Gobierno y administración pública
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Luis F. Aguilar Villanueva

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Gobierno y administración pública

Luis F. Aguilar Villanueva

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Textos referentes a las políticas públicas, administración pública y gobernabilidad del país, en una obra que nos muestra la realidad de las políticas públicas, las problemáticas que han surgido en torno a ellas y las direcciones que deben tomar para su mejor funcionamiento.

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SEGUNDA PARTE

POLÍTICA PÚBLICA

Recepción y desarrollo de la disciplina de política pública en México*

Después de la crisis fiscal del Estado mexicano, que representó la crisis terminal de nuestro sistema político y económico del siglo XX, aparecieron en el país varias propuestas de transformación del sistema político y del modelo de desarrollo, que siguen vigentes hasta la fecha, a la espera de su plena realización, acaso con nuevos elementos o matices conceptuales y prácticos. Una de esas propuestas, que incluye tanto componentes políticos como económicos, dimensiones analíticas como prácticas, fue el análisis o la(s) ciencia(s) de las Políticas Públicas, que hizo su aparición silenciosa en México a fines de los años ochenta y más notoriamente a principios de los noventa.1
Mi intención en estas consideraciones es ofrecer las razones por las que se consideró que la disciplina y profesión de las políticas públicas tenía sentido en el haz de las respuestas que se dieron para superar la crisis que vivía dramáticamente el sistema político y económico mexicano a lo largo de los años ochenta, cuáles fueron sus objetivos intelectuales y prácticos iniciales, su programa académico y de ejercicio profesional, así como las expectativas que se depositaron en la disciplina al momento de su recepción en el país (y en otros países latinoamericanos con similares problemas). En un segundo momento enunciaré algunos de los principales desarrollos de la disciplina, para concluir con una reflexión sobre sus alcances y tareas para el futuro.
EL AMBIENTE DE SU NACIMIENTO
Los años ochenta fueron años de crisis nacional aguda, en los que fue notorio el desplome del arreglo político y del modelo económico que habían tomado forma en México cuarenta años antes, con Lázaro Cárdenas y Miguel Alemán. El sistema presidencialista, centralista, de uso oportunista de la ley, de partido único, de organizaciones corporativas dependientes se desplomaba, al mismo tiempo que el modelo de desarrollo sustitutivo de importaciones mostraba su agotamiento, no obstante que hizo posible nuestra industrialización y dio forma a mercados incipientes, aunque desfigurados por el prolongado proteccionismo estatal. El primer modelo de desarrollo dejaba en claro al final del siglo que ya no era económicamente necesario y suficiente, aunque seguía siendo indispensable políticamente para que sistema y gobierno conservaran su legitimidad social.
Frente a la crisis del sistema político mexicano, provocada por la crisis fiscal del Estado y su impacto brutal en la economía nacional, la propuesta dominante y generalizada fue la democratización del régimen, con varias ideas acerca de sus objetivos y medios. El reclamo democrático catalizó la inconformidad intelectual y política del país a causa de la crisis, pero se caracterizó por un entendimiento muy limitado del proceso democratizador, inspirándose demasiado en las tesis convencionales de la popularizada “transición democrática”2 o acomodándolas a las urgentes exigencias y expectativas del país por derrocar al régimen autoritario priísta hasta el punto que democratización, transición y alternancia vinieron a denotar lo mismo. La atención prácticamente exclusiva que prestaron los “transicionistas” / “alternacionistas” al proceso electoral (y particularmente al proceso electoral presidencial) dejó sin espacio relevante a los que prestaban legítimamente atención a la necesidad de construir el orden (const)institucional propio del gobierno democrático, tarea que recibió bien o mal el nombre de “reforma del Estado” o de “reforma política del Estado”.3
Los análisis y las propuestas de los reformistas del Estado no fueron homogéneos. La referencia a la necesidad y hasta urgencia de reestructurar el régimen político y el Estado mismo abrigó diversas problemáticas y posiciones. Algunos se interesaron intelectual o vitalmente en reivindicar y afirmar la pluralidad, independencia y compromiso público de la sociedad civil mexicana y de sus organizaciones cívicas y sociales, después de décadas de corporativismo dependiente y estadocentrismo. Otros convirtieron el federalismo en el sentido final de la transición democrática y de la reforma política: México como “una república representativa, democrática y federal” en unidad conceptual e institucional (artículo 40 constitucional). Otros justificadamente pusieron el acento en el sistema judicial de prevención, procuración e impartición de justicia en el que se plasma concretamente el Estado de Derecho que (aún no) somos y destacaron correctamente la tesis de que si la democracia representativa no se asienta en República, en gobierno de leyes que los ciudadanos aprueban, observan y exigen, la democracia está destinada a debilitarse en breve tiempo porque no podrá disponer de las condiciones para controlar la pluralidad y la competencia política. Otra línea de propuesta, diferente pero no desvinculada de la democratización, y menos de la creación del orden político institucional propio de la democracia, fue la que puso el acento en el proceso del gobierno, en la manera como el gobierno decide y realiza sus decisiones de gobierno, en la gobernación democrática, y en la necesidad de asegurar que la nueva forma de gobierno practicara un proceso apropiado de decisión pública, sin reproducir los errores mortales del pasado. A esta corriente va a pertenecer el movimiento disciplinario de la política pública.
Después del trauma de la crisis y de la vuelta de tuerca estatista que tardía y fallidamente intentó la presidencia de De la Madrid,4 tengo la impresión de que la mayor parte de los intelectuales mexicanos, por varias buenas razones, tomaron el camino de la democratización del régimen político, pero entendiéndola principalmente en modo electoral-transicionista más que gubernativo-institucional. A mitad de los años ochenta se asistió a una conversión masiva de la generación intelectual a la democracia como asunto teórico, moral o político. Muchos que venían de las filas del marxismo o eran militantes de la revolución socialista y que criticaban la orientación (capitalista, explotadora, injusta, imperialista) de la estructura estatal y de la acción gubernamental decidieron continuar su lucha por el camino de las instituciones democráticas, que comenzaron a tomar forma con las reformas político-electorales a partir de 1977. Otros venían de movimientos sociales antigubernamentales (estudiantiles, campesinos, sindicales) y continuaron sus causas en las filas de las organizaciones independientes de la sociedad civil o de los partidos políticos de orientación democrática. Muchos más habían sido los protagonistas intelectuales de la crítica político-cultural del país y encontraron en la democratización del régimen la vía para explicitar su compromiso antiautoritario y transformarlo en uno prodemocrático. Entre estos los más eran conocedores de la historia revolucionaria del país o analistas y críticos del sistema político posrevolucionario, pero no estaban suficientemente familiarizados con la teoría, la historia y las instituciones de la democracia, por lo que se pusieron a estudiarlas vigorosamente,5 aunque la mayor parte tomó el atajo de las tesis de la transición-alternancia democrática, reduciendo los requerimientos y alcances de la democracia y de su realización en México.6
En contraste, fueron comparativamente muy pocos los que tomaron otro camino en los años ochenta y se dedicaron a estudiar el proceso de gobernar, el proceso que el gobierno seguía en su toma de decisiones directivas, la manera como formulaba las políticas y las ponía en práctica, con el propósito intermedio o final de elevar la calidad (la “racionalidad”) de la decisión del gobierno, evitar la recaída en errores socialmente dañinos y dar sustentación a una democracia eficiente con capacidad directiva de gobierno. El proceso electoral de los dirigentes políticos era crucial e importaba indudablemente en el contexto de un sistema que no respetaba los derechos políticos de los ciudadanos, pero era insuficiente para asegurar la gobernación de la sociedad (la cuestión de la gobernabilidad), la eficacia directiva del gobierno democrático, si no se sustentaba en un orden institucional y en un proceso decisorio cognoscitivamente estructurado. La mayor parte de los que tomaron esta opción fueron economistas, pero no todos ni por las mismas razones de los economistas. En el fondo, desde la memoria del pasado, se trataba de entender por qué los gobernantes habían tomado las decisiones que tomaron con resultados desastrosos para el país, precipitándonos a la crisis económica, y corregir el proceso decisorio para evitar recaídas en la crisis y dar forma a un gobierno democrático más informado y analítico en el planteamiento de los problemas sociales, la elaboración de las políticas y la asignación de los recursos.
Simplificando las cosas se puede afirmar que, después de la crisis fiscal del 82 y de la fallida restauración presidencialista del gobierno de De la Madrid, el centro del interés intelectual y político fue la decisión del gobierno y su planteamiento incorporaba (con diversos niveles de conciencia) la premisa de que el sistema político personalizado, tipo presidencialista, era intrínsecamente propenso al error en sus decisiones, a no reconocer sus errores y a no aprender de ellos. El gobierno democrático representaba la posibilidad de corregir una conducción social errática y nociva, por cuanto implicaba controles (entre los poderes públicos y los ciudadanos), competencia política, sanciones electorales periódicas, crítica social sin cortapisas y, para muy pocos y tardíamente, acotamientos legales precisos (gobierno de leyes). Ésta fue la premisa y el atractivo para que la generación de los mexicanos de la crisis económico-política descubriéramos el valor de la democracia y la consideráramos no sólo una forma alternativa de gobierno, sino una forma con capacidad superior de gobierno a la del presidencialismo o del sistema autoritario.
En esta perspectiva, que demanda neutralizar el error decisional del gobierno y su cadena de efectos sociales nocivos, las elecciones fueron consideradas por algunos como las condiciones necesarias y suficientes, mientras para otros, como mi caso, eran necesarias pero insuficientes. Un buen gobierno, en el sentido de competente y eficaz, no es simplemente el legítimamente elegido. La distinción y el distanciamiento respecto de los transicionistas electorales se basó en razones precisas. La democracia, además de ser el proceso de elección universal de los gobernantes, es gobierno, forma y proceso de gobierno. Y el proceso de gobernación o gobernanza de una comunidad política democrática tiene su especificidad, su autonomía, su propia lógica y desarrollo, que es distinta de la lógica estratégica de la acción política (en su sentido tradicional de poder y derrota de rivales). Elementos informativos, analíticos (jurídicos, económicos, organizacionales, políticos) y técnicos son condiciones indispensables para producir una decisión eficaz de gobierno, que pueda acreditar racionalidad y demostrar que la acción elegida por el gobierno para realizar los objetivos sociales preferidos es factible, eficaz, eficiente. Gobiernos elegidos correctamente pueden tomar incorrectamente decisiones de gobierno y sus errores se deberán seguramente a los malos diseños institucionales que enmarcan sus decisiones y / o a malos procesos decisorios. Dicho de otro modo, la gobernabilidad democrática (en el sentido genérico de capacidad de gobierno) se sustenta en un orden institucional apropiado, que hasta la fecha no se ha construido en nuestro país, y en el conocimiento, en un conjunto de elementos informativos, analíticos y gerenciales que identifican y aseguran la idoneidad causal de la decisión, de los que no se puede prescindir sin condenarla al error práctico en sentido de ineficacia o ineficiencia. La democracia no exime de errores decisionales, aunque esté en mejores condiciones de corregirlos ex post o tal vez ex ante si incorpora conocimiento causal, razón técnica y participación ciudadana.
Las libertades y los controles de la democracia no son suficientes para asegurar la corrección decisoria (eficacia, eficiencia, calidad) del gobierno democrático, que para ello debe seguir una lógica de acción centrada en modelos causales (del mundo natural y social) que no se reduce a la de la política, la cual es más valorativa y estratégica o que, en situaciones de discrepancias y dudas, cuando la eventual negociación falla, se apoya en la regla de mayoría. ¿El criterio de negociación y la regla de la mayoría aseguran la corrección de la decisión gubernamental, que busca resolver problemas públicos y generar las situaciones reales deseadas?, ¿la negociación y la mayoría aseguran la factibilidad, eficacia, eficiencia de la acción elegida por el gobierno democrático? En el fondo, la democracia electoral es heterogénea respecto de la corrección y eficacia de la decisión del gobierno democrático. La pluralidad de opiniones y propuestas, situación distintiva de una sociedad democrática, puede ser de gran ayuda para la decisión de gobierno, a condición de que siga las reglas del diálogo racional, presente sus afirmaciones y conjeturas y se sujete a refutaciones, basado en evidencias y argumentos, dado que resolver problemas significa producir situaciones reales diferentes a las calificadas de problemáticas.7 Sirve en cambio muy poco si, en vez del diálogo, hay empecinamiento entre las partes, falta de crítica y autocrítica, puras afirmaciones valorativas o deseos. La racionalidad decisoria y operativa sigue normas científico-técnicas, distintas de las normas legales y valorativas, y el político gobernante no puede más que seguir las normas técnicas, que son normas de causalidad, si quiere ser eficaz en la realización de sus objetivos y rendir razonablemente cuentas al público de las razones por las que tomó una decisión peculiar y descartó otras opciones posibles.8
Mi evolución hacia el análisis y diseño de las políticas públicas me resultó natural por estar (weberianamente) predispuesto a exigir racionalidad en las declaraciones de la política y en las decisiones de gobierno, aunque al mismo tiempo reconozco con precisión los alcances y límites de la racionalidad científica, tecnológica y gerencial en la política, hecha también de valoraciones, y en las decisiones de políticas públicas.
El énfasis en la racionalidad de la decisión de gobierno no tenía, sin embargo, por qué reducirse (ni tiene por qué) a la asignación eficiente de los recursos públicos, que es más característico de la preocupación de los economistas, que en estos años han estado sometidos además al imperativo de ajustar las finanzas públicas del Estado mexicano en bancarrota y exagerar el imperativo de la eficiencia económica, la costo-eficiencia (el llamado “hacer más con menos”). El problema de gobernar era mayor, pues la decisión de gobierno tenía defectos políticos y no sólo económicos. En suma, la cuestión de la decisión del gobierno mexicano era dual. Por un lado, las decisiones gubernamentales recientes exhibían indudablemente una asignación y uso ineficiente de los escasos recursos, a pesar de los flujos adicionales adquiridos mediante endeudamiento interno y externo, que terminaron por agudizar el problema. Había serios problemas macroeconómicos en la conducción de la economía del país y problemas microeconómicos en el gasto público. Pero, por el otro lado, la decisión de gobierno carecía también de sentido y resultado público confiable, lo cual constituía un defecto y problema del poder público, que suscitaba la atención y crítica de los politólogos, administradores públicos y ciudadanos. El débil o inexistente carácter público de la decisión pública de gobierno, y no sólo la ineficiencia económica, era otro motivo de preocupación intelectual y política. Si el primer grupo ponía el acento en las finanzas públicas, en su ajuste y reequilibrio, el segundo destacaba la pobre naturaleza pública de la decisión, debido a que la “esfera pública” del país9 era inexistente o estrecha o gubernamentalmente controlada.
En resumen, el origen de las políticas públicas en este país tiene lugar dentro de la matriz de la crisis fiscal y política del régimen y, en consecuencia, en el marco del ajuste de las finanzas públicas y de la democratización del régimen autoritario. Su programa disciplinario y profesional puso en el centro a la decisión del gobierno y de gobierno, señaló críticamente la ineficiencia económica y tergiversación (o perversión acaso) de la naturaleza pública de buen número de las decisiones del gobierno pasado, razón por la cual aspiró a elevar la calidad de la decisión del gobierno, a reconstruir su calidad pública (institucional y ciudadana),...

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