El pueblo
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Jules Michelet

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Jules Michelet

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El pueblo, escribe el autor, dotado de un alma y un instinto inalienables, no puede ser abarcado por las estadísticas ni por los economistas, ni suplantado por los políticos. Tampoco los escritores románticos supieron dar cuenta del espíritu del pueblo francés. Ese papel está reservado al historiador que conoce el espíritu de sacrificio, el heroísmo, la capacidad de acción, el sentido común y otras virtudes de los obreros y campesinos, que Michelet consideraba atributos soberanos, superiores a cualquier otro adquirido por medio de la cultura, y sobre las que discurre en este clásico publicado originalmente en 1846 que ahora se integra a la colección Conmemorativa del FCE.

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Primera parte

De la servidumbre y del odio

I. Servidumbres del campesino

Si quisiéramos conocer el pensamiento íntimo, la pasión del campesino francés, el asunto sería fácil. Pasemos un domingo en el campo, y sigámosle. Vedlo cómo va, allá, delante de nosotros. Son las dos de la tarde; su mujer fue a víspera; él va endomingado: estoy seguro de que va a ver a su amante.
¿A qué amante? A su tierra. No digo que se dirija directamente hacia ella. No, es su día libre y puede ir a donde quiera. ¿Acaso no es suficiente con ir allá todos los días? Por eso da un rodeo, acude a otras partes, hace cosas en otros lados… Y, sin embargo, va para allá.
Es verdad que estaba cerca de ahí, lo que lo motivaba a entrar. Aunque la mira, al parecer no entrará; ¿qué podría hacer ahí? Sin embargo, entra.
Lo más probable es que no trabaje: anda endomingado, de camisa blanca. Con todo, nada impide arrancar la mala hierba y arrojar lejos una piedra. Cierto que está ese molesto tocón, pero como no trae su pico, mañana se encargará de ello.
Entonces cruza los brazos y se detiene; observa, serio, preocupado. Observa mucho tiempo, largamente, y parece olvidarse de todo. Al final, si se siente observado, si advierte a alguien pasar, se aleja a paso lento. A los 30 pasos se detiene, se vuelve, y echa una última mirada a su tierra, una mirada profunda y sombría, pero que, para quien observa con cuidado, es absolutamente apasionada: es puro corazón, es la mirada de un devoto.
Si esto no es el amor, ¿en qué otro signo podríais reconocerlo en este mundo? Es él; no os riáis… Para producir, la tierra así lo quiere; de otro modo nada daría esta pobre tierra de Francia, casi sin ganado y sin abono. Produce porque es amada.
La tierra de Francia pertenece a 15 o 20 millones de campesinos que la cultivan; la tierra de Inglaterra, a una aristocracia de 32 mil personas que la hacen cultivar.[1]
Los ingleses, al no tener las mismas raíces en la tierra, emigran a donde hay ganancia. Ellos dicen país; nosotros decimos patria.[2] Entre nosotros, el hombre y la tierra están ligados, y no se abandonan; entre ellos existe un matrimonio legítimo, en la vida y en la muerte. El francés ha desposado a Francia.
Francia es una tierra de equidad. Generalmente, en casos dudosos, ha adjudicado la tierra a quien la trabajaba.[3] Inglaterra, al contrario, se ha pronunciado por el señor, y ha expulsado al campesino; la tierra es cultivada por obreros.
¡Qué profunda diferencia moral! Que la propiedad sea grande o sea pequeña, enaltece el corazón. A quien no se le respeta por sí mismo, se le respeta y estima por su propiedad. Este sentimiento se suma al justo orgullo que da a este pueblo su incomparable tradición militar. Tomad al azar, de la muchedumbre, a un pequeño jornalero que posea un vigésimo de arpende,[4] y no encontraréis en él los sentimientos del jornalero, del mercenario: es un propietario, y un soldado (lo ha sido, y podría serlo mañana): su padre sirvió en la grande armée.[5]
La pequeña propiedad no es nueva en Francia. Muchos piensan equivocadamente que se constituyó últimamente, durante la crisis; que es un accidente de la Revolución. Esto es un error. La Revolución encontró este proceso muy avanzado, ella misma surgió de él. En 1785 un excelente observador, Arthur Young, se maravilló y se asustó al ver aquí la tierra tan dividida. En 1738, el abate de Saint-Pierre hizo notar que en Francia “los jornaleros tienen casi todos su jardín o algún pedazo de viña o de tierra”.[6] En 1697 Boisguillebert deploraba que los pequeños propietarios, bajo el reinado de Luis XIV, se viesen obligados a vender gran parte de los bienes que habían llegado a adquirir en los siglos XVI y XVII.
Esta gran historia, tan poco conocida, presenta el siguiente carácter singular: en los tiempos más difíciles, en los momentos de pobreza universal en que aun el rico es pobre y vende por obligación, el pobre está en posibilidades de comprar; al no presentarse ningún comprador, el campesino harapiento llega con su moneda de oro, y adquiere un pedacito de tierra.
Extraño misterio; este hombre ha de tener un tesoro escondido… Y en efecto tiene uno: el trabajo persistente, la sobriedad y el ayuno. Como patrimonio, Dios parece haberle dado a esta indestructible raza el don de trabajar, de combatir —de ser necesario sin comer— y de vivir con esperanza y denodada alegría.
A los momentos de desastre en que el campesino pudo adquirir tierra barata, siguió siempre un impulso súbito de fecundidad, que no se explicaba. Hacia 1500, por ejemplo, cuando Francia, agotada por Luis XI, estaba a punto de arruinarse en Italia, la nobleza que sale se ve obligada a vender; pero la tierra, al pasar a nuevas manos, reflorece repentinamente: se trabaja, se construye. A ese bello momento se le llama (en el estilo de la historia monárquica) el buen Luis XII.
Desgraciadamente este periodo dura poco tiempo. Apenas la tierra vuelve a hallarse en buen estado, cuando el fisco se apodera de ella; llegan las guerras religiosas, que parecen arrasar hasta el mismo suelo;[7] ¡miserias horribles, hambrunas atroces en que las madres se comían a sus hijos!… ¿Quién esperaba entonces que el país pudiera levantarse? Sin embargo, apenas terminada la guerra, en ese campo arrasado, en esa choza aún renegrida y chamuscada, el campesino comienza a abonar y a comprar. En diez años, Francia cambia de rostro. En veinte o treinta todos los bienes han duplicado o triplicado su valor. A este otro momento, bautizado con el nombre de un rey, se le da el nombre de el buen Enrique IV y “el gran Richelieu”.
¡Qué bello movimiento! ¿Podría algún corazón humano dejar de participar en él? ¿Por qué entonces sucede que esta fuerza siempre se detiene y que tantos esfuerzos, apenas recompensados, lleguen casi a perderse? Detrás de las palabras el pobre ahorra, el campesino compra, simples palabras que se dicen tan rápido, ¿sabemos en verdad todo lo que implican de trabajo, de sacrificio, de mortales privaciones? La frente nos suda cuando observamos en detalle las diversas vicisitudes, los éxitos y las caídas de esta lucha empecinada, cuando vemos el esfuerzo invencible con que este hombre miserable ha asido, soltado y retomado la tierra de Francia… Como el pobre náufrago que toca la ribera y a ella se aferra, pero al que siempre la ola lo vuelve a llevar mar adentro, que vuelve a asirse y a soltarse, pero que no deja por ello de aferrarse a la roca con las manos sangrantes. Este movimiento, es menester decirlo, se frenó o se detuvo hacia 1650. Los nobles que habían vendido sus bienes encontraron la manera de volver a comprar a un precio ridículo. En el momento en que nuestros ministros italianos, Mazarino, Emeri, duplicaban el monto de los impuestos, los nobles que llenaban la Corte obtuvieron fácilmente la exención, de modo que el fardo, pescándolo doble, cayó a plomo sobre las espaldas de los débiles y de los pobres que se vieron obligados a vender o a dar la tierra apenas adquirida, y a volver a ser mercenarios, pequeños arrendatarios, aparceros o jornaleros. ¡Y por medio de qué increíbles esfuerzos pudieron de nuevo, a través de las guerras y las bancarrotas del gran rey y del regente, conservar o retomar las tierras que, según se vio, habían de encontrarse de nuevo en sus manos en el siglo XVIII, es algo que no se explica!
Yo les ruego y les suplico a quienes nos dictan las leyes o las aplican, que estudien en detalle la funesta reacción de Mazarino y de Luis XIV en las páginas llenas de indignación y de dolor consignadas por un gran ciudadano: Pesant de Boisguillebert.[8] Ojalá que esta historia les sirva de advertencia, en un momento como el que vivimos, en que tantas influencias trabajan, se obstinan en detener la obra capital de Francia: la adquisición de la tierra por el trabajador.
Especialmente nuestros magistrados tienen que estar muy claros sobre esto y pertrechar su conciencia porque una artimaña los asedia. Los grandes propietarios, sacados de su apatía natural por los hombres de leyes, se han lanzado últimamente a mil procesos injustos. Contra los municipios y contra los pequeños propietarios se ha formado, de hecho, toda una especialidad de abogados anticuados que trabajan coludidos en el falseamiento de la historia, para engañar a la justicia. Ellos saben que raramente los jueces van a tener tiempo para examinar sus mendaces obras, y que aquellos a quienes atacan carecen casi siempre de títulos en regla. Los municipios, sobre todo, los tienen mal conservados, o no los han tenido jamás. ¿Por qué? Justamente porque su derecho es a menudo muy antiguo y de una época en que la gente confiaba en la tradición.
En todas las regiones fronterizas, particularmente,[9] los derechos de la gente pobre son tanto más sagrados cuanto que sin ellos nadie habría habitado zonas tan peligrosas; la tierra hubiera sido allí mero desierto, y no habría ni pueblo ni cultura. ¡Y resulta que hoy, en una época de paz y seguridad, se les viene a disputar la tierra precisamente a aquellos sin los cuales la tierra no existiría! Se les piden sus títulos: esos títulos que están enterrados; son los huesos de sus abuelos los que custodiaron la frontera, y que aún ocupan esa línea sagrada.
Hay en Francia más de una región donde el labrador tiene sobre la tierra un derecho que, ciertamente, es el primero de todos: el que proviene de haberla creado. No hablo en sentido figurado. Mirad esas rocas calcinadas, esas áridas alturas del Mediodía; allí, os pregunto, ¿dónde estaría la tierra sin el hombre? En estos lugares, la propiedad la encarna el propietario. Está en el brazo infatigable que pica las piedras todo el día, y mezcla el polvo con un poco de humus. Está en la recia espalda del labrador, que desde la parte más baja de la pendiente vuelve siempre a subir por su campo erosionado. Está en la docilidad, en el ardor paciente de la mujer y del niño que empujan el arado tirado por un asno, cosa penosa de ver. La naturaleza misma se compadece. Entre roca y roca se oferta el pequeño viñedo. El castaño sin tierra se mantiene abrazando la roca viva con sus raíces; ¡sobrio y valeroso vegetal, parece vivir del aire, y, como su amo, producir ayunando![10]
Sí, el hombre crea la tierra; ello se puede decir incluso de las regiones menos pobres. ¡No lo olvidemos jamás si queremos comprender cuánto la ama y con qué pasión! Tengamos presente que durante siglos las generaciones han puesto en ella el sudor de los vivos, los huesos de sus muertos, sus ahorros, su alimento… ¡Esta tierra, donde el hombre ha depositado por tan largo tiempo lo mejor del hombre, su savia y su sustancia, su esfuerzo y su virtud, bien siente él que es una tierra humana, y la ama como a una persona!
La ama, y para adquirirla lo acepta todo, ¡incluso no verla más! Emigra y se aleja, si es necesario, sostenido sólo por este pensamiento y por su recuerdo. ¿O qué suponéis que sueña, a vuestra puerta, sentado sobre un pretil, ese recadero saboyano? Sueña con su pequeño cultivo de centeno, con su escuálida pastura que al regresar adquirirá en la montaña. ¿Para ello necesita diez años? ¡No importa!…[11] ¡El alsaciano, para tener tierra en siete años, vende su vida, va a morir a África![12] Para poseer algunos metros de viña, la mujer de Borgoña aparta su seno de la boca de su hijo, coloca en su lugar la de un niño extraño, y desteta al suyo demasiado pronto: “¡Vivirás —le dice el padre— o morirás, hijo mío, pero si vives, tendrás tierra!”.
¿No es esto una cosa muy dura de decir, casi impía? Consideremos bien esto antes de decidir. “Tú tendrás tierra —quiere decir—: ¡tú no serás un mercenario que se toma y que se despide mañana; tú no serás siervo por tu alimento cotidiano, serás libre…!” “¡Libre!” Gran palabra que engloba, en efecto, toda la dignidad humana: ninguna virtud existe sin la libertad. Los poetas hablaron a menudo de las atracciones del agua, de las peligrosas fascinaciones que atraían al pescador imprudente. ¡Más peligrosa, si cabe, es la atracción que ejerce la tierra! Grande o pequeña, tiene de extraño, y de atrayente, el estar siempre incompleta, y el pedir siempre que se agrande. ¡Falta allí muy poco, ese pedazo solamente, o, menos aún, ese rincón!… ¡Ahí está la tentación!: redondear, comprar, pedir prestado. “Junta si puedes, pero no tomes prestado”, dice la razón. Pero eso es muy largo; y la pasión dice: “¡Toma prestado!” El propietario, hombre tímido, no se siente inclinado a prestar, aun cuando el campesino le muestre una tierra bien saneada y que hasta entonces no debe nada, tiene miedo de que del suelo surjan —así son nuestras leyes— una mujer o un pupilo, cuyos derechos superiores puedan llevarse todo el valor de la prenda. Así, él no se atreve a prestar. ¿Quién prestará? ¿El usurero del lugar, o el hombre de leyes que tiene todos los papeles del campesino, que conoce sus negocios mejor que él, que sabe que no arriesga nada, y que querrá, por amistad, prestarle? ¡No! Hacerle prestar, ¡a “siete”, a “ocho”, a “diez”! ¿Aceptará el campesino este dinero funesto? Muy rara vez estará su mujer de acuerdo con ello. Si consultara a su abuelo, éste no se lo aconsejaría. Sus antepasados, nuestros viejos campesinos de Francia, tampoco lo habrían hecho. Raza humilde y paciente, nunca contaban sino con su ahorro personal, con ese centavo que restaban de su alimento, con esa pequeña moneda que a veces habían salvado, volviendo del mercado, y que esa misma noche iba (como aún se puede ver) a dormir con sus hermanas en el fondo de una olla enterrada en la bodega.
Pero el campesino de hoy ya no es ese hombre; tiene el corazón más en alto: ha sido soldado. Las grandes cosas que ha vivido en este siglo lo han habituado a creer, sin dificultad, en lo imposible. Esta adquisición de tierra, para él, es un combate; como ir a la carga, y no retrocederá. Es su batalla de Austerlitz; y la ganará; la pasará mal, lo sabe; pero ha visto cosas peores bajo el Antiguo.[13]
Si combatió con arrojo cuando no tenía nada que ganar sino balas, ¿creéis que flaquearía en este combate contra la tierra? Seguidle antes del amanecer: lo encontraréis trabajando, a él, a los suyos y a su mujer, que acaba de dar a luz y trabaja en la tierra húmeda. Al mediodía, cuando las rocas se rajan, cuando el plantador colonial deja descansar a su negro, nuestro negro voluntario no descansa. ¡Ved su comida, y comparadla con la del obrero: éste come mejor entre semana que el campesino el día domingo!
Este hombre heroico cree poderlo todo con la grandeza de su voluntad, ¡incluso suprimir el tiempo! Pero, claro, en esto no es como en la guerra: el tiempo no puede suprimirse; y pesa; y la lucha perdura, y se prolonga entre la usura, que el tiempo acumula, y la fuerza del hombre, que decrece. La tierra le rinde dos, y la usura le pide ocho; es decir, la usura combate contra él como cuatro hombres contra uno. Cada año de interés se roba cuatro años de trabajo.
¡Extrañaos ahora si este francés, este reidor, este cantor de antaño, ya no ríe hoy! ¡Extrañaos, si, encontrándole en la tierra que lo devora, lo halláis tan sombrío!… Vosotros pasáis, lo saludáis cordialmente; él no quiere veros, hunde su sombrero sobre sus ojos. No le preguntéis por el camino; bien podría, si os responde, indicaros un camino equivocado.
Así, el campesino se aísla y se torna cada vez más agrio. Tiene el corazón demasiado contrito para abrirlo a algún sentimiento de benevolencia. Odia al rico, odia a su vecino, odia al mundo. Solo, en su miserable propiedad, como en una isla desierta, se convierte en un salvaje. Su insociabilidad, nacida del sentimiento de su miseria, es irremediable; le impide congeniar con aquellos que deberían ser sus socios y amigos naturales:[14] los demás campesinos. Antes moriría que dar un paso hacia ellos. Por otra parte, el habitante de las ciudades se guarda mucho de acercarse a este hombre huraño; casi le tiene miedo: “El campesino es malo, rencoroso, es capaz de todo… No hay ninguna seguridad teniéndolo de vecino”. Así, cada vez más las gentes acomodadas se alejan de él; pasan algún tiempo en el campo, pero no viven allí permanentemente; su domicilio está en la ciudad. Le dejan el campo libre al banquero de la aldea, al hombre de leyes, confesor oculto de todos, que gana con todos. “Yo no quiero tener nada más que ver con toda esa gente —dice el propietario—; el notario arreglará todo; yo me remito a él; él contará conmigo, y adjudicará, otorgará y renegociará como quiera el arrendamiento.” El notario, en muchos lugares, se convierte así en el único arrendatario, en el único intermediario entre el propietario rico y el labrador. Gran desgracia para el campesino. Para escapar a la servidumbre del propietario que generalmente sabía esperar, y dejaba que se le pagara largo tiempo con promesas, el campesino ha tomado por amo al hombre de leyes, al hombre de dinero que no conoce sino los vencimientos de pagos.
La malquerencia del propietario no deja de tener justificación dentro de su hogar, en las palabras de los piadosos personajes que recibe su mujer. El materialismo del campesino es el tema ordinario de sus lamentaciones: “¡Tiempos impíos —dicen—, raza material! ¡Esa gente no ama sino la tierra! ¡Es toda su religión! ¡No adoran sino el estiércol de su campo!…” Desgraciados fariseos: si esta tierra sólo fuera tierra, ellos no la comprarían a esos precios descabellados; ella no los arrastraría a esos extravíos, a esas ilusiones. A vosotros, hombres del espíritu, desapegados a lo material, nadie os podría pillar: calculáis al centavo lo que una parcela da en trigo o en vino. En cambio, el campesino le otorga un precio infinito… de imaginación; es él quien valora demasiado al espíritu; es él el poeta… En esta tierra sucia, ínfima y oscura, él ve, distintamente, relucir el oro de la libertad. La libertad, para quien conoce los vicios obligados del esclavo, es la virtud posible. Una familia que, de mercenaria, se convierte en propietaria, se respeta, se eleva en su propia estima, y hela allí cambiada: cosecha de su tierra un acervo de virtudes. La sobriedad del padre, la economía de la madre, el trabajo denodado del hijo, la castidad de la hija, todos estos frutos de la libertad, ¿acaso son, os pregunto, bienes materiales, y tesoros que alguien pueda pagar demasiado caro?[15]
¡Hombres del pasado, que os decís hombres de fe: si vosotros lo fuerais verdaderamente, reconoceríais que fue la fe la que en nuestros tiempos, por el brazo de este pueblo, defendió la libertad del mundo contra el ...

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