Chávez, acaso propiciada por el gobierno federal, como se registra en esta memoria del doctor Soberón.
A esa efervescencia política y social se sumaba un sistema político vertical a cuya consolidación habían contribuido las tensiones de la Guerra Fría. La política de seguridad de Estados Unidos incluyó un discurso anticomunista, iniciado por el senador McCarthy de Wisconsin, que fue seguido por ciertos gobiernos latinoamericanos y que se convirtió en un pretexto para vedar las libertades electorales y de información. Sin embargo, y a diferencia de la mayor parte de los demás países latinoamericanos, en México no hubo dictadura militar. En cambio, se dio la estrategia del partido hegemónico, que permitió márgenes de expresión con controles políticos basados en la cooptación, la exclusión e incluso la coerción cuando ésta se consideraba necesaria.
Para atenuar la rigidez de los procedimientos políticos en boga, en los años sesenta comenzó una discreta apertura para la participación opositora. La primera medida fue el establecimiento de diputados de partido, lo que permitió que en la legislatura de 1964-1967, al lado de los 175 diputados del Partido Revolucionario Institucional hubiera 20 del Partido Acción Nacional, 10 del Partido Popular Socialista y cinco del Partido Auténtico de la Revolución Mexicana. El porcentaje de votos del PRI en las elecciones de 1961 había sido de 90.8; bajó a 86.3 en el año 1964 y a 77.5 en 1973. Los sistemas electoral y representativo estaban en sus límites, generando considerables tensiones sociales y políticas en el país. Los sectores más sensibles eran el sindical y el universitario.
En este contexto también se exigía una renovación del sistema universitario que permitiera atender la demanda escolar de una población que entre 1950 y 1970 había crecido a una tasa de 3.17% anual y que en el periodo 1970-1990 apenas bajó a 2.64%. Este aumento nacional se acentuaba en la Ciudad de México, cuya población entre 1960 y 1970 aumentó de 4.8 a 6.8 millones, y en la siguiente década creció otros dos pasando a 8.8 millones. Lo anterior significa que en sólo un par de decenios el número de habitantes de la capital del país estuvo muy cerca de duplicarse.
Cuando Guillermo Soberón asumió la rectoría, además de atender la demanda local de la Ciudad de México la UNAM también recibía un flujo importante de estudiantes procedentes del interior del país. Combinados el tradicional centralismo académico y cultural con las tensiones de numerosos centros de educación superior en estados muy poblados, hacían que la demanda de ingreso a la UNAM desbordara sus posibilidades reales de atención. A esta presión demográfica se sumaba la inquietud democrática, muy pronunciada en la urbe donde se habían producido graves episodios de represión y donde se concentraban la opinión más crítica al sistema y la dirigencia de los partidos opositores.
Es explicable que en los años setenta se produjera una fuerte politización de los universitarios, con los de la UNAM a la cabeza. Las vicisitudes de la década previa, más las exigencias propias de una sociedad compleja, contribuían a la búsqueda de espacios donde la inconformidad pudiera expresarse superando un ambiente muy hermético donde sólo unos pocos medios de comunicación escapaban de los controles del sistema. La universidad, en cambio, era un ámbito de libertades que brindaba oportunidades para el ejercicio de la crítica. Pero las cosas no quedaban allí, porque de la crítica se transitaba a la militancia, lo que también se explicaba por la falta de opciones para las expresiones políticas que demandaban muchos sectores del país. La universidad atraía en especial a los intelectuales de izquierda, en tanto que las corrientes conservadoras hacían sentir su fuerza sobre todo a través de las organizaciones empresariales.
El Instituto Politécnico Nacional era la otra gran entidad académica del país, pero por muchas razones la UNAM se convirtió en el lugar por antonomasia para enjuiciar al sistema político. Además, a lo largo del tiempo se habían acumulado en la UNAM diversas inconformidades gremiales que hicieron crisis en 1972.
El detonante del relevo rectoral de Pablo González Casanova por Guillermo Soberón fue un movimiento laboral que tenía una multiplicidad de causas. Por un lado, un motivo de inquietud derivada del hecho de que, a diferencia de los demás trabajadores del país, no había derechos colectivos ni estabilidad en el empleo. La suerte de los trabajadores dependía en muchos casos del talante comprensivo o abusivo de las autoridades de cada plantel o centro de trabajo. Otro factor fue el ambiente político y social general ya mencionado y la consiguiente turbulencia protagonizada por diversos gremios con proyectos de lucha. Entre éstos estaban los sindicatos de transportes, en especial los ferrocarrileros, reprimidos con dureza en 1959; los de comunicaciones, en especial los telegrafistas, y una buena parte del magisterio. Todos tenían presencia nacional.
La inquietud universitaria se transformó en acción cuando se consideró que un rector con claras simpatías por la izquierda, González Casanova, aceptaría todas las exigencias que se le plantearan. El problema consistió en que se vivía una era de maximalismo y las demandas rebasaron con mucho lo que la Universidad podía conceder en los órdenes jurídico y económico. Las condiciones de ese enfrentamiento son rememoradas con gran precisión en esta obra, porque ocasionaron una crisis que desembocó en el cambio de rector y que se prolongó varios años.
Tan grande fue el sacudimiento que, como el propio doctor Soberón señala en estas páginas, durante el periodo de consultas y entrevistas con los potenciales rectores, él mismo manifestó ante la Junta de Gobierno que no se conformaran con designar un rector, sino que previeran todo un elenco de personas que pudieran ser nombradas de manera sucesiva porque las circunstancias imperantes hacían muy posible, e incluso probable, que la defensa de la institución imposibilitara la estabilidad de sus autoridades, por lo menos la de quien sustituyera en la rectoría al doctor González Casanova.
En ese punto sí se equivocó el nuevo rector, porque la Junta acertó al designar a un personaje universitario que se singularizaba por poseer una personalidad excepcional. La Universidad siempre ha contado con una gran riqueza humana; ésta es una de las principales fortalezas de la institución. En Guillermo Soberón convergían características muy particulares. Él y su esposa, Socorro Chávez, provenían de familias con gran arraigo universitario. El doctor Galo Soberón, padre del nuevo rector, había sido un prestigiado profesor e investigador en la Facultad de Medicina; tres de sus hijos, Jorge, Guillermo y Javier, siguieron con éxito sus pasos en las aulas de esa facultad. Otro tanto sucedía con Socorro Chávez, profesora en la Facultad de Química, a su vez sobrina predilecta de Ignacio Chávez, académico de enorme prestigio. Se trataba de una ejemplar pareja universitaria cuya vocación académica ha sido seguida por sus hijos y sus nietos.
Pero había más. Guillermo Soberón era uno de los discípulos más allegados a otro ex rector y eminente científico, Salvador Zubirán, con quien había recorrido todos los peldaños en el Instituto Nacional de Nutrición, quedando en los umbrales de la dirección cuando el rector Ignacio Chávez convenció al joven doctor Soberón para dirigir el Instituto de Investigaciones Biomédicas, como también se refiere en este volumen. Hasta aquí hay muchos elementos para identificar la familiaridad del nuevo rector con el entorno universitario. No era lo único, y aquí ya entran en juego sus cualidades propias.
En este punto debo hacer una digresión. Durante el rectorado de don Pablo González Casanova se integró un pequeño grupo encabezado por Jorge Pinto, entonces secretario de la Rectoría; Jorge Carpizo, entonces subdirector de Asuntos Jurídicos, y yo, que a la sazón ocupaba la subdirección de Radio Universidad. Ese grupo recibió el encargo del rector de estudiar y preparar la reforma del Estatuto del Personal Académico. Con ese motivo recibí también la indicación de informar al coordinador de la Investigación Científica, Guillermo Soberón. Sólo una vez conversé con él a solas. Me impresionó. Las amabilidades del saludo fueron rápidas y de inmediato entramos a los temas. Contra lo que podía suponer, su conocimiento estatutario llegaba a los detalles. No se trataba de un científico ajeno al universo normativo sino de un universitario muy involucrado en los temas jurídicos. Sin hacerlo para aparentar amabilidad, inquiría sobre cuestiones complejas y tenía él mismo una información muy puntual del ordenamiento vigente.
No era ésa la única información que el futuro rector tenía. En la coordinación había integrado un equipo muy sólido dedicado a las tareas de planeación. En esta obra refiere quiénes lo conformaban y las áreas estratégicas que cubrían. Esto le daba al coordinador un panorama certero de las realidades imperantes, de las necesidades previsibles y de las potencialidades institucionales. Disciplinado para trabajar y para hacer trabajar, como luego lo pude constatar de manera personal, al momento de asumir la rectoría tenía un conocimiento pormenorizado de la Universidad.
La imagen adusta del coordinador de Ciencias sólo correspondía a la realidad de una manera parcial. Su expresión severa y su estilo sumario y directo hacían que se le viera como un hombre de trato duro. Empero, quienes lo conocían de cerca sabían de otras vertientes de su carácter. Como profesor había aprendido a escuchar antes de hablar y a entender antes de explicar; como médico, si bien no se interesó por las prácticas clínicas y quirúrgicas, sabía mandar y lo hacía con pocas palabras; como científico respetaba la opinión ajena y reconocía que no había verdades absolutas; como conductor de investigaciones o de instituciones ejercía el liderazgo con naturalidad y sabía la importancia del trabajo en equipo. Pero además del personaje académico estaba la persona humana, y allí aparecían el esposo y el padre amorosos; el amigo y el compañero afectuosos; el interlocutor firme cuando era preciso e ingenioso y bien humorado cuando había ocasión.
Todo eso se hace patente a lo largo de estas páginas. El autor refiere la intimidad de sus sentimientos en situaciones de triunfo, de tensión e incluso de tristeza, como la vivida durante el secuestro de su hija Socorro; reproduce diálogos difíciles con presidentes de la República en la plenitud del poder político vertical, con secretarios de Estado y con funcionarios diversos, con dirigentes sindicales y con grupos estudiantiles; expone sin ambages sus simpatías y sus diferencias con políticos, comunicadores y académicos.
La fuerza de sus convicciones se apoyó en su inteligencia y en su carácter. Es muy probable que cuando llegó a la rectoría el propio doctor Soberón no estuviera consciente de sus aptitudes políticas, pero mostró y demostró tenerlas en grado muy elevado. Esas facultades le permitían anticipar los problemas, le daban los márgenes para identificar la oportunidad y el sentido de cada negociación, y le ofrecían los referentes para relacionarse con los protagonistas nacionales en todos los ámbitos del quehacer: dirigentes de los sectores público y privado, artistas, deportistas, intelectuales, comunicadores… Quienes se asomen a estas páginas lo verán alternando lo mismo con escultores, poetas y pintores que con jugadores de futbol, empresarios, gobernantes y burócratas, y por supuesto con la amplia gama de caracteres que distinguen a una institución tan amplia y plural como la Universidad. En cada caso sabía establecer la conexión necesaria para alcanzar su objetivo.
Al analizar al político y al científico, Max Weber señalaba que las cualidades del político son, en esencia, tres: la entrega apasionada a una causa, la responsabilidad de su desempeño y la mesura de su acción. Esta última significa que ante la crudeza de la realidad no se extravíe la tranquilidad. Las tres cualidades las tuvo Guillermo Soberón, además de sus reconocidos méritos científicos.
En una etapa de su vida llegó a ser considerado como potencial candidato a la presidencia de la República. Las condiciones del sistema no hacían viable esa opción, pero sin duda habría sido un excepcional presidente de la República. En la rectoría su desempeño fue conciliador, respetuoso, creativo y sin duda firme. Pero el ejercicio de la autoridad no es autoritarismo. El autoritarismo es una forma exacerbada del desempeño del poder que se traduce en prácticas patrimoniales de la función pública, en el atropello de las normas generales y de la dignidad individual, y en la adopción de decisiones sin consulta ni consenso. La autoridad, en cambio, implica dialogar constantemente, respetar al subordinado igual que al adversario, guardar la forma y el fondo de las normas, tomar decisiones concertadas y ser tan fiel a las convicciones propias como respetuoso de las ajenas. En este sentido, Guillermo Soberón actuó en la Universidad con autoridad pero en ningún caso con autoritarismo; así lo hizo en otras funciones públicas y habría hecho lo mismo en el país de haber sido presidente de México.
El rector Soberón tuvo las respuestas que la Universidad requería en los tiempos de crisis y de lisis. En los primeros advirtió que su batalla se libraba en tres frentes: el gobierno, la sociedad y la comunidad universitaria. Los tres eran vitales. El gobierno había asumido una posición adversa a la Universidad, ya hostilizándola, como sucedió con el rector Chávez, ya abandonándola a su suerte, e incluso dejando que intereses menores la tomaran como rehén, como ocurrió con el rector González Casanova. No era una tarea sencilla hacer ver al poder político que la Universidad era parte del Estado pero no del gobierno, y que su autonomía no era una amenaza para el sistema político sino una fuente de legitimidad para todos. La sociedad estaba irritada ante el espectáculo ofrecido por una institución de alta visibilidad a la que se fue precipitando en el desorden, y la comunidad estaba confundida ante una serie de tropiezos que no le daban respiro y que la distraían de sus funciones.
Durante décadas la Universidad y sus egresados habían sido el eje de las políticas medulares del Estado mexicano. Una vez que terminó la fase armada de la Revolución, los ingenieros universitarios fueron el pilar para las obras de infraestructura que permitieron reconstruir y ampliar lo que se había perdido; los médicos emprendieron tareas sanitarias cuya magnitud se antojaba inabordable en las décadas de los años veinte a los cuarenta; los abogados contribuyeron con el diseño y la operación de las instituciones que derivaban del nuevo orden constitucional, y así, a donde se volviera la mirada, aparecía en acción un profesional formado en la Universidad Nacional. A ellos se agregaron luego los egresados del Instituto Politécnico y de las universidades públicas de los estados, pero durante mucho tiempo la institución emblemática ha seguido siendo la UNAM.
Uno de los episodios más relevantes de la vida institucional del país fue el tránsito de los gobernantes militares a los civiles, y también en este caso se hizo evidente que la nueva generación que tomaba en sus manos la conducción política de México estaba integrada por universitarios. El giro hacia el creciente predominio de egresados de instituciones privadas de educación superior en los mandos gubernamentales fue muy posterior al rectorado de Soberón.
La presencia de universitarios en el gobierno también se leía en un sentido inverso: la presencia de funcionarios en la Universidad. Una forma de ejercer influencia política era tomar posiciones en todos los niveles de la administración, y esto suponía mantener relación directa con el ámbito académico para reclutar a los nuevos servidores públicos. Además, parte de la estrategia policiaca de la época era la cooptación de los cuadros emergentes.
En esos términos un rector de la UNAM tenía un ascendiente explicable entre los mandos gubernamentales, pero en la medida en que éstos estaban familiarizados con la Universidad, también estaba expuesto a intromisiones invisibles e imprevisibles, cuya intensidad y propósitos variaban según las circunstancias. Tener “controles” en la Universidad era un objetivo preciado para algunos circuitos políticos que dificultaban la gestión de las autoridades universitarias. Lo que no esperaban era que hubiera un rector con la aptitud suficiente para identificar esas intervenciones y, más todavía, para exhibirlas ante el presidente si era preciso. Alejado de los estilos palaciegos, el rector Soberón ganó el respeto y más adelante incluso la simpatía de los dos presidentes con quienes coincidió en sus dos periodos al frente de la Universidad: Luis Echeverría y José López Portillo.
El respeto, incluso el ascendiente que el rector llegó a tener con relación a los altos funcionarios, permitió impulsar la reforma constitucional en materia de autonomía. En esta obra refiere con precisión las grandes dificultades que fue necesario remontar para que la Universidad recobrara su marcha normal. El conflicto laboral, en el contexto ya mencionado, supuso antagonismos que dificultaban acuerdos. Sin embargo, entre los dirigentes gremiales también estuvo presente la convicción de que negociar no sólo era posible; era indispensable. A partir de que el rector me invitó a ocupar la Oficina del Abogado General, cuando mi entrañable amigo Jorge Carpizo la dejó para ir a la Coordinación de Humanidades, mi trato con el secretario general del sindicato, Evaristo Pérez Arreola, se hizo más frecuente. En el curso de los años, cuando los conflictos quedaron atrás, incluso llegamos a establecer una auténtica relación de amistad. Evaristo era un líder eficaz en quien sus agremiados encontraban orienta...

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