¿Qué es el hombre?
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¿Qué es el hombre?

Martin Buber, Eugenio Ímaz

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¿Qué es el hombre?

Martin Buber, Eugenio Ímaz

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Este filósofo austriaco nos propone la lectura de su particular análisis antopo-filosófico que revisa lo que somos y lo que nos espera en caso de no entender nuestra función como seres perfectibles, parte de un proyecto aún inacabado.

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SEGUNDA PARTE

LOS INTENTOS
DE NUESTRA ÉPOCA

I. LA CRISIS Y SU EXPRESIÓN

1
Es en nuestra época cuando el problema antropológico ha llegado a su madurez, es decir, que ha sido reconocido y tratado como problema filosófico independiente. Además del desarrollo filosófico mismo, que ha conducido a una penetración cada vez mayor en la problemática de la existencia humana y cuyos principales momentos acabamos de recorrer, dos factores, en múltiple conexión con ese desarrollo, han contribuido a la madurez del problema antropológico. Antes de pasar a estudiar la situación actual, conviene que nos detengamos a examinar el carácter y la significación de esos factores.
El primero es, más que nada, de índole sociológica. Consiste en la disolución progresiva de las viejas formas orgánicas de la convivencia humana directa. Consideramos dentro de ese grupo a aquellas comunidades que, cuantitativamente, no son lo bastante grandes como para impedir la reunión constante y la relación directa de los hombres que abarcan y que, cualitativamente, se hallan constituidas de manera que de continuo nacen o ingresan en ellas hombres que no entienden su pertenencia a éstas como resultado de un acuerdo libre con otros sino como debida al destino y a la tradición vital. Así tenemos la familia, el gremio, la comunidad aldeana y urbana. Su disolución progresiva es el precio que tenemos que pagar por la emancipación política del hombre que tiene lugar con la Revolución francesa y por el nacimiento de la sociedad burguesa a que da origen. Pero con esto aumenta de nuevo la soledad humana. Al hombre de la época moderna que, como vimos, había perdido el sentimiento de estar hospedado en el mundo, el sentimiento de la seguridad cosmológica, las formas orgánicas de la comunidad le ofrecían un hogar en la vida, un remanso donde descansar en la unión directa con sus iguales, una seguridad sociológica que lo preservaba del sentimiento de abandono total. Pero también esta seguridad se le ha ido desvaneciendo. Mientras las viejas formas orgánicas mantenían por fuera un simulacro de consistencia, se iban disolviendo por dentro y cada vez resultaban más vacías de sentido y de alma. Las nuevas formas de sociedad que trataron de colocar de nuevo a la persona humana en conexión con los demás, como, por ejemplo, la unión, el sindicato, el partido, han podido, sin duda, despertar pasiones colectivas capaces de “llenar” la vida de un hombre, pero les ha sido imposible restaurar la seguridad perdida; la creciente soledad es tan sólo adormecida por el tráfago de las ocupaciones, pero cuantas veces el hombre vuelve a su remanso, a la realidad genuina de su vida, percibe de pronto la sima de su soledad y en ella experimenta, al encararse con el fondo mismo de su existencia, toda la hondura de la problemática humana.
Podríamos caracterizar el segundo factor como propio de la historia del espíritu o, mejor, de la historia del alma. El hombre, desde hace un siglo, se halla inmerso, con mayor profundidad cada vez, en una crisis que, sin duda, guarda mucho en común con otras que nos son familiares por la historia pero que, sin embargo, resulta peculiarísima en un punto esencial. Nos referimos a la relación del hombre con las nuevas cosas y circunstancias que han surgido de su propia acción o que, indirectamente, se deben a ella. Podríamos calificar esta peculiaridad de la crisis contemporánea como el rezago del hombre tras sus obras. Es incapaz de dominar el mundo que ha creado, quien resulta más fuerte que él, y se le emancipa y enfrenta con una independencia elemental; como si hubiera olvidado la fórmula que podría conjurar al hechizo que desencadenó una vez. Nuestra época ha experimentado esta torpeza y fracaso del alma humana, sucesivamente, en tres campos diferentes. El primero ha sido el de la técnica. Las máquinas que se inventaron para servir al hombre en su tarea acabaron por adscribirle a su servicio; no eran ya, como las herramientas, una prolongación de su brazo, pues el hombre se convirtió en su mera prolongación, en un miembro periférico pegadizo y coadyuvante.
El segundo campo ha sido el de la economía. La producción, que aumentó en proporciones prodigiosas con el fin de suministrar al número creciente de hombres aquello que habían menester, no ha logrado desembocar en una coordinación racional. Parece como si la producción y empleo de los bienes se desprendiera también de los mandatos de la voluntad humana.
El tercer campo es el de la acción política. Con espanto creciente el hombre fue dándose cuenta en la primera Guerra Mundial y, ciertamente, a los dos lados de la trinchera, de que se hallaba entregado a potencias inabordables que, si bien parecían guardar relación con la voluntad de los hombres, se desataban de continuo, se burlaban de todos los propósitos humanos y traían consigo la destrucción de todos. Así se encontró el hombre frente al hecho más terrible: era como el padre de unos demonios que no podía sujetar. Y la cuestión por el sentido que podía tener este equívoco poder e impotencia desembocó en la pregunta por la índole del hombre, que cobra ahora una significación nueva y terriblemente práctica.
No es ninguna casualidad, sino algo lleno de sentido, que los trabajos más importantes en el campo de la antropología filosófica surgieran en los 10 primeros años que siguieron a la primera Guerra Mundial, y tampoco me parece un mero azar que el hombre en cuya escuela y con cuyo método se han llevado a cabo en nuestra época los intentos más señalados en el sentido de una antropología filosófica independiente fuera un judío de formación alemana, Edmund Husserl, hijo de un pueblo que experimentó en la forma más grave y fatal la acción del primero de los factores aludidos, la disolución progresiva de las viejas formas orgánicas de la convivencia humana, y pupilo también y supuesto hijo adoptivo de otro pueblo que conoció en la forma más grave y fatal la acción del segundo de los factores, el rezago del hombre tras sus obras.
Husserl, el creador del método fenomenológico, con el que se han llevado a cabo los dos intentos de antropología filosófica de que voy a ocuparme, el de Martin Heidegger y el de Max Scheler, nunca se ocupó él mismo del problema antropológico en cuanto tal. Pero en su último e inacabado trabajo, en el que trata de la crisis de las ciencias europeas, nos ofrece en sólo tres proposiciones unas contribuciones al problema que a mí, teniendo en cuenta al hombre que las ha expresado y el momento en que lo hizo, me parecen lo bastante importantes para que las expongamos y examinemos su parte de verdad antes de adentrarnos en la explicación y crítica de la antropología filosófica.
La primera de estas tres proposiciones nos dice que el fenómeno histórico más grande es la humanidad que pugna por su propia comprensión. Con esto Husserl quiere dar a entender que todos esos sucesos preñados de consecuencias que, como suele decirse, han cambiado una y otra vez la faz de la Tierra y de que están llenos los libros de historia, son menos importantes que aquellos empeños renovados del espíritu humano, que operan en silencio y que los historiadores apenas si los señalan, por comprender más y más el secreto del ser humano. Husserl califica estos esfuerzos de pugna, dándonos a entender así que el espíritu humano tropieza en esa faena con grandes obstáculos, con grandes resistencias que provienen del material problemático en cuya comprensión se empeña, es decir, su propio ser, y que se ve obligado a entablar una lucha con ese material que dura desde que existe la historia y cuyo relato representa, precisamente, la historia del más grande de los fenómenos históricos.
De esta suerte nos confirma Husserl la significación que, en el devenir del hombre, corresponde a la trayectoria histórica que ha seguido la antropología filosófica, el camino que la ha conducido de pregunta a pregunta, camino en el que ya hemos hecho algunos señalamientos.
La segunda proposición reza: “Si el hombre se convierte en problema ‘metafísico’, en problema filosófico específico, es que se halla en cuestión como ser racional”. Esta proposición, a la que Husserl concede un valor especial, es verdadera o se hace verdadera si con ella se quiere dar a entender que es menester poner en cuestión la relación en el hombre de la “razón” con la sinrazón. Con otras palabras: no se trata de considerar a la razón como lo específicamente humano y, por el contrario, lo que en el hombre no es racional, como lo no específico, lo que comparte con seres no humanos, lo “natural” en él, como se ha intentado siempre, particularmente a partir de Descartes. Antes bien, tocamos el fondo del problema antropológico cuando reconocemos lo que en el hombre no es racional como también específicamente humano. El hombre no es un centauro sino íntegramente hombre. Sólo se le puede comprender si se sabe, por una parte, que en todo lo humano, también en el pensamiento, hay algo que forma parte de la naturaleza general del ser vivo y hay que comprenderlo partiendo de ella; pero, por otra, tampoco hay que olvidar que nada humano hay que pertenezca por completo a la naturaleza general del ser vivo y que pueda ser comprendido únicamente partiendo de ella. Ni siquiera el hambre del hombre es el hambre de un animal. Hay que comprender la razón humana en conexión siempre con lo que en el hombre no es racional. El problema de la antropología filosófica es el problema de una totalidad específica y de su conexión específica. Así lo ha visto también la escuela de Husserl, que, por otra parte, el mismo Husserl no quería reconocer como suya en puntos decisivos.
La tercera proposición reza: “La hombría consiste, esencialmente, en un ser hombre en entidades humanas vinculadas generativa y socialmente”. Esta proposición contradice por completo todo el trabajo antropológico de la escuela fenomenológica, tanto el de Scheler que, a pesar de ser un sociólogo, apenas si en sus consideraciones antropológicas ha tenido en cuenta las conexiones sociales del hombre, como el de Heidegger, quien no obstante haber reconocido que estas conexiones ofrecen un carácter primario, las ha tratado, en el fondo, como si fueran el gran obstáculo con que tropieza la persona humana para llegar a su propio yo. En esta proposición Husserl nos dice que no es posible encontrar la esencia del hombre en los individuos aislados, porque la unión de la persona humana con su genealogía y con su sociedad es esencial y, por lo tanto, debemos conocer la naturaleza de esta vinculación si queremos llegar a conocer la índole esencial del hombre. Con esto se afirma que una antropología individualista tiene por objeto al hombre en estado de aislamiento, es decir, en un estado que no corresponde a su esencia; o también que, si considera al hombre en situación de vinculación, entiende que los efectos de ésta menoscaban su esencia genuina y, por consiguiente, no se refiere a esa vinculación fundamental de que habla la proposición husserliana.
2
Antes de embarcarme en la exposición de la antropología fenomenológica tengo que demorarme un poco con el hombre a quien se debe, en gran parte, el carácter individualista de aquélla: Kierkegaard. Su influencia en este sentido ofrece un carácter especial. Los pensadores fenomenólogos de los que voy a ocuparme, especialmente Heidegger, han adoptado, sin duda, la manera de pensar de Kierkegaard, pero después de excluir su supuesto fundamental, sin el cual las ideas de Kierkegaard, en especial las que atañen a la relación entre verdad y existencia, cambian no sólo de matiz sino de sentido. Y, como veremos, no sólo han prescindido de lo que hay de teológico en ese supuesto, sino también de lo antropológico, y de tal suerte que el carácter y la acción del pensamiento existencial que representa Kierkegaard cambia verdaderamente de signo.
En la primera mitad del siglo XIX Kierkegaard, aislado y solitario, ha comparado la vida de la cristiandad con su pregonada fe. No era ningún reformador y repitió siempre que no poseía “credencial” alguna que le viniera de arriba; no era más que un pensador cristiano, pero, eso sí, el que con mayor vehemencia llamó la atención sobre el hecho de que el pensamiento no puede legitimarse a sí mismo sino que esta corroboradora legitimación le viene siempre desde la existencia del hombre que piensa. Pero no es el pensamiento lo que más le interesa ya que, para él, no pasa de ser una versión conceptual de la fe, mala o buena según las circunstancias. Por lo que respecta a la fe, subrayó ahincadamente que sólo era fe auténtica la que estaba basada en la existencia del creyente y garantizada por ella.
La crítica que Kierkegaard hace del cristianismo en uso es una crítica interna; es decir, no mide, como Nietzsche, al cristianismo con el rasero de un supuesto valor superior para así aprobarlo o condenarlo; para él no existe valor superior al cristianismo ni, en el fondo, ningún otro valor; compara, sí, al sedicente cristianismo vivido por los cristianos con el cristianismo real, el que pretenden crear y pregonan, y rechaza toda esta aparente vida cristiana junto con su fe falsa, puesto que no llega a cobrar realidad, y también su prédica, ya que se ha convertido en mentira por sus aires de satisfecha. Kierkegaard no reconoce fe alguna que no comprometa. El presunto hombre religioso que piensa con tan gran entusiasmo en el objeto de su fe y habla de él incansablemente, y también aquel que expresa lo que entiende ser su fe en actos de culto y en ceremonias no pasan de imaginarse que creen si realmente sus vidas no han sido transformadas medularmente, si la presencia de aquello en que creen no determina la actitud esencial del hombre religioso desde la soledad más recóndita hasta la acción pública.
La fe es una rel...

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