México profundo
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Una civilización negada

Guillermo Bonfil Batalla

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México profundo

Una civilización negada

Guillermo Bonfil Batalla

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Una civilización negada es un recorrido histórico-etnológico del pensamiento mexicano que, mediante la revalorización de la cultura indígena nacional, pretende unificar un país que el autor considera como dividido. El propósito de este libro es doble. Por un lado, ofrecer una visión panorámica de la presencia ubicua y multiforme de lo indio en México. Lo indio: la persistencia de la civilización mesoamericana que encarna hoy en pueblos, pero que se expresa también, de diversas maneras, en otros ámbitos mayoritarios de la sociedad nacional que forman, junto con aquéllos, el "México profundo".

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Information

Year
2020
ISBN
9786071667502

V. EL ORDEN COLONIAL

LA GÉNESIS de la problemática actual de la cultura en México se encuentra, evidentemente, en la instauración de un orden colonial a partir de la tercera década del siglo XVI. Es entonces cuando se conforma una sociedad escindida, cuya línea divisoria corresponde a la subordinación de un conjunto de pueblos de cultura mesoamericana bajo el dominio de un grupo invasor que porta una cultura diferente, de matriz occidental. Se crea así una situación colonial en la que la sociedad colonizadora afirma ideológicamente su superioridad en todos los campos posibles de comparación frente a los pueblos colonizados. Esa situación condiciona muchas características fundamentales del México independiente hasta nuestros días. En consecuencia, conviene pasar revista, así sea en forma somera, a las principales líneas que perfilan el sistema de control cultural implantado hace casi 500 años.

UNA NUEVA MANERA DE DOMINAR

La dominación de un pueblo sobre otro no es un fenómeno ausente en el México precolonial. El sometimiento apoyado en la fuerza militar ocurrió en muchas regiones y en muy diversos periodos. No siempre ni en todas partes; según las evidencias disponibles, por ejemplo, en la región maya central, durante la época del esplendor clásico que concluye hacia fines del siglo IX y principios del X, no puede hablarse de una dominación imperial; el arqueólogo Alberto Ruz señala que la diversidad de estilos locales que se encuentran en esa área es resultado de desarrollos particulares de la cultura maya que se produce en el seno de estados independientes. Más adelante, según el mismo autor, el auge de Chichén no descansa en el dominio militar sino en el comercio, que se hace incluso a larga distancia. Por otra parte, en los valles centrales, el militarismo se convierte en un rasgo importante de la organización social sólo después de la caída de Teotihuacan, a fines del siglo VII o principios del VIII.
Sin embargo, en el momento de la invasión europea existía indudablemente una poderosa estructura de dominación que sometía a gran número de pueblos dispersos en el centro y hacia el sur del país al poder de la Triple Alianza, bajo la hegemonía de los mexicas. El militarismo azteca se vio reforzado y se consolidó en Tenochtitlan a partir de la cuarta década del siglo XV, bajo el gobierno de Itzcóatl. La figura de Tlacaélel, que ocupa el cargo de Cihuacóatl (el que comparte el poder con el Huey Tlatoani) con tres sucesivos gobernantes mexicas, parece haber desempeñado un papel de primera importancia como el verdadero poder tras el trono que impulsa las reformas en favor de la aristocracia militar. Tlacaélel representa una línea diferente a la que encarnaba Netzahualcóyotl, señor de Tezcoco. Tras la derrota de esta ciudad los nuevos aliados Tezcoco y Tenochtitlan conquistan Azcapotzalco y entonces comienzan los cambios que modifican a la sociedad mexica y colocan en una posición predominante a los representantes del poder militar. Katz señala, por ejemplo, que los guerreros reciben tierras de la vencida Azcapotzalco, en tanto que los macehuales —la gente del común— no las reciben. Se pierde democracia en la sociedad mexica: los electores del Huey Tlatoani, que hasta entonces eran los representantes de los calpullis, son ahora los miembros de la aristocracia militar. Para justificar todo esto se reescribe la historia, se queman los antiguos libros pictográficos y se pintan otros que describen a los aztecas como el pueblo elegido, el pueblo del sol. Todo esto, al parecer, conforma una situación nueva en Mesoamérica, cuyo destino posible queda a la especulación porque el proceso quedó bruscamente interrumpido con la caída de Tenochtitlan a manos de los españoles.
A pesar de que el dominio mexica fue, tal vez, un fenómeno único y, en consecuencia, no permite generalizar sobre las formas de dominación en el México precolonial, es el caso mejor documentado y da pie para explorar algunos rasgos que ayudan a entender el sentido y las características de la dominación en el mundo precolonial. Un primer objetivo está claro: la obtención de tributo. Los pueblos sometidos al poder mexica entregaban periódicamente un tributo que se concentraba principalmente en las ciudades de la Triple Alianza. Parte de ese tributo podía beneficiar a otras ciudades de la región lacustre del valle de México que tenían así una situación doble: eran sujetos, pero también aliados circunstanciales.
Conviene destacar un aspecto del sistema tributario: los bienes y productos que se exigían a cada pueblo sometido formaban parte de lo que se producía localmente antes de que se impusiera el dominio azteca. Las ciudades vencidas se veían obligadas a producir más o a consumir menos para pagar el tributo que les había sido asignado. Esa extracción de riqueza, que inevitablemente empobrecía a los pueblos sujetos a tributación, no implicaba, sin embargo, una alteración fundamental de sus sistemas productivos: seguían produciendo lo mismo y en la misma forma, sólo que estaban obligados a entregar parte del producto. Tal vez haya casos de excepción, en los que algunos pueblos sujetos se hayan visto forzados a producir algo que antes no producían; pero la norma es lo contrario, entre otras razones porque la diversidad de nichos ecológicos que ocupaban, permitía una diversificación de productos a tributar, lo que precisamente permitía a las ciudades dominantes disponer de una variedad de bienes de distinta procedencia que su propio medio natural no les ofrecía. Pero el hecho de que bienes producidos por distintos pueblos tengan significación y se vuelvan codiciables para otro pueblo, que ocupa tal vez un nicho ecológico diferente, revela algo más importante: la pertenencia de unos y otros a la misma civilización, lo que hace que las diversas producciones locales sean compatibles y, en consecuencia, que no resulte necesario modificar lo que llamaríamos las “líneas de producción” de los pueblos sujetos para adecuar su tributo a una sociedad dominante que tenga necesidades de consumo diferentes. Esto plantea que la dominación entre pueblos que comparten una misma civilización, como los pueblos mesoamericanos, no conduce a la sustitución ni al abandono de las prácticas productivas preexistentes, sino al empobrecimiento de la población sujeta o a un incremento de la producción para compensar el tributo extraído. No se crea una situación de incompatibilidad inicial entre lo que se produce (que es parte de la cultura propia) y lo que se tributa.
Conviene recordar, para reforzar el punto anterior, que una de las obligaciones generales que impusieron los aztecas en todas las regiones que cayeron bajo su dominio, fue la de organizar mercados regulares para hacer posible el comercio con los productos locales. En provincias alejadas, como en la frontera con los mayas, los pueblos sometidos llegaron a no pagar tributo: su obligación era facilitar hombres para las guarniciones, alimentar a las tropas y facilitar la posibilidad del comercio. Los comerciantes tuvieron una gran importancia en la sociedad azteca; además de su función principal cumplían también la de una forma de espionaje que transmitía información con fines militares —y seguramente también comerciales—. No conozco ninguna investigación que se haya propuesto comparar lo que ingresaba a Tenochtitlan por tributo y lo que ingresaba por comercio; pero la importancia social de los comerciantes y la amplitud de las rutas que recorrían y que llegaban más allá de las fronteras del dominio mexica, permiten suponer que la actividad comercial era, en términos económicos, por lo menos tan importante como el tributo. No parece infundado plantear que muchas guerras de conquista buscaban la apertura del comercio tanto o más que la imposición del tributo. En todo caso, la importancia innegable del comercio muestra también el hecho que señalé en párrafos anteriores: la compatibilidad de la producción entre pueblos que se ubican en el mismo horizonte civilizatorio.
La presencia militar de los mexicas en las zonas sometidas a su dominio, tiene también características que ayudan a entender la naturaleza de las formas de dominación precoloniales. En algunos sitios existían guarniciones permanentes, pero en muchos otros no las había y sólo se enviaba al calpixque, funcionario encargado de recolectar el tributo. Algunos pueblos participaban en las campañas de la Triple Alianza aportando hombres para la guerra, a cambio de lo cual recibían parte del botín obtenido. Existían mecanismos de control político indirecto, esto es, se sostenían los gobernantes locales y la estructura interna de autoridad, con la imposición de algunas restricciones que Katz resume así: la designación de nuevos gobernantes debía ser aprobada por el Estado mexica; la declaración de guerra o el pacto de paz eran también privilegio de los aztecas; por último, en las ciudades de la cuenca lacustre, eran los mexicas quienes tomaban las decisiones relativas a las obras de irrigación. Un recurso frecuente para consolidar el dominio azteca fue la alianza matrimonial entre miembros de las respectivas élites gobernantes, estableciendo así nuevas lealtades que descansaban en una relación diferente a la que se sustentaba en el poderío militar. Además, cabe destacar el hecho de que no se establecían colonos permanentes en las regiones dominadas por los mexicas; las únicas excepciones se encuentran, también según Katz, en las fronteras con los purépechas y con los mayas.
Para tener un panorama más completo en esta materia es necesario mencionar algunas implicaciones religiosas de la dominación, ya que en el mundo mesoamericano esa dimensión tiene una intensa presencia en todos los aspectos de la vida. No había un componente de lucha religiosa en las guerras de conquista, en el sentido de que no se buscaba imponer a los vencidos la religión de los vencedores. Aun la religión azteca, después de las reformas de Tlacaélel, mantenía una flexibilidad y una capacidad de apropiación que le permitía, en corto tiempo, incluir a las deidades de los pueblos sometidos dentro de su propio panteón. Para simbolizar religiosamente el dominio impuesto, en el recinto del gran teocalli de Tenochtitlan había un sitio para guardar imágenes sagradas de los pueblos vencidos: algo así como una cárcel para presos divinos. No se prohibían ni perseguían los cultos locales ni se negaba la existencia de los dioses correspondientes, pero sí hubo un empeño de los aztecas por expresar también en ese terreno la superioridad de sus propias deidades. Aun así, no había nada parecido a un espíritu misionero en torno al cual se buscara la conversión de los sometidos a la religión de los vencedores; hubo, si acaso, algunos intentos tardíos por introducir el culto a Huitzilopochtli (el dios más caracterizadamente azteca) como uno más en el panteón politeísta de otros pueblos. Esta manera de manejar las diferencias religiosas en el proceso de dominación se entiende con claridad si se toma en cuenta que todos los sistemas religiosos mesoamericanos son resultado de un mismo proceso de desarrollo civilizatorio en el que hubo, durante siglos y milenios, un contacto constante y una mutua influencia que permite reconocer una misma deidad en diferentes pueblos y en épocas distintas (Tláloc y Quetzalcóatl en el altiplano son Chac y Kikulkán entre los mayas de la península de Yucatán; el dios viejo, dios del fuego, aparece en diversas culturas, por mencionar sólo los ejemplos mejor conocidos). Hay pautas comunes en el fondo de las concepciones y los sistemas religiosos de los pueblos mesoamericanos, que los hacen compatibles y no excluyentes. Quizá en ese contexto se entienda mejor un complejo de prácticas que tienen que ver con la religión y con la guerra y que se mencionan siempre para demostrar la naturaleza “bárbara” de la civilización mesoamericana: me refiero, naturalmente, a las llamadas guerras floridas y a los sacrificios humanos rituales.
La idea misma de que dos pueblos convengan en efectuar periódicamente una batalla con el fin de obtener prisioneros para que sean sacrificados por motivos religiosos, sólo alcanza a tener sentido si no se le ve como un hecho aislado, que se debe explicar por sí mismo, sino como parte de un sistema cultural completo del que necesariamente participan los pueblos involucrados. Es indispensable que compartan concepciones semejantes sobre el universo y sobre las obligaciones trascendentales que deben cumplir los hombres para que se mantenga la continuidad del cosmos, para que acepten un rito periódico que culmina con el sacrificio de una cantidad, mayor o menor, de sus mejores hombres. De no ser así, la “guerra florida” sería a muerte, porque ésta tendría más sentido en el campo de batalla que en el templo del enemigo. El trasfondo común de la civilización mesoamericana proporcionaría ese espacio de ideas compartidas que hacía aceptable lo que hoy y desde fuera resulta incomprensible.
Dos puntos más para terminar esta gruesa caracterización de las formas de dominación en el México precolonial. Uno se refiere a que la tecnología de guerra no presentaba diferencias cualitativas relevantes entre los diversos pueblos mesoamericanos. Las armas eran semejantes y el mayor o menor poderío se establecía por la cantidad de hombres que intervenían por cada bando, no por la potencia diferente de las armas que usaban. A partir de una cierta magnitud demográfica y algunas condiciones geográficas relativamente favorables, los pueblos de la región podían disponer de la fuerza militar suficiente para resistir el acoso de cualquier otro, como lo demuestra la persistencia de señoríos autónomos en el interior del territorio dominado por los aztecas, hasta el momento mismo de la invasión española. El segundo punto tiene que ver con la política lingüística que practicaron los mexicas con los pueblos sometidos que hablaban un idioma distinto del náhuatl. No hubo ningún intento por imponer la lengua de los vencedores. La nahuatlización no formaba parte de los objetivos del dominio sobre otros pueblos.
Detrás de estos hechos, como en el caso de la política religiosa, se encuentra una noción de “el otro” (otros pueblos, enemigos o aliados, sometidos o no) que no pasa por una concepción de inferioridad natural y absoluta. Más todavía: las diferencias culturales entre los pueblos no se aducen para justificar la dominación, porque si así fuera habría esfuerzos en diversas direcciones para “civilizar” a los vencidos. Y lo que aparece es otra cosa: una aceptación de sus modos de vida, de sus sistemas de producción, de sus creencias religiosas, sus formas de gobierno y su idioma. Nada de esto resulta necesario eliminar ni excluir; todo es compatible con el sistema y los objetivos de la dominación. La civilización común hace posible que el sometimiento de un pueblo al dominio de otro no implique su negación ni vuelva ilegítima su cultura.
El sistema colonial que establecen los españoles es de una naturaleza completamente distinta a las formas de dominación que se conocían hasta entonces en Mesoamérica. En la ideología occidental dominante, acentuada en el caso de España por la experiencia todavía fresca de la guerra de reconquista contra los moros, el sometimiento de pueblos diferentes con culturas ajenas a la europea se entendía como un derecho indiscutible que se derivaba de la obligación de diseminar por todos los rumbos la fe cristiana. Este impulso misionero estaba vigorizado en los años de la invasión, en los países católicos, por la escisión del cristianismo que resultó de la reforma luterana. El papado impulsaba entonces, por distintas vías, las empresas de conquista entendidas como cruzadas redentoras. En ese clima, la concepción de “el otro” era necesariamente la de un ser naturalmente inferior, hasta el grado de ponerse en duda o de plano negar su condición humana —es decir—, en aquella terminología, la posesión de un alma trascendente.
Esta concepción ideológica encajaba bien con los intereses menos espirituales de la expansión colonial europea. Era una manera consecuente de argumentar, que permitía incorporar bajo el mismo manto de la civilización cristiana que se enfrentaba a los infieles como única posibilidad de salvación, el ansia de metales preciosos, especias, territorios y mano de obra sujeta, que enriquecieran rápidamente las economías metropolitanas. La superioridad natural que asumía el colonizador no se limitaba a su convicción de que profesaba la única fe verdadera: esa convicción derivaba necesariamente en una afirmación de superioridad en todos los demás órdenes de la vida. Las aspiraciones materiales, la manera de entender el progreso y el quehacer humano, todos los criterios para distinguir lo bueno y lo malo, lo deseable y lo que se debe rechazar, las maneras correctas y las incorrectas (de pensar, de hacer las cosas, de comportarse), conformaban un todo que globalmente se postulaba como superior. Más aún: como lo único superior, por ser lo único verdadero.
En ese contexto ideológico, reforzado por una tecnología de guerra y dominio más eficaz que la que empleaban los pueblos mesoamericanos, puesta al servicio de un proyecto radicalmente distinto del que perseguían las formas de dominación precoloniales, es claro que la estructura de poder impuesta por los españoles y el consecuente sistema de control cultural implantado en la sociedad colonial, constituyeran una nueva forma de dominación, inédita hasta entonces en estas tierras, tanto por sus procedimientos cuanto por sus consecuencias. La diferencia frente a las situaciones previas es radical.
El orden colonial es por naturaleza excluyente: descansa en la incompatibilidad entre la cultura del colonizado y la del colonizador. Los propósitos de la colonización se cumplen sólo en la medida en que el colonizado cambie su forma de vida pa...

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